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Sonia Franco

Pase sin Llamar

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Sonia Franco

¿Hay vida en la alta dirección?

Hace unas semanas, comí con un buen amigo mío, directivo de uno de los grandes medios españoles. Me contó lo bien que le iba, los logros

Hace unas semanas, comí con un buen amigo mío, directivo de uno de los grandes medios españoles. Me contó lo bien que le iba, los logros que estaba alcanzando el grupo y sus planes de futuro. Hacia los postres, le pregunté por su vida privada.

—Sonia, cuando uno llega a la alta dirección, asume que se queda sin vida personal.

Y lo dijo con total naturalidad, sonriendo, mientras pedía un tiramisú.

Me fui de allí con la frasecita martilleándome la cabeza. Vaya. Así entendida, la alta dirección suena a algo parecido a un sacerdocio: implica renuncias importantes y la adopción de toda una filosofía de vida. En ese caso, podría haber cláusulas en los contratos que advirtiesen antes de firmarlos. Algo así como Atención: asegúrese de que usted y su entorno conocen las reglas del juego antes de empezar la partida.

Veamos. Podría ser que un día de estos mi chico llegase a casa y me dijese:

—Lo siento querida, esto es lo que hay. He aceptado un puesto de alta dirección y no me vas a ver el pelo. Me voy a perder los cumpleaños de los niños, me voy a olvidar de nuestro aniversario, cancelaré las vacaciones un minuto antes de coger el avión. A cambio, tú y los niños vais a vivir mejor, porque ganaremos más dinero.

Incluso podría planteármelo antes de aceptar:

—Cariño, me han ofrecido un puesto directivo. Si lo acepto, no quiero reproches: el que avisa no es traidor. Si no lo acepto, atente a las consecuencias: pasaré más tiempo en casa, pero estaré muy irascible porque toda mi vida he trabajado para esto y ahora renuncio por vosotros. Nunca más voy a tener una oportunidad así. Pero tú decides…

¿A qué suena coherente? Lo malo es que estas cosas no ocurren a menudo. Y, sin embargo, hay carreras que nacen marcadas a fuego: la mayor parte de los estudiantes de MBA en Harvard aspiran a ser CEOs. Así que ellos y sus familias deberían saber a qué atenerse desde el minuto uno del partido. Glamour y dinero. Status y bienes materiales. Pero ni el padre ni la madre harvardianos van a saber nunca lo que significa bañar al niño todos los días. Punto. Lo que no tiene sentido es quejarse por ello.

Pero, claro, lo normal es que a priori uno sólo vea la parte buena y se deje deslumbrar por el súper puesto, con un súper sueldo, que nos permita pagar a nuestros hijos una súper educación e irnos todos de súper vacaciones. No en las broncas que vienen después, ni en la insatisfacción que a veces supone dedicarle toda nuestra energía a un trabajo, por muy bien remunerado que esté.

El pasado lunes, Expansión publicaba un artículo interesante: 1.127 consejeros delegados estadounidenses han anunciado este año que renuncian a sus puestos, según datos de la consultora Challenger, Gray & Christmas. Y nos contaba varios casos de CEOs que admiten que “conciliar es una utopía” y que dejan sus cargos para pasar más tiempo con su familia o dedicarse a otras actividades más enriquecedoras. Entre ellos, Evan Williams, fundador de Twitter, y Jeffrey Kindler, ex consejero delegado de Pfizer.

Seguro que más de uno se ha marchado porque la crisis le ha venido grande o porque no podía hacer frente a la presión. Y muchos acabarán volviendo a la primera línea después de un tiempo de descanso, porque esos niveles de poder enganchan. Pero también los habrá que, después de haber probado esa forma de vida, entiendan que no es para ellos, a pesar de los sueldos de siete u ocho cifras.

Yo tengo un ejemplo muy cercano. El de una amiga que trabajaba como managing director de un gran banco de negocios en Nueva York. Consiguió el puesto poco después de tener gemelos. Le pregunté su secreto para sacarlo todo adelante. Y me contestó que el equilibrio.

—Llego a la oficina la primera, a las 6. No pierdo ni un segundo del tiempo que paso allí. Paro cinco minutos para comer una ensalada en mi mesa. A las 6 en punto, salgo corriendo a coger el tren de las 6,15. Paso una hora con los niños antes de que se acuesten. Ceno con mi marido. Los viernes los tengo libres y son sólo para mí: me voy al spa, al gimnasio, como con amigas, de compras… Los fines de semana se los dedico enteros a mi familia.

Cuando me lo contó, hace diez años, me pareció admirable. Sacaba tiempo para todo, incluso para sí misma, y parecía razonablemente feliz. Hace poco cambió de trabajo y le pregunté el por qué. Me contestó que había perdido el equilibrio y que ya no puede con todo. Pero ha sido coherente: ha escogido y está satisfecha con su elección.

—Hace tiempo que no creo en Superwoman, Sonia.

Toma, ni yo. Ni tampoco en Superman.

Hace unas semanas, comí con un buen amigo mío, directivo de uno de los grandes medios españoles. Me contó lo bien que le iba, los logros que estaba alcanzando el grupo y sus planes de futuro. Hacia los postres, le pregunté por su vida privada.