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El gran timo del currículum: por qué nunca desaparecerá aunque no valga para nada
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Héctor G. Barnés

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El gran timo del currículum: por qué nunca desaparecerá aunque no valga para nada

"Mandar currículos" suele obtener unos resultados parecidos a bailar la danza de la lluvia. Es un documento imprescindible en el mundo laboral, pero por motivos muy sutiles

Foto: Esto es lo que hacen con tus papeles. (iStock)
Esto es lo que hacen con tus papeles. (iStock)

Estoy echando un vistazo a mi perfil de LinkedIn y, por decirlo coloquialmente, estoy flipando. ¿Quién demonios es este señor? ¿En qué momento se me ocurrió que escribir en la biografía “me gustan las palabras” era buena idea? ¿Por qué cuatro amigos han considerado que soy muy apto en “mercadotecnia en medios sociales”, que no sé muy bien qué es? Tan solo espero que, si algún día pasa algo y de repente un montón de gente tiene que buscar información sobre mí, no se guíen por esta ficha. No hay nada más alienante que intentar verte reflejado en esta lista de supuestos logros, formaciones y experiencias. Ese, desde luego, no soy yo.

Esto es aún más evidente con el currículo de papel, ese que debe dormir en algún lugar del disco duro de mi ordenador esperando a despertar si me quedo sin trabajo, momento en el que lo remozaré con un par de enormidades más y del que me volveré a olvidar otros tantos años. Entre otras cosas, porque no hay proceso más penoso que rellenar ese documento que durante mucho tiempo se ha erigido en nuestro DNI laboral, nuestro (supuesto) pasaporte hacia un trabajo y nuestra carta de presentación. “Echar currículos” –o, como se suele decir en el mundo real, “echar currículums”– es el gesto por antonomasia de la desesperación laboral, un ritual mágico que todos sabemos que no funciona pero que al menos calma nuestra desazón cuando no sabemos muy bien qué hacer.

Si hasta un 75% de ofertas nunca salen a la luz pública, la utilidad de enviar currículos es limitada: tan solo sirve para dar una apariencia de equidad

De acuerdo. Lo dice el departamento de recursos humanos de Google, lo dicen las consultoras y lo dice un 'coach' que vive de charla TED en charla TED (cómo no): el currículo no sirve, la búsqueda de empleo ha cambiado enormemente, las calificaciones universitarias no representan nada y las empresas ya no persiguen formaciones, sino habilidades. Hay que hacer 'networking', es decir, arrimarse al sol que mejor calienta y hacer la pelota sin que se note demasiado. Sin embargo, sabemos que el currículum en su sentido amplio sigue siendo la divisa habitual en la búsqueda de trabajo, especialmente –empecemos a abrir el melón ya– para trabajadores con menos experiencia y una menor cualificación. Pero, sobre todo, para los que no tienen los contactos necesarios y no “están en el mundillo”.

placeholder No se trata de medir quién lo tiene más largo, sino de conseguir caerles bien. (iStock)
No se trata de medir quién lo tiene más largo, sino de conseguir caerles bien. (iStock)

Si el 'curriculum vitae' no va a desaparecer en un futuro inmediato (ni lejano, sospecho) a pesar de su cacareada inutilidad, es quizá porque cumple otra función mucho más sutil: enmascarar que la meritocracia no existe, sugiriendo que los trabajadores acceden a un puesto por sus méritos (laborales, estudiantiles) y no por sus contactos, que las diferencias de clase y sexo que condicionan el acceso a un puesto laboral tienen una menor importancia que lo que hemos conseguido por nuestros propios medios. La realidad, lo sabemos, es muy diferente: si hasta un 75% de ofertas nunca salen a la luz pública, ¿no es acaso el currículum papel mojado?

La burocracia y la ilusión de justicia

El sociólogo Max Weber fue uno de los grandes aliados filosóficos de la tan denostada burocracia. El alemán planteaba razonablemente que frente a los tópicos que asimilan la administración moderna con un lento, ciego y sordo elefante, la burocracia, con su celo y aparente frialdad, garantiza una racionalidad en las decisiones frente a la autoridad o el carisma que las orientaban en las sociedades tradicionales. La impersonalidad del sistema sirve para garantizar que el individuo no sea víctima de antipatías personales, prejuicios o favoritismos.

Son tus logros académicos y profesionales los que te llevarán lejos, y la frialdad de este documento la garantía de que esto será así, sugiere el CV

El currículo parte de un principio semejante: aunque pertenezca a una persona, su estandarización le convierte en un documento impersonal en el que supuestamente se eliminan factores que nada tienen que ver con el desempeño personal. En definitiva, convertir el CV en el centro de los procesos de selección es hacer cumplir la promesa por antonomasia de la meritocracia. Son tus logros académicos y profesionales los que te llevarán lejos, y la frialdad de este documento la garantía de que esto será así. Aún más si, como cada vez es más frecuente, no van acompañados de foto y se eliminan datos personales que pueden condicionar la elección.

La realidad, no obstante, es muy diferente, porque sabemos que los mecanismos de la búsqueda de empleo no suelen funcionar así. En los puestos de menor cualificación, las empresas de trabajo temporal han acaparado una gran parte del mercado, y los de mayor responsabilidad se mueven en otros contextos a partir de contactos, conocimiento previo de los candidatos y puros y duros enchufes (que no es exactamente lo mismo, pero no resulta tan diferente). ¿Cuántas veces se ha conseguido de verdad trabajo a través del currículum y, sobre todo, de qué calidad?

