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“Señor, ya estamos solos…”
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El Cultiberio

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“Señor, ya estamos solos…”

Días raros estos. Debe de ser el cansancio, o la proximidad de la primavera (en Madrid ha habido un invierno benigno y seco que todos los

Días raros estos. Debe de ser el cansancio, o la proximidad de la primavera (en Madrid ha habido un invierno benigno y seco que todos los taxistas, ¡todos!, achacan, horrorizados como beatas de misa de ocho, al “cambio climático”), o yo no sé qué, pero este caballo que tanto les quiere y les necesita a ustedes, cada vez más cansado, ha caído en el veneno de la poesía.

Entiéndanme. No escribo poesía, eso es lo más difícil que hay en el mundo y mi desvencijado caletre no dio nunca para tanto. Pero la poesía me asalta en estos días, no sé por qué; me acecha, me sorprende desarmado, y hay versos que se me cuelan en la cabeza y no salen, se quedan ahí dando vueltas. Y eso es, a veces, muy duro.

El sábado pasado, por ejemplo, en el Auditorio Ramón y Cajal de la Universidad Complutense, yo estaba hecho un verdadero flan. Ya se lo conté el otro día: se ofrecía al público el “concierto teatral” (vamos a llamarlo así) “Rossini, cinco obras maestras”, en el que los jovencitos de la Orquesta Iuventas, dirigidos por un Juan de Udaeta en estado de gracia santificante, interpretaban cuatro oberturas del viejo y entrañable gordo. Y mi amigo Luis Algorri, vestido a la usanza del XIX y maquillado magistralmente por Paco Barquinero (un genio absoluto que derrocha su talento en el Teatro Real), interpretó el papel del propio Rossini: esto es, hizo los cuatro divertidos monólogos que ambos escribimos hace un par de años para otra orquesta genial, la andaluza Arsian.

Luis, irreconocible con su disfraz y su caracterización, estaba tan tranquilo desde las nueve de la mañana. El muy canalla. El que estaba fatal era yo. Tenía la sensación de que algo iba a salir mal, muy mal, pero no sabía qué. El presagio de una catástrofe: lo mismo que les pasa a las gallinas cuando va a haber un terremoto, que se ponen todas malísimas. Yo, durante el ensayo previo, iba y venía por allí contrito y gemebundo, hecho un alma en pena: por el escenario en el que Udaeta perfilaba los últimos matices con los chicos, por el desolado patio de butacas, por el camerino en el que Barquinero pintaba, empelucaba y empatillaba a Luis. Paco lo miraba como El Greco habrá mirado a El entierro del conde de Orgaz: le metía tres rayas en la cara, luego se echaba un paso atrás, contemplaba con toda atención el efecto y, a renglón seguido, otras tres rayas. Y así. Algorri, que no veía cómo le echaban encima treinta años en veinte minutos, estaba tan fresco y tan feliz, pero a mí se me llevaban los demonios. Un trozo de un poema me roía las tripas. Hasta que lo eché:

–Luisito, sobre todo estate tranquilo, ¿eh?

–Pero si estoy tranquilo.

–Ya, ya. Pero hay cosas que los dioses no saben hacer solos.

–Eso es un verso de Miguel Veyrat –sonrió, cómplice–, ¿por qué me lo dices ahora?

–No lo sé, no lo sé. Para que estés tranquilo.

–Pues sí que me das tú ánimos, O penco maledetto! –ahí soltó una de sus carcajadas–; anda, vete y déjame en paz, que el que tiene que calmarse un poco eres tú.

Le hice caso. Ya me iba a fumar fuera cuando me llamó:

–Y a ese verso ya te contestaré luego. Pero tranquilo. Todo irá bien.

Así fue. No hubo ninguna catástrofe. Todo lo contrario. Como gallina profeta soy un desastre, lo admito, y menos mal. Los chicos de la Iuventas tocaron como pocas veces, a pesar de que la obertura de Il Barbiere di Siviglia (que era la primera) les saliera un pelín rácana y que alguno se acordara de la madre que parió a algún trompista. Udaeta estuvo sencillamente espléndido, como es costumbre en él, y Luis… Bueno, Luis no es un actor ni lo será nunca, pero lo cierto es que la gente se mondaba de risa con nuestro texto. Disfrutó e hizo disfrutar a la gente con su acento italiano popolare y exagerado, con sus gestos de viejo cascarrabias pero tierno, con las deliciosas bromas que se gastaban él y los músicos de la orquesta. Los chicos, teatralmente, estuvieron insuperables. Se levantaban, se sentaban, hacían gestos de desesperación… Una delicia. Por ejemplo: mientras “Rossini” contaba cosas de su vida, tenían que fingir que se aburrían, eso es lo que se había ensayado. Unos se hacían los dormidos, otros bostezaban, o se rascaban, o conversaban entre sí en voz baja… ¡Pero el colmo fue cuando dos flautas, sin que nadie les hubiese dicho nada, se pusieron a jugar a las cartas! Y luego, al final, saltándose taimadamente el guión que todos tenían, el gamberro de Algorri ofreció al maestro Udaeta, para dirigir la celebérrima “carga de caballería” de la obertura de Guillermo Tell, ¡un látigo! Eso era una sorpresa suya, no lo sabíamos ninguno y fue el colmo…

