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Las familias que dominan el mundo contemporáneo
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Esteban Hernández

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Las familias que dominan el mundo contemporáneo

Si hay algo que resulte esencial en la vida de nuestras instituciones, es su división permanente en grupos que buscan intereses opuestos. Y generan dinámicas letales

Foto: Pertenecer a una familia permite llegar a lo más alto. (iStock)
Pertenecer a una familia permite llegar a lo más alto. (iStock)

No, nos referimos a los Rothschild, los Rockefeller, los Morgan, los DuPont y demás herederos de los que fueron llamados 'robber barons', ni a las familias financieras de vieja estirpe de las que tanto se habla, sino a una particular deriva de nuestra sistema.

Como afirmaba Augusto Comte, el padre de la sociología, “ya que todo sistema se compone invariablemente de elementos cuya naturaleza es similar a la del propio sistema, el espíritu científico nos prohíbe pensar en la sociedad como si estuviera compuesta de individuos. La verdadera unidad social es, ciertamente, la familia”. Pero este pilar de la sociedad actual tampoco es ese núcleo tradicional formado por el padre, la madre y los hijos, (ni siquiera el de las familias de nuevo cuño), sino el de los grupos informales que dan forma a los colectivos actuales. Las familias tienen el poder porque ellas son las que articulan la vida de partidos, empresas y demás instituciones sociales.

Sucede en las empresas, en los departamentos universitarios, en los grupos literarios, en las multinacionales, en el periodismo y allí donde se mire

Son también ellas las que permiten tener trabajo, las que consiguen que se prospere en la carrera profesional, las que favorecen que se tenga éxito personal, las que te hacen conocer a las personas adecuadas. Ocurre en la política: puedes ser pablista o errejonista, susanista, sanchista, sorayo o lo que quieras, pero tienes que ser de alguna de ellas si quieres prosperar (en especial si tu facción es la ganadora de la pelea). Sucede también en las empresas, cuya vida se constituye a partir de la competición entre facciones, en los departamentos universitarios, en los grupos literarios, en las grandes compañías multinacionales, en el periodismo y allí donde se mire: ya no se es psicólogo, sino que es conductista, lacaniano, intersubjetivista o tantas otras subespecialidades (o cualquiera de sus innumerables ramas) enfrentadas entre ellas. Formar parte de estos colectivos es esencial, ya que sirve como refugio, como medio de apoyo y como instrumento de subsistencia.

La gran traición

Lo que estamos viendo estos días en Podemos forma parte de la misma dinámica, grupos enfrentados en guerras por el territorio, que lo son por el poder y por los recursos, y por el prestigio, que son comunes a toda clase de instituciones contemporáneas. Como reflejo en 'Los límites del deseo', la vida contemporánea está hecha de tensiones entre distintos grupos, empresas e identidades que compiten por alcanzar una mejor posición y que han trasladado las viejas cualidades cohesionadoras y prescriptivas a entornos más reducidos. La lógica de la competencia no se manifiesta en nuestro tiempo solo entre individuos, sino que se articula fundamentalmente a través de pequeños y grandes colectivos que en la defensa de sus intereses supeditan las personalidades individuales al grupo y que entienden las actitudes y las ideas que no coinciden plenamente con ellos como una suerte de traición.

En una empresa bien puede ponerse en riesgo el futuro de la firma si eso es útil para que la facción o las facciones adversarias salgan perdiendo

La lógica de la competición entre grandes firmas, partidos políticos, departamentos universitarios y teóricos de la ciencia (o entre secciones de la empresa, facciones de los partidos, bandos, clanes, camarillas y demás subgrupos que dan forma real a la vida colectiva) produce una elevada exigencia de fidelidad, que acaba imponiéndose como el valor principal. Lo importante es ser “uno de los nuestros” o “uno de los otros”.