Asi pues, la función de este documento es puramente cosmética: una apariencia de objetividad frente a la subjetividad de la entrevista personal. Por ejemplo, es la carta de presentación que pedimos a alguien cuando queremos echarle una mano si está en el paro o quiere cambiar de trabajo. Decimos a ese otro conocido que puede ayudarle “te paso este currículum”, pero en realidad lo que sugerimos es “este es mi amigo o familiar, mira a ver si te encaja”. Pero este factor nunca es explícito a la hora de tomar una decisión, puesto que tan solo es conocido por seleccionador, facilitador y potencial contratado. El currículo funciona así como excusa que oculta la multitud de factores –a veces, puramente arbitrarios, como bien mostraron los Monty Python en su inmortal sketch– que deciden una u otra elección.

¿Este soy yo?

Más allá de esta función ritual del currículo, la inutilidad del documento tradicional es cada vez más patente (especialmente en un momento en que es fácil acceder al trabajo que ha hecho de verdad con una búsqueda de Google o un par de llamadas). En mi breve experiencia revisando currículos, descubrí rápidamente que muy pronto obviaba todo aquello en lo que en teoría debería fijarme y, aburrido, reparaba en los detalles que parecían significativos pero que en realidad eran secundarios (“hey, esta persona ha trabajado en aquella revista que me compré una vez en el aeropuerto y me gustó”), como John Cleese cuando anotaba en su cuaderno un comentario negativo, desagradado por la manera en que su interlocutor decía "buenas tardes". La mirada de aquellos que pasan gran parte de su jornada mirando currículos probablemente termine estando viciada. De su profesionalidad depende que esto influya en mayor o menor grado.

Los procesos de selección actuales fomentan la concentración del poder, excusando prejuicios y favoritismos bajo la apariencia de impersonalidad

Todo proceso de selección es tremendamente subjetivo; el verdadero problema no es ese, sino que el sesgo esté tan interiorizado que sea prácticamente imposible que el que incurre en él se dé cuenta, aunque desde fuera pueda parecer obvio. Lo ejemplificaba involuntariamente Max Levchin, fundador de PayPal, cuando contaba que la compañía había descartado a un candidato que había arrasado en las pruebas para el puesto de ingeniero pero que había cometido el craso error de utilizar la expresión “play hoops” (algo así como “echar unas canastas”). “Nadie en PayPal habría usado el término 'echar unas canastas'”, defendía Levchin, que vendía su decisión como un acierto. Lo que visto desde fuera parece un prejuicio del que avergonzarse era considerado por el propio seleccionador como una idea brillante.

Nos internamos en el proceloso mundo de la cultura de empresa, las habilidades blandas, las dinámicas de grupo y otros elementos tan difíciles de valorar. Rasgos relacionados con la personalidad que, en muchos casos, son tenidos en cuenta como una mera cuestión de “me-gusta-no-me-gusta”. Es posible que el seleccionador no conozca de antemano al candidato, pero sí que determinadas sutilidades (de comportamiento, de lenguaje, incluso de vestimenta) le hagan favorecer a uno frente a otro. Es el 'habitus' de Pierre Bourdieu, esos estilos de vida compartidos por entornos sociales semejantes que promueven a los que los comparten y perjudican a los que no. Y, por lo general, los encargados de seleccionar al personal o darle el visto bueno no pertenecen precisamente a la parte más desfavorecida de la sociedad. El círculo se vuelve a cerrar.

Foto: 1.200… 1.000… 800… Los empleos precarios y a tiempo parcial hacen que los ingresos desciendan aún más. (iStock) Opinión

El currículum intenta hacernos olvidar todo ello, porque nos promete que el sistema es justo, que el esfuerzo será premiado, que ese curso que hicimos en el INEM supondrá la verdadera ventaja diferencial respecto al que compartió pupitre con uno de los accionistas de la empresa. Sin embargo, al igual que ocurría con la burocracia en el bloque soviético, la apariencia de justicia encubre los vicios de un sistema amañado, pero que tampoco es capaz de admitir abiertamente sus preferencias. El ucraniano Mijaíl Voslensky publicó a principios de los años setenta 'La nomenklatura', donde detallaba cómo la burocratización de la sociedad rusa había propiciado la aparición de una nueva clase social privilegiada en la que se obtenía “riqueza del poder, no poder de la riqueza”. Hasta cierto punto, los procesos de selección actuales fomentan esa concentración, excusando bajo la apariencia de impersonalidad de ese papel mojado prejuicios y favoritismos.

Estoy echando un vistazo a mi perfil de LinkedIn y, por decirlo coloquialmente, estoy flipando. ¿Quién demonios es este señor? ¿En qué momento se me ocurrió que escribir en la biografía “me gustan las palabras” era buena idea? ¿Por qué cuatro amigos han considerado que soy muy apto en “mercadotecnia en medios sociales”, que no sé muy bien qué es? Tan solo espero que, si algún día pasa algo y de repente un montón de gente tiene que buscar información sobre mí, no se guíen por esta ficha. No hay nada más alienante que intentar verte reflejado en esta lista de supuestos logros, formaciones y experiencias. Ese, desde luego, no soy yo.

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