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La vida es bella y sádica
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Marta Sanz

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La vida es bella y sádica

En algunos libros importa el arte y la belleza. Y no son libros reaccionarios, pese a que exista un prejuicio crítico que intenta marginar la preocupación

Foto: La modelo Elena Giovetty posa en Expobelleza Andalucia (Reuters)
La modelo Elena Giovetty posa en Expobelleza Andalucia (Reuters)

En algunos libros importa el arte y la belleza. Y no son libros reaccionarios, pese a que exista un prejuicio crítico que intenta marginar la preocupación por lo bello metiéndola en el saco de la frivolidad o el desencanto. Como si la belleza no produjese a menudo una perturbación que está en sintonía con un concepto de cultura que aspira a tomar partido e incluso a intervenir en el curso de los acontecimientos.

Los artistas reaccionarios se apropian de la belleza igual que los políticos conservadores se apropian de la libertad, para rellenarla con significados comerciales. Los libros de los que hablamos hoy muestran que la belleza forma parte de la realidad y que no tenemos por qué escatimarla de las representaciones de esa misma realidad. Que palabras e imágenes tal vez sirvan para algo, porque “el arte es la única actividad humana que nos enseña que la vida es más importante que el propio arte”. Así reza en la contraportada del primer libro del que vamos a hablar hoy. Una contraportada que, a diferencia de otras, no genera falsas expectativas en sus lectores.

Niños en el tiempo

Aunque Ricardo Menéndez Salmón dice que su libro tiene poco que ver con el legendario tema de Deep Purple, Child in time, identifico en los agudos de Ian Gillan algo dramático, visceral y luminoso que también encuentro en esta novela recientemente publicada por Seix Barral. Sin embargo, frente al tópico que asocia el ruido con la vida, el silencio aparece como origen y todo este libro es un modo de deshacer dicotomías falsas: vida y literatura, fondo y forma, ética y estética, lo bello y lo horrible, el dolor y el placer, silencio y ruido…

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En todo caso, en Niños en el tiempo el poder de la palabra irradia de una colección de imágenes que no se puede olvidar porque es a la vez horrible y hermosísima. Perturbadora: una madre que acaba de perder a su hijo se atraviesa la mano con un tenedor; una perra muere desventrada; Lavinia se pone enferma… Sucesión de momentos culminantes que el novelista consigue tejer sin que se resienta la verosimilitud y sin saturar la sensibilidad de un lector/espectador que cada vez se cansa antes de casi todo.

Bajo el título hay tres historias –La herida, La cicatriz y La piel- que en realidad son la misma. Sin embargo, cada pieza podría funcionar autónomamente y algunas páginas son poemas en prosa, rezos que, como vuelve a señalar la contraportada, sirven para exorcizar el dolor y devolvernos no a quienes hemos perdido sino a nosotros mismos…

Este leitmotiv se relaciona con la concepción estructural de un libro pautado en tres movimientos: pérdida de un hijo, literatura como recuperación de una infancia, decisión de tener un hijo. Muerte, arte, vida: la posición central y vertebradora del texto literario entre dos acontecimientos no es casualidad.

Literatura y religión

Menéndez Salmón es un escritor poéticamente desacomplejado. Su escritura nos da una pista sobre la intrepidez del escritor en una época en la que nos roban el significado de ciertas palabras. El novelista traslada al ámbito laico palabras como “bendición” en un texto donde planea lo religioso de una manera iconoclasta: tanto en el sentido de la ortodoxia religiosa como en el de las concepciones de la literatura como “religión”… La cuestión religiosa remite a otro de los asuntos de Niños en el tiempo: la inefabilidad.

El narrador de La cicatriz escribe: “Hay cosas que no se pueden decir, solo se pueden mostrar”… En La piel el personaje de Helena cree que esa aproximación al lenguaje y la literatura es reaccionaria. La pluralidad del punto de vista invita a los lectores a preguntarse si hay cosas que no se pueden contar porque no existen palabras para hacerlo o si, por el contrario, la inefabilidad no sería más que pudor.

placeholder Ricardo Menéndez Salmón (EFE)

En Niños en el tiempo literatura y religión se funden en un punto: quizá los relatos legendarios  nacen para superar la insoportable idea de la muerte y las sagradas escrituras son literatura fantástica a la vez que la literatura fantástica actúa como propaganda. El texto está recorrido por fetiches, exvotos, reliquias -el tirabuzón blanco de Lavinia- y la escritura es un modo de objetualizar la vida. Incluso es posible que los textos literarios también sean fetiches.

