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Arruinarte de boda en boda: el gran negocio sumergido de España son los regalos
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Héctor G. Barnés

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Arruinarte de boda en boda: el gran negocio sumergido de España son los regalos

Todos hemos sido víctimas de esa costumbre tácita de pagar una cantidad equivalente al cubierto del restaurante en una boda. A lo tonto, un rito que mueve muchísimo dinero

Foto: La potente industria de confirmar tu amor en público. (iStock)
La potente industria de confirmar tu amor en público. (iStock)

No hace falta ni sacar la calculadora. Este año me han caído tres bodas, en la línea de lo que ha ocurrido en los últimos cinco años: boda arriba, boda abajo, los enlaces de amigos y familiares han rondado los cuatro por año desde 2013, excluyendo aquellos que he podido sortear con excusas a cada cual peor. Un gasto fijo anual de, tiremos por lo bajo, unos 600 euros, si excluimos trajes, desplazamientos, alojamiento, celebraciones adyacentes —la ambiciosa despedida de soltero, donde el bote termina alcanzando cifras desopilantes— y otros gastos de esos que poco a poco van haciendo un boquete en la cartera, sobre todo si, como les ocurre a tantos españoles, llegar a fin de mes es casi una entelequia.

Casarse es caro, pero ir de boda en boda es casi un lujo para la mayoría de economías de nuestro país. Aún más cuando el paro juvenil es tan alto. Y sobre todo cuando los enlaces matrimoniales tienden a concentrarse en apenas tres meses (de mayo a julio), precisamente los meses en los que los hogares hacen cuentas para irse de vacaciones. No se trata tan solo de bodas. Nadie, por pequeña que sea su familia, está a salvo de bautizos, comuniones u otros 'reboots' como las bodas de plata, oro o platino.

No todo el mundo se lo puede permitir: hay quien ha dejado de ir a bodas de amigos, poniendo cualquier excusa, porque no puede pagar 200 euros

Todos queremos a nuestros amigos y nuestra familia, pero los 'regalos' de boda son más bien un impuesto revolucionario; hay que contribuir a la lucha y es uno de los intercambios de dinero más peculiares que existen en nuestro país. Hagamos caso a Ofertia, que cifra en 296 euros el gasto del cubierto medio (gracias por descubrirme que soy un poco rata). Pongamos que una boda media tiene unos 150 invitados —hay quien da una media de 120 en Madrid y norte de España y 340 en Andalucía—: la pareja de novios recibiría, en ese caso, unos 44.400 euros. Dejémoslo en 40.000, que no todo el mundo paga.

Saltemos un poco más. Según los últimos datos disponibles del INE, los de 2015, en España se celebraron 168.910 bodas. Seré generoso y pondré que, de todas ellas, tan solo 130.000 han tenido celebración a-lo-grande o como-Dios-manda. Ahora sí que hace falta la calculadora: el resultado son 5.200 millones de euros tan solo en regalos de boda. Teniendo en cuenta que la economía sumergida española ronda en total unos 190.000 millones de euros, no está nada mal. Es la cuenta de la vieja, pero un dato palpable para el que dude de que las bodas mueven mucho dinero… Especialmente, el de los invitados.

Y un dinero que no todo el mundo se puede permitir. Conozco casos de amigos que han dejado de ir a una boda cercana por no poder hacer frente al cubierto, inventándose cualquier excusa. También, de dadivosos novios que, conociendo la situación personal del invitado, le han permitido no apoquinar, no sin cierta vergüenza por parte de este, o que han intercambiado el regalo por un 'favor personal', como echar una mano en la organización. Yo mismo he renunciado a unas cuantas vacaciones para hacer frente al pago de este 'regalo' que no lo es, puesto que en él no hay ni altruismo, ni voluntariedad, ni complicidad entre el que regala y el que es regalado. Es un tácito acuerdo económico que nunca puede ser discutido. ¿Se imagina alguien que, durante la comida, un invitado contase cuánto ha puesto al resto de comensales? ¿O que los novios se quejasen porque lo que han puesto los familiares no les da para cubrir gastos?

“Un sacacuartos brutal”

Mientras me pongo con los puñitos apretados y una vena hinchada en la frente a hacer cálculos de cuántos viajes he dejado de hacer por las bodas de mis seres queridos (3.000 euros pueden dar para bastante, doy fe), recibo la llamada de mi amigo Javi. Javi quería una boda sencilla, “una barbacoa con cóctel”. Pero me explica que esa barbacoa ha terminado convirtiéndose en “un sacacuartos brutal”. Vamos, que, como me confiesa, “los 10.000 euros no me los quita ni Dios”. Para muestra, un botón en forma de Dj que pincha desde el móvil (“así podéis poner vosotros lo que queráis”) y que cobra unos 700 euros por tres horas. Si la cosa se alarga, comienza a correr el contador de los extras, que siempre los hay.

