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Las manos del maestro Antón
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El Cultiberio

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Las manos del maestro Antón

"Esto es el no parar. A algunos de ustedes los vi en la hermosa “ronda” valleinclanesca del pasado miércoles, La noche de Max Estrella, que

"Esto es el no parar. A algunos de ustedes los vi en la hermosa “ronda” valleinclanesca del pasado miércoles, La noche de Max Estrella, que viene a ser como la procesión bufa del “Entierro de Genarín” del Juevesanto leonés pero por lo fino, con mucha más literatura que alcohol y gamberreo. El jueves fue la locura de los teatros. No había en el día horas ni resistencia física para ver todo lo que merecía la pena ver, así que me decidí por una joya que no sé si se repetirá: la lectura dramatizada que se hizo en el teatro Albéniz de El viaje a ninguna parte, una de las obras maestras de Fernando Fernán-Gómez que, por esas cosas que tiene la vida (“llamamos azar a los mecanismos de la existencia que no entendemos”, decía Borges) yo acababa de releer en su encarnación novelesca, porque ya saben ustedes que El viaje fernangómico es como la pasta italiana: tiene multitud de formas, desde serial radiofónico a guión cinematográfico, y no hay manera de saber en cuál de sus variaciones culinarias es más sabrosa. Y más amarga. Pero sobre todo más hermosa.

Ahora bien, para este “Culti” me guardé algo mejor. Ya saben ustedes que este caballo viejo y solo anda ya muy escaso de pasiones, pero sí conserva, con uñas y dientes, algunas devociones que le alimentan las escasas y macilentas ganas de vivir. Y jamás me habría perdonado faltar, en el Teatro Monumental de Madrid, al estreno absoluto de dos obras de uno de los más grandes compositores que conozco: Antón García Abril, mi venerado, admirado, lúcido, prolífico, juvenil, esencialmente bueno y guapo (es que es guapo, coño) maestro Antón.

La Orquesta de RTVE, dirigida esta vez por el eficaz y limpísimo José Miguel Rodilla, estrenaba Alhambra (en realidad es la recreación, casi de los pies a la cabeza, de una obra escrita hace diez años por encargo de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín) y tres canciones, llamadas Del jardín secreto, sobre viejos poemas de Antonio Gala. Las cantó, con una voz que tenía mucho que ver con el jade o con la savia de los sauces, la impresionante Ana María Sánchez.

Yo no sé lo que pasa con este hombre. El día en que un científico loco descubra el modo de traspasar los límites del tiempo, o de teletransportar a alguien a un lugar remoto, quizá sólo soñado, se va a llevar un disgusto, porque eso ya lo había inventado el maestro Antón. Tú estás sentado en tu butaca del Monumental y, en cuanto comienza Alhambra y suena el primer dibujo del oboe, alguien o algo te atiza un empujón que tú no esperas y cruzas sin remedio una puerta translúcida que te lleva a un lugar que no conoces, pero en realidad sí lo conoces porque está dentro de ti. ¿Es la Alhambra de Granada? Pues eso no lo sé. El maestro Antón establece de inmediato un espacio quizá invernal cuyo suelo está cubierto de un manto de hojas caídas, hojas amarillentas o rojas u ocres, todas en compás de tres por cuatro (todas no: algunas están en seis por ocho) sobre el que te invita a caminar. Allá al fondo, velado por la niebla, hay algo que pudiera ser la Alhambra.

"Pero no la de verdad, no el hermoso edificio rojizo que visitan a diario marabuntas enteras de japoneses, sino tu Alhambra, la que guardas en el alma para cuando estás dormido, porque echas a andar sobre la alfombra de hojas ternarias y antes o después te das cuenta de que estás caminando por el país de los sueños, y la música del maestro Antón te conduce, te acompaña (jamás te impone nada), te hace ver que allí se juntan los paisajes, las épocas, los episodios y los recuerdos. Sean tuyos o no, eso es lo mejor de todo. Porque Antón García Abril no te agarra de la oreja y te describe, como si fueras tonto, el salón de Comares, o el patio de los Arrayanes, o el Peinador de la Reina, o el palacio circular de Carlos V. No, Antón no hace “postales musicales”. Él te lleva a lugares que tú recuerdas o has soñado, y de pronto, cuando la partitura vuelve al principio, cuando sobre el feble manto de hojas de la orquesta se ponen a llamarse unos a otros un oboe, una viola y un violoncelo, y al final acude el violín, tú te ves no en los parajes pintados o fotografiados de la Oficina de Turismo, sino en un lugar inexplicable construido con tus propios sueños, con lo que ves o recuerdas cuando sueñas con la Alhambra, donde una vez fuiste feliz. Y miras a derecha o izquierda y te tropiezas, atónito, sonriente, asustado a veces, con los recuerdos de otros; recuerdos que no son tuyos, que pertenecen a gente que no conoces ni has visto jamás, pero que están allí también, tan reales y tangibles como los tuyos, en el mismo espacio y transgrediendo el mismo tiempo; y tú caminas por esos recuerdos ajenos y de pronto suenan cañones, o pasa un cortejo de ciento cuarenta y cuatro reyes moros, o una infinidad de sombras se ponen a bailar con toda soberbia al compás de los timbales, o en medio de uno de esos recuerdos se alza una hoguera gigantesca en cuyo trasluz se adivinan la nariz y las orejas puntiagudas de Manuel de Falla.

