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¡Zetapé quiere prohibir las procesiones!
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¡Zetapé quiere prohibir las procesiones!

La de años que hacía que no participaba yo en una procesión. Verlas, sí, claro; a no ser que, en estos días, uno se largue a

La de años que hacía que no participaba yo en una procesión. Verlas, sí, claro; a no ser que, en estos días, uno se largue a la Antártida, pues a ver cómo se libra (aunque ¡esa pinta de nazarenos que tienen los pingüinos! ¿Eh?), pero estar dentro, formar parte de ella, pues… ¿cuándo fue la última vez? Unos veinte años hará. No me acuerdo ya.

Todos en fila con cara contrita, la mirada baja; los hombres en silencio, las mujeres rezando o cuchicheando. Avanzábamos, ya saben ustedes, a trechos: unos pasos, pausa; otros pocos pasos más, nueva pausa, y así. Las Fuerzas del Orden presentes, como en los viejos tiempos. Música no había, pero es que la música nos esperaba dentro. Porque la procesión que digo era, en realidad, la impresionante cola que se formó (tres calles, ¡tres calles enteras de cola, mucho más de mil personas!) para entrar a la iglesia madrileña del Perpetuo Socorro, en Chamberí, donde la compañía Nao D’Amores se disponía a representar una maravilla que yo ya había visto en el Teatro de La Abadía, no sé si el año pasado o hace ya dos: el Misterio del Cristo de los Gascones. Se trata de la escenificación de una vieja leyenda piadosa segoviana, pero es que a la audaz dramaturgia (que llevaba con mano maestra Ana Zamora cuando yo vi la obra por primera vez, ¡había hasta títeres!) se añade una impagable colección de canciones medievales y renacentistas deliciosamente elegidas e interpretadas. Melodías de España y de Europa, por-que la leyenda es un prodigio de imaginación internacional.

Si no recuerdo mal, se trataba de un grupo de soldados alemanes que, allá por los albores del Renacimiento, encontraron un Cristo románico enterrado en alguna parte de Centroeuropa. Todos querían quedárselo, así que decidieron usar un método tan delicado y ecologista como eficaz para determinar quién sería el afortunado: le sacaron los ojos a una burra, la cargaron con el Cristo y acordaron que la imagen se quedaría donde la burra se detuviese. La burra, me atrevo a imaginar que bastante cabreada, echó a andar y no paró hasta Segovia, que se dice pronto. Aseguran que entró en la iglesia de El Salvador por una puerta y salió corriendo por otra, ¡qué no vería allí la pobre burra ciega! Hasta que entró en el templo de San Justo, se echó en el suelo y se murió. Los soldados que la seguían, llamados “gascones”, se quedaron a vivir en Segovia, donde hoy se venera el Cristo, que tiene los brazos articulados.

Pero nuestra “procesión” acabó mal, como a veces pasa. No había entrado ni la tercera parte de la cola cuando salió un paisano y explicó, con voz un tanto acojonadina, que en la iglesia no cabía ya ni un alfiler y que nos fuéramos con buen viento. Fue lo que yo hice mientras el resto de los penitentes comenzaba a protestar, a rebullir, a dar voces, a reclamar supuestos derechos y hasta a recoger firmas para presentarlas no sé dónde, como si las firmas tuviesen la asombrosa virtud de ensanchar o alargar los edificios.

No pudo cumplirse, pues, mi voluntad de participar en la Semana Santa de un mo-do más o menos cultural y agradable, al menos por esta vez. Porque a mí, se lo digo como lo siento, lo de las procesiones me cansa cada vez más. A duras penas comprendo ya ese fervor sobreactuado y exageradísimo que muestran, por ejemplo, muchos andaluces al paso de sus imágenes favoritas. No siempre fue así: durante muchos años me ganó la magia irresistible del barroco (las procesiones de hoy son todas barrocas, aunque las Cofradías hayan nacido siglos antes), que es un arte-sentimiento que va dirigido al corazón o a las tripas, pero sin pasar jamás por el cerebro. Es un espasmo colectivo en el que se mezclan innumerables emociones y sensaciones, desde la soberbia a la humildad, desde la estética refinada a lo kitsch, desde la pasión al chafardeo presuntuoso, desde la fe y el fervor sinceros hasta la idolatría. Pero, eso sí, todo muy apasionado. Demasiado para este caballo viejo, que está cada vez para menos pasiones. A estas alturas, la única que me sigue arrastrando es la Según San Mateo, de Bach.

Igual es que empecé con mal pie. La primera vez que vi un muerto no era un muerto de verdad: era un Cristo de madera de tamaño natural, martirizado y macilento, metido en un espeluznante ataúd de vidrio, y lo llevaban por la calle del Agua, en Villafranca del Bierzo, entre velas, redobles, cornezatos fúnebres y ayes. Yo debía de tener unos cinco o seis años; el féretro aquel pasó a medio metro de mi nariz y yo me pegué un susto tan gordo como si hubiese visto un cadáver de verdad. Luego aprendí a querer a la Semana Santa de León, que era (ya no lo es) solemne, adusta, antigua y severa. O sea, una maravilla. Ahora la han convertido en una especie de desfile de modelos, porque las Cofradías fundadas en los últimos años (¿de verdad estamos en tiempos de fundar cofradías?) llevan unos atavíos tan espectaculares que más parecen pensados para fiestas de moros y cristianos en Levante. O para Eurovisión. Cómo disfrutan los jovencitos y jovencitas de mi pueblo yéndose a tomar vinos por las tascas del barrio viejo, disfrazados de húsares de la Reina, haciendo revolear las capas bordadas… y con la cara descubierta, claro, para mejor fardar. Vaya penitentes.