La instrumentalización

Esto tiene consecuencias graves para la vida de las instituciones, y también para quienes forman parte de ella. Quizá la más significativa sea la instrumentalización de las acciones para ganar esa guerra territorial. En una empresa, bien puede ponerse en riesgo el futuro de la firma si eso es útil para que la facción o las facciones adversarias salgan perdiendo; en un partido político, ocurre algo similar: cualquier elemento es aprovechado para tratar de minar al rival, aunque implique contar hoy lo contrario de lo que se decía ayer o defender políticas que hace dos días se negaban radicalmente (no hay más ver la historia última del PSOE).

La crítica no queda proscrita, es sólo que, como ocurre en nuestro sistema, no sirve de nada porque al otro lado no hay nadie escuchando

El problema es que cuando un grupo, un partido, una empresa o un sistema se pliegan a estas lógicas no permiten espacios para que la vida respire. La crítica es una de las primeras víctimas, justamente cuando más se necesita. Todo lo que se diga es interpretado en términos de “nosotros o ellos”, de manera que no queda lugar para que los argumentos tengan su peso, ni para abrir puertas a cambios, ni siquiera para posibilitar una rebaja de las tensiones que devuelvan esos enfrentamientos a un nivel inofensivo. Por supuesto que puede decirse lo que se quiera, que la crítica no queda proscrita, es sólo que, como ocurre en nuestro sistema, no sirve de nada, porque al otro lado no hay nadie escuchando. Si lo que se cuenta no puede ser instrumentalizado por una de las facciones, o se sospecha que puede beneficiar a los adversarios, da igual que sea sensato o colectivamente útil, porque será ignorado, como si no se hubiera dicho nada.

El ruido era esto

La otra consecuencia es que las personas menos sensatas, las más fieles y, en general las menos capacitadas, logran ascender en el escalafón y llegan a ocupar puestos de responsabilidad únicamente porque se sabe que defenderán con ferocidad las posturas que su grupo les pide que defienda. Gran parte del ruido de nuestra sociedad proviene de ahí: puesto que quien grita más fuerte y quien mejor sabe torcer los hechos para que encajen en su esquema previo parece llevar las de ganar (en las redes, en los medios de comunicación o incluso en la vida profesional) se les suele premiar, ofreciéndoles los espacios de mayor visibilidad. El uso de los adjetivos calificativos se desboca, los ataques a lo heterodoxo y la agresividad respecto de quienes se salen de su norma aumenta. Tenemos múltiples ejemplos en nuestro día a día.

Ser consciente de que la empresa es un lugar donde se utilizan tácticas y estrategias para conseguir metas legítimas o ilegítimas no es ser inmoral, sino brutalmente honesto

Buena parte de esto define con bastante precisión lo que está ocurriendo en Podemos, pero no es un mal exclusivo de una formación política. El resto de partidos (salvo el que está en el poder, que queda inmunizado mientras el poder no peligre) viven en las mismas dinámicas. Y, desde luego, no se trata de algo que se limite a la política: en la empresa las capillitas y las facciones son parte esencial de su vida cotidiana: “Se trata de un juego inevitable en las organizaciones, que es jugado incluso por las personas de mayor prestigio, y que conlleva la puesta en marcha de los medios de influencia disponibles para fijar una agenda concreta y asegurarse de que será implementada. Ser consciente de que la empresa es un lugar donde se utilizan tácticas y estrategias para conseguir metas legítimas o ilegítimas no es ser inmoral, sino brutalmente honesto”.

Los más grises

Esta dinámica es claramente empobrecedora. Aparta a la mayoría de la gente, desanima a los más interesados y a los más capacitados, premia a los más grises y convierte la vida colectiva en un suerte de comunión con las ideas de los que mandan. Y cuando esto se produce y los sistemas han de recurrir a los creyentes más fervientes como primeros defensores es porque están escondiendo un gran déficit en su legitimidad. Si las ideas de un sistema se cierran sobre sí mismas y no admiten posibilidades alternativas, lo único que producen es la coagulación de la sociedad y con ella la incapacidad para resolver las ineficiencias y las disfunciones que se generan. En ese momento estamos.

No, nos referimos a los Rothschild, los Rockefeller, los Morgan, los DuPont y demás herederos de los que fueron llamados 'robber barons', ni a las familias financieras de vieja estirpe de las que tanto se habla, sino a una particular deriva de nuestra sistema.

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