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Un café con Jeff Koons: “No bebo café”
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Peio H. Riaño

Animales de compañía

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Peio H. Riaño

Un café con Jeff Koons: “No bebo café”

“Si no fuera artista, sería filósofo”. El cafelito con el artista empieza por todo lo alto

Foto: El artista Jeff Koons entra en contacto con una de sus obras, "Langosta", incluida en el Guggenheim. (EFE)
El artista Jeff Koons entra en contacto con una de sus obras, "Langosta", incluida en el Guggenheim. (EFE)

Simago es cursi, el Corte Inglés es kitsch. Ana Belén es cursi, Madonna es kitsch. Fernando Botero es cursi, Jeff Koons es kitsch. Dos periodistas peleando por una firma y un dibujito del artista en el catálogo de la exposición que acaban de visitar, en el Museo Guggenheim de Bilbao, es la cumbre de la cursilería. Porque la cursilería es claramente un comportamiento social y esos periodistas, junto a la decena que hacía cola para que Koons repitiera el gesto sobre sus libros después de una copiosa comida a cargo del museo, confirmaban la vigencia del mal gusto.

Por otro lado, ya puedo decir que he visto a Jeff Koons dibujar. Él mismo adelanta que dibuja todos los días… “con la mente”. Y si le preguntas por si se apuntará a clases de dibujo, como hace poco aseguraba Tracey Emin, te contesta que lo importante es el trabajo en equipo. O sea que no.

Y las cadenas de Todo a cien dejarán de llamarse Todo a cien para ser Todo Koons

Flequillo ochentero

“Si no fuera artista, sería filósofo”. El cafelito con el artista empieza por todo lo alto. La organización ha preparado un encuentro íntimo, para que la mega estrella de las subastas se explique mejor. Ya advierte que no toma café, que todos los días levanta pesas y que viste con Dior. Hoy viene de traje azul y corbata gris metalizada. Para que algo sea sinceramente kitsch, como decía Leopoldo Alas Mínguez, debe brillar o brillar mucho. Lo sinceramente kitsch cumple siempre con una apariencia magníficamente falsa. Él está aquí para certificarlo.

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Después de haber bailado para los fotógrafos y alimentado las portadas y los telediarios, llega la hora de la introspección. Habla bajito, se reclina sobre la silla. Sonríe. De momento, ningún periodista le ha pedido un selfi. Pero se lo haría, porque es amable y entregado, y a sus sesenta contesta lo que le da la gana a las preguntas que menos le apetecen -sin perder ni la sonrisa ni el flequillo-, como lo del dinero o las malas críticas que cosecha. Todas las respuestas, como buen multimillonario, acaban en la deriva de la espiritualidad: “Un artista es alguien capaz de conectar con otra gente. El arte es fresco y excitante”. Este es el punto de fusión con el publicista que lleva dentro.

Koons mantiene su peinado desde los ochenta. Es un dato de suma importancia para quien glorifica el presente desde las aspiraciones económicas y culturales de la clase media baja. Tiene esa habilidad: hace del efecto producido cuando los medios son insuficientes para alcanzar los fines deseados (o sea, lo cursi y lo kitsch) protagonista del museo. Las masas acuden –enloquecidas, claro- a verse reflejadas en las aspiradoras en vitrinas, los balones de baloncesto en agua, Michael Jackson en versión Lladró, globos a tamaño gigante o un perro gigante de 38.000 flores a la entrada del centro. La cursilería es una metáfora del cambio cultural.

“¿Te has fijado en sus manos?”. “No. En las manos no me fijo nunca, lo primero que miro son los zapatos. Y los traía impolutos. Es tan elegante, con su traje entalladito”. Conversaciones a vuela pluma sobre un hombre sin pasado, que se apropia de la historia del arte europea para hacer emerger sus mitos, sin ánimo de ridiculización. “Ahora estoy centrado en Velázquez, Goya, El Greco y Picasso”. Agárrate. Es lo siguiente, lo que viene, la próxima serie que volverá a hinchar y reventar los precios.

placeholder En plena acción, en el Guggenheim de Bilbao. (REUTERS)
En plena acción, en el Guggenheim de Bilbao. (REUTERS)

Aquí viene una definición de arte: “Para mí lo importante es la honestidad”, responde Koons. Es mentira, claro. El kitsch, en esencia, no es sincero: destruye los modelos tratando de recrearlos. Es un producto de la industrialización avanzada y el consumo masificado. “Hulk es como un dios que guarda un templo”, explica sobre una de las piezas incluidas en la exposición.

Es como un gran niño. Eso dice. Porque tiene la energía de cuando joven, aunque con más experiencia. “Los artistas mejoran con el tiempo”. Está realmente preocupado con el envejecimiento. Y no se le caen los anillos al compararse con Leonardo da Vinci. “Soy muy generoso conmigo mismo. Mi situación es privilegiada. Soy un líder: siempre trato de ser mejor de lo que soy y siempre trabajaré para ser el mejor artista posible. No soy ansioso, pero sí un poco ambicioso”.

El café que no se ha tomado le hace sincerarse, todo lo que su propia falsificación le permite. Sigue hablando del amor y de la satisfacción, de una vida sin complicaciones ni críticas… de la posibilidad de que las obras mejoren la vida de los visitantes de la exposición. Habla de mentiras y nos encanta.

Simago es cursi, el Corte Inglés es kitsch. Ana Belén es cursi, Madonna es kitsch. Fernando Botero es cursi, Jeff Koons es kitsch. Dos periodistas peleando por una firma y un dibujito del artista en el catálogo de la exposición que acaban de visitar, en el Museo Guggenheim de Bilbao, es la cumbre de la cursilería. Porque la cursilería es claramente un comportamiento social y esos periodistas, junto a la decena que hacía cola para que Koons repitiera el gesto sobre sus libros después de una copiosa comida a cargo del museo, confirmaban la vigencia del mal gusto.

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