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El caso de R. o las maneras de pensar que están pudriendo la sociedad española
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Esteban Hernández

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El caso de R. o las maneras de pensar que están pudriendo la sociedad española

Cuando hablamos de la sociedad española, casi siempre nos fijamos en la corrupción o en la catadura de los políticos. Hay cosas peores

Foto: El acoso escolar es un buen ejemplo de los males de la sociedad. (istock)
El acoso escolar es un buen ejemplo de los males de la sociedad. (istock)

Estamos acostumbrados a oír hablar de ello, lo que suele producir un efecto distanciador: a medida que un asunto se va haciendo más popular y más conocido, menos tiende a interesarnos. Al darlo por sabido, y salvo que haya una implicación directa, porque conozcamos alguien relativamente cercano que lo esté sufriendo, terminamos por alejarnos. Incluso si el asunto se menciona mucho en los medios, nos sentimos saturados. Por eso, la exposición púbica de casos concretos, como el de R., resultan tan importantes, ya que sirven para recordarnos las experiencias de humillación, dolor, angustia e injusticia que envuelven las vidas cotidianas de los niños y los padres que soportan el bullying.

R., tal y como cuenta el estupendo artículo de Pedro Simón, sufrió continuas situaciones de violencia desde los 5 hasta los 10 años. Como estas:

"J. me pega en el colegio todos los días. Siempre lo hace en el recreo de media hora. Le ayudan cuatro amigos suyos". "Me bajaron los calzoncillos, todos se reían (...). Me pegaban cogiéndome de los brazos y piernas y J. me pegaba en la tripa". "J. B. me tocaba el pito y por eso se me puso rojo".

O como esta:

R. dibuja un monigote arrodillado. Tocándole los genitales a otro.

–¿Y tú quién eras de los dos? –le preguntaba el psicólogo con el folio delante.

–¿Yo? El que está de rodillas.

R., que tiene 15 años, está ahora sometido a tratamiento psiquiátrico, medicado con pastillas, y con enormes heridas psíquicas por cerrar. Padecer a esas edades “agresiones, hostigamiento, intimidación, bloqueo social, manipulación y exclusión”, según el diagnóstico que recogen los expedientes psicológicos, deja secuelas graves que se prolongan mucho más allá de las épocas en que tuvieron lugar. Esta es la causa de que un tribunal administrativo haya concedido a R. un 33% de discapacidad por estrés postraumático a causa del bullying sufrido. Es la primera vez que un fallo judicial ha resuelto en este sentido un caso de acoso escolar.

Este tipo de noticias sirven para dar otra visión del asunto, al hacer que lo percibamos de una manera más viva, por lo que tienen un valor pedagógico enorme. Además, sacan el tema de los meros datos, y nos colocan frente a todas las dimensiones de un drama muy doloroso. Y, por último, sirven para que nos preguntemos cómo es posible que situaciones tan prolongadas hayan pasado desapercibidas y no se les haya puesto coto mucho antes.

La responsabilidad individual

El problema es que las respuestas que solemos dar ponen el acento en los lugares menos útiles. En este caso, es evidente que los padres de los maltratadores tuvieron que darse cuenta en algún momento de lo que estaba ocurriendo y que deberían haber parado los pies a sus hijos; y es evidente también que algún profesor tuvo que presenciar alguno de esos actos y que debería haber tomado partido en favor de R.

Pero no podemos depender de la iniciativa, de la valentía o de la implicación de particulares. Lo esencial es que los mecanismos de protección previstos funcionen, y lo que estos casos revelan, más al contrario, es que impera una lógica socialmente dañina y repugnante en lo ético.

Cuando la madre de R. se enteró de los abusos, esto es, cuando su hijo estuvo en disposición psíquica de vencer el miedo y la vergüenza que esa panda de maltratadores le estaban causando y le fue posible contar lo que ocurría, reaccionó acudiendo al colegio y solicitando ayuda, como era previsible. La respuesta también fue la previsible: la ignoraron, y su hijo tachado de problemático. Y en cierta medida, quienes argumentaban esto tenían razón. El niño tenía varios problemas: carecía de un grupo de amigos que pudieran defenderle, no tenía la confianza en sí mismo necesaria para enfrentarse a una panda de pequeños matones, y no tenía a nadie cerca, como un profesor, que fuera capaz de mirar de frente lo que estaba ocurriendo. La madre también resultó una persona problemática desde este punto de vista, porque en lugar de resignarse a que siguieran los abusos, presentó una denuncia judicial, y, cuando esta fue desestimada, contó lo que ocurría en un foro de internet. El centro escolar tuvo una respuesta a la altura: la demandó en un procedimiento judicial aún pendiente de resolución.

La obscenidad de una lógica frecuente

Uno se pregunta en qué momento los responsables del colegio empezaron a pensar que era buena idea cerrar filas y esconder la cabeza ante los problemas. Quizá pensaran que un asunto de esta índole podía crear cierta alarma entre los padres, o que la reputación del colegio saldría perjudicada o que mejor no dar pábulo a acusaciones que minarían la posibilidad de conseguir más alumnos, y eso les llevó a obviar el abuso y a culpar a la víctima.

Por desgracia, no es una cuestión que quede en la obscena lógica de autoprotección de los responsables de un colegio. Estamos ante una constante en nuestra sociedad, la de tapar los problemas y criminalizar a quien denuncia. Parece que cuando las cosas van mal, quienes salen perdiendo son los únicos responsables. Lo hemos visto con la crisis: la responsabilidad de la estafa de las preferentes fue únicamente de los abuelos que las contrataban, los desahucios fueron causados por gente que se metió a lo loco en pisos que nunca podrían pagar, y las ruinas económicas de las familias lo fueron por querer vivir por encima de sus posibilidades. Pero ocurre igual cuando alguien da el paso valiente de enfrentarse a un estado de cosas consolidado y rompe la impunidad de quienes se aprovechan de los demás, por ejemplo denunciando la corrupción o los abusos: se le señala con el dedo y se esconde la realidad.

Una gran fuerza interior

Esto es repugnante no sólo por el hecho en sí, sino porque nos lleva a la traumática paradoja de que quienes están en la posición de hacer cumplir las normas, esto es, los encargados de hacerlas respetar, son los primeros que tapan a los responsables y critican a quienes abren la boca. No sólo no cumplen con su cometido, sino que además persiguen a las víctimas que se quejan. Y nada hay tan perjudicial para una sociedad y sus instituciones como que quienes están para ayudarnos no sólo dejen de cumplir sus funciones, sino que además se vuelvan contra quienes deberían defender.

R., un chaval con una gran fuerza interior que le permitió soportar el infierno psíquico al que fue sometido sin romperse del todo, es un ejemplo doloroso de estas lógicas infames. Chico, ojalá te recuperes pronto, te lo digo de corazón. No te dejes vencer, la culpa no es tuya.

Estamos acostumbrados a oír hablar de ello, lo que suele producir un efecto distanciador: a medida que un asunto se va haciendo más popular y más conocido, menos tiende a interesarnos. Al darlo por sabido, y salvo que haya una implicación directa, porque conozcamos alguien relativamente cercano que lo esté sufriendo, terminamos por alejarnos. Incluso si el asunto se menciona mucho en los medios, nos sentimos saturados. Por eso, la exposición púbica de casos concretos, como el de R., resultan tan importantes, ya que sirven para recordarnos las experiencias de humillación, dolor, angustia e injusticia que envuelven las vidas cotidianas de los niños y los padres que soportan el bullying.

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