Los precios se disparan cuando la palabra 'boda' aparece en la ecuación, explica y existe una potentísima industria —desde las fincas hasta las flores pasando por las 'wedding planners' o los servicios de 'catering'— que vampiriza esta celebración romántica y, ejem, íntima. Como motor, un perverso efecto psicológico en ello. Ya que la boda, se piensa, es el día más especial de tu vida, no vas a escatimar en gastos. La excepcionalidad económica de esta clase de enlaces es fascinante, sobre todo cuando vemos a parejas que jamás se permiten un capricho como cenar fuera de casa gastarse miles y miles de euros en su gran día. ¿Es por ellos? ¿Es por sus familias? ¿O es por una presión social que, a medida que ha quitado importancia a la boda como rito de paso, ha dado más y más relevancia al bodorrio y el fiestón?

A veces se llega al acuerdo de pagar menos por el cubierto porque el restaurante es de menor categoría y, si no, los novios se van a forrar

Eso cuando no se hace, directamente, negocio con la boda. Porque no son una ni dos las bodas en las que, en algún momento de la noche, una vez los efluvios alcohólicos comienzan a causar efecto, a uno de los invitados se le suelta la lengua y te cuenta en la cola del baño que, según sus cálculos entre cubiertos pagados y dinero percibido, la pareja puede pegarse unas tres lunas de miel a todo trapo. Es un detalle muy feo que tiene su eco en discusiones que el que firma ha presenciado y en las cuales muy fríamente se llega al acuerdo de que hay que pagar menos al amigo que se ha casado el mes anterior porque su celebración se realiza en un restaurante de menor categoría. Pero también la consecuencia lógica de la lógica perversa en la cual el regalo no es más que el precio del cubierto de un restaurante al que no iríamos voluntariamente; estamos, en última instancia, pagando con los ojos cerrados por algo cuyo precio desconocemos.

Lo llaman regalo y no lo es

Hace no tanto tiempo, la lista de bodas era la solución de compromiso ideal para estos eventos. Los novios se gastaban sus ahorros en una cara celebración, pero, a cambio, recibían por parte de los invitados todo aquello que necesitaban para el hogar (y más). Se mataban dos pájaros de un tiro. Por una parte, se sorteaba la siempre violenta situación que es un adulto dando dinero a otro adulto “para que se compre lo que quiera” y, por otra, el electrodoméstico o vajilla de turno tenía asociado un valor emocional de forma que, cuando sacabas las copas de champán en Nochevieja, te acordabas de tu tía abuela, que en paz descanse.

El código de 20 dígitos de la cuenta corriente se ha convertido en el motor de la industria tabú por antonomasia en España

Hoy no tendría ningún sentido una fórmula semejante, básicamente, porque la mayor parte de parejas se casan después de años de convivencia bajo el mismo techo. Así que la lista de bodas ha sido sustituida por ese número de cuenta que, sutilmente, se ha deslizado en las invitaciones, por lo general acompañado de un mensaje parecido a “no es que nos parezca bien, pero ya que has preguntado...”. El código de 20 dígitos se ha convertido en el motor de la industria tabú por antonomasia en España, esa que mueve millones de euros cada año pero de la que nadie quiere oír hablar, porque todos somos cómplices. Un presente que se encuentra en las antípodas del regalo 'kula' que Bronislaw Malinowski estudió, que si bien exigía una posterior reciprocidad, carecía de valor de uso, puesto que se trataba de un rito que cohesionaba a la sociedad.

Es posible que algún día deje de ir a bodas, pero una amenaza se cierne sobre el horizonte. Los últimos enlaces se han solapado peligrosamente con el nacimiento de los primeros hijos en la pandilla, con su correspondiente dispendio (y boda no hay más que una, pero los descendientes son potencialmente ilimitados, especialmente si la cosa va bien económicamente). Pero hay algo peor, me avisa un amigo cuarentón: 15 años después, los felizmente casados tienden a divorciarse, buscarse una nueva pareja y casarse de nuevo (cuidado: se están popularizando las despedidas de casado). Que Dios nos pille confesados y con la cartera llena.

No hace falta ni sacar la calculadora. Este año me han caído tres bodas, en la línea de lo que ha ocurrido en los últimos cinco años: boda arriba, boda abajo, los enlaces de amigos y familiares han rondado los cuatro por año desde 2013, excluyendo aquellos que he podido sortear con excusas a cada cual peor. Un gasto fijo anual de, tiremos por lo bajo, unos 600 euros, si excluimos trajes, desplazamientos, alojamiento, celebraciones adyacentes —la ambiciosa despedida de soltero, donde el bote termina alcanzando cifras desopilantes— y otros gastos de esos que poco a poco van haciendo un boquete en la cartera, sobre todo si, como les ocurre a tantos españoles, llegar a fin de mes es casi una entelequia.

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