Este caballo se asombró en la Semana Santa de Málaga, se mareó en la de Sevilla (lo que yo vi en Sevilla no era una procesión: era una catarsis colectiva, un orgasmo multitudinario, un follón como la copa de un pino) y, de joven, tuvo los nísperos de patearse la enorme, descomunal, gigantesca ciudad de Jerez de la Frontera; una ciudad que, cuando vas de uniforme y marcando el paso detrás de un Cristo, adquiere el tamaño de Nueva York. Es que no se acababa nunca aquello, jolines. Por el bien de mis sucesores en la escolta semanasantera de aquel Cristo, espero que el Municipio hay mejorado el pavimento de las calles. Porque aquella noche de Juevesanto, se lo juro a ustedes, este caballo y sus animosos compañeros de uniforme se acordaron cien mil veces del señor alcalde (que nunca he sabido quién era), de la madre del señor alcalde, de la abuela, bisabuela y de toda la parentela del señor alcalde en línea ascendente directa hasta la Casa de Trastámara. Mi amigo Paco Olmedo, que era flaco y muy poquita cosa, y que se cansaba enseguida, debió de llegar hasta los visigodos.

Años después, ya dedicado a escribir, se me metió en la cabeza averiguar qué fuerza humana o divina empujaba a tantísimas y tan variadas gentes (comunistas, anarquistas, ateos confesos, gente corriente, cristianos con o sin fe, meapilas, niños: de todo) a vestirse de hábito y a desfilar durante horas por las calles, acompañando o cargando a cuestas un “paso” que pesa como un demonio. Y lo que hice fue… pues eso: hacerlo. Pedí permiso, me vestí de negro, me tapé la cabeza con un capillo y me eché al hombro, durante nueve horas, al Nazareno de mis culpas. Cuando concluyó aquello, yo estaba hecho migas; caminé durante tres días escorado varios grados a estribor. Pero también estaba feliz. Y muy emocionado. Lo había entendido todo… y ya sabía, para siempre, que jamás sería capaz de explicarlo. Porque la Semana Santa se mueve, como hubiera dicho Pascal, por “razones del corazón que la razón no conoce”.

Por eso es perdurable, diga lo que diga algún sandio. El obispo de Jerez, que se llama Juan del Río, ha hecho las tradicionales declaraciones que siempre repiten los clérigos en estas fechas: que menos bulla, menos vacaciones, menos turismo, menos alegría, y más devoción y recogimiento. Esta gente es que es la alegría de la huerta. Pero es que el obispo jerezano ha ido más allá: ha soltado por esa boca que este Gobierno “laicista”, si pudiera, prohibiría las procesiones.

Bueno, hombre, bueno. Tengo la suerte (¿es una suerte?) de conocer a este señor: he cenado y conversado con él. No es mala gente, pero el pobrecito es más simple que el mecanismo de un chupete. El típico andaluz grasioso y resalao que salía en las películas de hace cincuenta años. Salvo en eso, es idéntico a la inmensa mayoría de los obispos actuales, que cumplen a rajatabla aquella máxima famosa que el “santo” Escrivá dedicaba a las mujeres en su librito Camino: “Ellas no hace falta que sean sabias: basta que sean discretas”. En este caso, obedientes y disciplinados, es todo lo que se les pide: para pensar ya están otros. Monseñor Del Río, con esa sandez, se apunta a la competición eclesiástica de “a ver quién dice la burrada más gorda”, que lleva celebrándose ininterrumpidamente desde hace al menos cuatro años. Recuerde el alma dormida lo que se gritaba en las incontables manifestaciones sabatinas “con obispos” que han seguido celebrándose hasta hace muy pocas semanas.

No, monseñor; por más que se esfuerce en hacer méritos ante sus roucos y sus varelas, no lleva usted razón. Este Gobierno no prohibiría nunca las procesiones de Semana Santa. En qué cabeza cabe que un gobierno democrático prohíba algo que siguen tantos millones de españoles. El Gobierno que sí prohibía invariablemente cualquier acto público, del tipo que fuera (hasta bodas y funerales), que no estuviese de acuerdo con sus creencias nacionalcatólicas, era otro: el de Franco, ¿no lo recuerda Su Ilustrísima? Sí, hombre: aquel señor algo corto de estatura bajo cuyo despotismo la Iglesia tuvo más poder y más privilegios en España que nunca antes desde Felipe II. Así que no diga tonterías, monseñor, aunque su preparación y sus luces le hagan correr ese riesgo dos de cada tres veces que abre la boca, como yo mismo pude comprobar en aquella cena. ¿A quién pretende cabrear ahora Su Ilustrísima? ¿De verdad piensa que la gente que aún le escucha se va a tragar esa mentecatez? ¿En serio se cree que los ciudadanos son tan tontos como para merendarse una bobada semejante sin que les dé la risa? Pero no se esfuerce en responder, monseñor; no le dé al asunto demasiadas vueltas, que se me agota.

Ya concluye la Semana Santa… así que, en la medida de lo posible, disfrutemos de la primavera que ya llega. Como decía Henrich Schütz en aquel madrigal que cantábamos de chicos, “O Primavera, / gioventù dell’anno, / bella madre dei fiori, / d’erbe novelle, di novelli amori”. A ver si tenemos suerte y no sale ningún tonto con mitra voceando que el Gobierno laicista también la quiere prohibir.

Ilustraciones de Julio Cebrián

La de años que hacía que no participaba yo en una procesión. Verlas, sí, claro; a no ser que, en estos días, uno se largue a la Antártida, pues a ver cómo se libra (aunque ¡esa pinta de nazarenos que tienen los pingüinos! ¿Eh?), pero estar dentro, formar parte de ella, pues… ¿cuándo fue la última vez? Unos veinte años hará. No me acuerdo ya.