Todos los niños son nuestros niños

El dolor es obsceno. Y este libro se mueve en el territorio de lo innombrable, de Lo que no está escrito como la novela de Rafael Reig publicada por Tusquets; de La hora violeta (Mondadori) de Sergio del Molino donde toda la narración constituye la búsqueda de una palabra que no existe en el diccionario: la que nombraría a los padres que se quedan sin sus hijos…

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La literatura puede ser un espacio de frustración –no se aprende nada de ella- pero, frente a la moral judeocristiana, tampoco aprendemos nada del sufrimiento mudo. Tal vez lo hagamos del relato del sufrimiento, de la necesidad de poner orden en el caos. Ese concepto pagano del arte resulta consolador.

Pese a todo, aunque necesitamos nombrar el mundo, ordenarlo, el lenguaje es un escamoteo. La memoria sólo lo es en la medida en que se constituye como relato y el relato siempre selecciona. Hay selecciones que son una usurpación, por ejemplo, la que los evangelistas hacen de esa infancia de Jesús que Menéndez Salmón imagina en la brillante segunda parte del libro…

En la novela se alude a los evangelistas como embaucadores, pero a la vez Antares, al dar su versión de los hechos, también selecciona, y a su vez Menéndez Salmón también lo hace, ratificando el tópico de que escribir puede ser una forma de embaucar o de decir verdades a través de las mentiras.

Como en La gran belleza de Paolo Sorrentino, en esta novela las epifanías tienen que ver con el amor: el amor entre José y María, la sensualidad de una es virgen que desea y despierta el deseo. Para el padre, huérfano del hijo, más que la muerte de la carne de su carne, será dolorosa la pérdida de la carne elegida: la de su mujer. Todos los niños son nuestros niños y la literatura está dentro de la vida, nunca más allá de ella.

Crímenes y cuentos de hadas

Hay quien dice que los cuentos de hadas y el relato criminal son incompatibles. Como si los cuentos de hadas fueran de color rosa y el relato criminal negro. Nada más lejos de la realidad porque el actual género negro es gris y, desde sus orígenes, las narraciones feéricas están minadas de injusticias, muertes violentas y de un catálogo de parafilias y relaciones familiares disfuncionales. Padres perdidos o ausentes.

Las hadas muertas es una novela extraña en el mejor sentido: quiebra la expectativa del lector negrocriminal, para entonar una elegía no desesperada

Padres de los que siempre estuvimos huérfanos -¿se acuerdan de El padre de Blancanieves (Anagrama) de Belén Gopegui?- o que, al morirse, nos dejan en manos de monstruos y madrastras. Si Menéndez Salmón caligrafía el poder de la literatura y la pérdida del hijo, en Las hadas muertas (Sibirana Ediciones) Jorge Sanz escribe bellamente el relato de la pérdida del padre. Las hadas muertas es una novela extraña en el mejor sentido: quiebra la expectativa del lector negrocriminal, para entonar una elegía no desesperada.

Sanz, a través de la mirada de Merencio –un personaje sensible a la belleza- investiga una serie de asesinatos que escenifica la crueldad de los cuentos de hadas e incide sobre esa dimensión de la literatura que nunca es inocente: la que hace temblar a los niños al imaginar cómo las hermanas de la Cenicienta, en la versión de Perrault, se cortan el talón con un cuchillito para que les entre el zapato de cristal. En esa factura del orden que es la muerte –criminal o natural-lo que importa es la pérdida de una mirada y un amor que parecían eternos. Los retratos del padre de Merencio y de Eugenio, el perro que mea selectivamente ciertos tobillos, resultan entrañables. Entrañables no es una palabra fea.