Un exitazo, hay que admitirlo. Por allí andaban, entre muchísimos más, el director de cine Carlos Serrano, el diseñador Paco Chamorro, el maestro de periodistas José Yoldi, la escritora Ana Serrano, la profesora Marisol Carrasco, el compositor y director José Luis Turina, la productora discográfica Elvira Queimadelos, el poeta Antonio Illán, la agente musical María de la Embriscación Martínez Borrascas y Bernaldo de Quirós, el periodista Carlos Menéndez, desde luego el inmenso Veyrat, el escritor Ignacio Merino, la cineasta María José Muñoz, el editor Jacques Schnieper (estos cuatro últimos hermanados)… Yo qué sé. Casi diez minutos de aplausos, la gente entusiasmada y Luis, que estaba agotado pero feliz, se vino a comer, con su familia y sus amigos, ¡vestido de Rossini! Eso sí, sin la peluca y las patillas. Acabamos a las tantas cantando, medio piripis todos, cosas del Renacimiento español. Y en esto que Algorri se levanta y viene hacia mí, que estaba en el otro extremo de la mesa, y me dice al oído:

–No sé lo que los dioses sabrán hacer solos. Que te lo diga Veyrat, que aquí lo tienes. Pero sí sé que la gente corriente, como yo, necesita el calor de los amigos para ser feliz. Gracias, Inci, hermanito.

Y yo pude, por fin, quitarle el tapón a la bañera de mis emociones contenidas y llorar un poco. Sería el vino.

EN LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Salvador Gutiérrez es uno de esos hombres no sólo sabios, sino esencial, machadianamente buenos, que la vida le regala a uno aunque está claro que uno no se lo merece. El ilustre profesor tuvo la gentileza de invitar a este caballo a su toma de posesión del sillón “S” de la Real Academia Española, en el que sucede nada menos que a Julián Marías y a Wenceslao Fernández Flórez. Con Salvador entra un prestigiosísimo lingüista en el edificio de la calle de Felipe IV. Edificio tomado al asalto, al menos aquella noche, por una turbamulta de ilustres leoneses, porque el nuevo académico da clase en la Universidad de León. Y fueron todos. Muchos en un autobús que alquilaron juntos.

Qué hermosura ver al gran Salvador, tan tímido, vestido de riguroso chaqué, ingresar en el egregio “corralito” de los académicos, algunos viejos y venerables como Anson, Adrados o Lledó; otros más jóvenes y hasta algo zascandiles y divertidos, como Luis Mateo o Sánchez Ron. No estaban todos, hay que admitirlo. Algunos, por edad (Ayala, Delibes, Sampedro); otros, por lejanía (Vargas Llosa) y otros, por no se sabe bien qué (Cebrián, Nieva). Pero el acto fue espléndido, como siempre lo es en esa casa de la cual lo menos acogedor es, precisamente, el salón de las solemnidades.

Yo, lo confieso, lo pasé mal. Nadie tiene la culpa más que yo, que ando, les decía ahí arriba, amenazado por la poesía desde hace algún tiempo. Salvador leyó un espléndido y riguroso discurso de 55 páginas que se titulaba Del arte gramatical a la competencia comunicativa. Una de las enseñanzas que pueden sacarse de ese ensayo es que las palabras, o las frases, no son iguales ni significan lo mismo siempre: depende de cómo, de quién, de cuándo se digan; del tono y hasta de la intención. Y hasta del orden. El significado puede variar por completo.

Bien hasta ahí. Pero no me esperaba la puñalada que me llevé. Estas cosas no se esperan, eso es imposible. Hablaba mi buen amigo de la competencia discursiva y del efecto que produce en el lector (o en el oyente) la alteración del orden de las palabras en una frase… o de los versos en un poema. Él dice que es una “violación” de la competencia discursiva. Sin la menor duda no sabía hasta qué punto esa violación podía ser intensa, extrema, casi literal, en algunos. Decía Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro. Yo eso no lo sé, seguramente es cierto, pero lo que sí tengo comprobado es que la poesía es un arma cargada. Y cuando se dispara puede ser terrorífico. Lo digo porque el buen Salvador Gutiérrez leyó, con voz premeditadamente cansina y alterando el orden de los versos, un poema breve de Machado.

Pero luego volvió a leerlo, esta vez con los versos en su sitio y con un tono de voz que a mí me partió el espinazo:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Ahí Inci desapareció de la Real Academia, se lo juro, y se vio transportado, sin remedio, por la violencia brutal de la poesía, a Fuerteventura, a una Nochevieja en Fuerteventura… Ahí a Inci se le clavó en el corazón un… una… Cómo explicar, cómo decirles ahora… Oh, qué será de aquella playa nuestra, de nuestro mar… Cómo sobrevivir a la pregunta “Qué habrá sido de ti, mi amor”… Por qué tuvo que leer eso Salvador, precisamente eso, Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar… Señor, ya estamos solos

Perdonen ustedes. No puedo seguir escribiendo ahora. Buenas noches. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar…

Ilustraciones de Julio Cebrián

Días raros estos. Debe de ser el cansancio, o la proximidad de la primavera (en Madrid ha habido un invierno benigno y seco que todos los taxistas, ¡todos!, achacan, horrorizados como beatas de misa de ocho, al “cambio climático”), o yo no sé qué, pero este caballo que tanto les quiere y les necesita a ustedes, cada vez más cansado, ha caído en el veneno de la poesía.