placeholder El Roto y el arte

El Roto y la idea de que la cultura no es la guarnición del filete

Lo primero que me viene a la cabeza observando las imágenes que Andrés Rábago, El Roto, propone en Oh, la l´art! (Libros del zorro rojo) es que el pintor-columnista-dibujante-filósofo-ciudadano-ilustrador hace una sátira del mundo del arte sacando a la luz elementos de la ideología invisible: cuestiona El Roto, por ejemplo, la creencia casi indiscutible de que los cocineros son artistas de vanguardia. La imagen de la mujer que lleva a la mesa un pollo asado pintado en un lienzo forma parte de esa mirada satírica que revela una inteligencia expresiva y una capacidad de síntesis poco comunes: la interrogación en torno al estatus artístico de la gastronomía se complementa con la tradicional y nunca resuelta oposición entre lo vivo y lo pintado -¿se acuerdan de La lección del maestro (Cuadernos de Langre) de Henry James?-

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Frente a cierta pseudo-contemporaneidad, Rábago recupera un concepto moderno del arte y se enfrenta a esa ética del mercado que convierte a lectores, espectadores, observadores, contempladores y paseantes, en meros clientes. Radiografía a un público que tiene conectado el ojo de la cara con el ojo del culo: un público que para contemplar un cuadro se baja los pantalones y pone el culo en pompa. Frente al arte de los cocineros y de las grandes superficies, El Roto pinta carpas de circo y artistas suicidas que alcanzan un único éxito: el de su propia muerte transformada en espectáculo. Contra la serialización y el artista-sapo que espera un beso para metamorfosearse en Warhol, El Roto concibe artistas peligrosos –señalizados como perros que muerden- que utilizan el pincel como arma de caballero andante y poesía cargada de futuro.

Frente a los tiburones disecados de Damien Hirst, Rábago nos ofrece la imagen de un tiburón muy similar que lleva entre sus poderosas mandíbulas el brazo arrancado del pintor: el artista relata el asesinato de la pintura y nos interroga respecto a nuestra posición como consumidores/productores de arte. Nos obliga a ajustar el catalejo para decidir dónde está el límite entre la intrepidez artística y la tomadura de pelo y cuál es el tope moral de la espectacularidad en un contexto corrompido por la lógica económica del sistema. Oh, la, l´art refleja una preocupación por la cultura, que la prestigia, la coloca en primer plano y no la trata como voluta o guarnición del filete. No es “lo que adorna”. Con esa perspectiva no es de extrañar que el libro se cierre con una cita de Guy Debord: “En un mundo verdaderamente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”.

Un alfiler en mitad de la pupila

Las imágenes de El Roto son corrosivamente conceptistas y a veces también lo son los eslóganes y aforismos que las acompañan: “Arte conceptual (precios figurativos), “El arte es lo que se expone donde se expone el arte”. El medio es el mensaje y el continente  define el contenido. El Roto es un idealista combativo, un utópico imprescindible, la antítesis de ese escepticismo que a menudo se atribuye injustamente a los satíricos. ¿Será Rábago el William Hogarth de su tiempo? A Hogarth se le relaciona con Fielding de modo que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, recomiendo la lectura de su punzante y divertido Tom Jones (Cátedra). Nunca encontrarán en una novela criados menos babosos, buenitos y complacientes. Los criados de Fielding son criados resentidos.

Los dibujos sobresalen por su movimiento, expresividad, por el uso de unos colores que parece que siempre están a punto de gastarse, por el trazo y la caligrafía de molde, por la búsqueda de una fisonomía humana que resulta significativamente anticuada, por la síntesis de elementos antagónicos –oxímoron- que desemboca en una manera distinta de ver la realidad y de hacer visible esa ideología invisible que se concreta en nuestras acciones cotidianas. El Roto nos clava un alfiler en mitad de la pupila. No es sadismo: es necesidad.

En algunos libros importa el arte y la belleza. Y no son libros reaccionarios, pese a que exista un prejuicio crítico que intenta marginar la preocupación por lo bello metiéndola en el saco de la frivolidad o el desencanto. Como si la belleza no produjese a menudo una perturbación que está en sintonía con un concepto de cultura que aspira a tomar partido e incluso a intervenir en el curso de los acontecimientos.