Y en eso, en medio de las llamas, el maestro Rodilla atraviesa el aire con una feroz estocada de la batuta y te hace polvo, te destroza, te inyecta una rabia espantosa, porque tú estabas justo en lo más intenso de la ensoñación y la estocada criminal detiene en seco la música, pincha la burbuja, libera el vapor espeso de la magia y de repente estás otra vez en tu butaca del Monumental, jadeando con cara de bobo, sin entender por qué se ha parado todo, dónde está todo, qué pasó, quién rayos te ha traído de nuevo a este puñetero lado, al de la realidad.

Es duro eso.

Menos mal que luego sale Ana María Sánchez y se pone a cantar lo que el maestro Antón hizo con algunos versos viejos de Antonio Gala. Ahí uno se acuerda inexcusablemente de Mozart, claro. Quien tiene el corazón herido (yo estoy convencido de que el maestro Antón, que es un hombre inmensamente bueno, escribe siempre pensando en no sacar más sangre de los corazones heridos) sobrevive como puede al Agua me daban a mí. Cuesta, pero se logra. Más difícil te lo pone con A pie van mis suspiros, un poema de lancinante simplicidad que Gala, creo recordar, incluyó en alguna de sus mejores obras de teatro, si no me falla la memoria en Anillos para una dama, que se estrenó hace 35 años.

Pero con No por amor, no por tristeza, el maestro Antón se arremanga y se pone a arreglar las cosas. Mozart, con el solo e inmenso poder de su música, corregía, transmutaba, cambiaba por completo la intención de los versos de su mejor libretista, Lorenzo da Ponte. Cualquiera que haya escuchado con atención Così fan tutte, por ejemplo, sabe eso. Donde había burla o maldad, Mozart ponía amor, o perdón, o dulzura. García Abril hace lo mismo: quiero decir que sabe, es capaz de hacer lo mismo. El No por amor, de Gala, es un poema amargo, afectado, rencoroso y un pelín cursi. Es lo que dice el amante abandonado cuando cree (sólo lo cree, porque eso es algo imposible) haber olvidado ya al amor verdadero que se fue. Y se venga con una sensiblería cruel, finge (yo estoy convencido de que lo finge) un golpe de lágrimas en medio de la negra sonrisa de quien se tiene por vencedor, por quien ríe mejor tan sólo porque ríe el último: “Cuando llegaste estaba escrito / entre tus ojos el final. / Hoy he olvidado ya tus ojos / y tengo ganas de llorar”.

"A nadie que haya olvidado los ojos verdaderamente amados, si es que eso es posible, le entran ganas de llorar por ello. Eso, además de cursi, es mentira. Es una venganza, una lanzada a moro muerto. Don Antonio, tan bicho como siempre. Pero ahí llega la música del maestro Antón y todo se vuelve realidad. Todo lo hace verosímil. Tal ternura, tal paz, tal sinceridad derrama sobre ese texto cruel, que uno, al oírlo en la voz de Ana María Sánchez, siente verdaderas ganas de llorar… aunque sólo sea por no poder hacerlo en medio de la interminable, sorda batalla por el olvido y la supervivencia. La música del maestro Antón lima las aristas envenenadas, modula los brotes de rencor, sofoca la sangre que exuda de las palabras y las convierte en pura belleza, en amor vivo y perenne, en nostalgia y bondad. Como en el Soave sia il vento del Così de Mozart. Y uno, que lleva ya lo suyo encima después de la catarsis de Alhambra, consiente, desarmado, que las lágrimas echen a andar por sus mejillas. En realidad no se puede hacer otra cosa.

O sí. En el intermedio, Inci se va a ver a Áurea, la guapísima mujer del maestro Antón, y le da un beso. Luego ambos se cuelan en el rellano donde García Abril, feliz, conversa con los músicos. Inci toma entre las suyas las manos y se las besa: “Tengo que besar las manos que escriben cosas que me atraviesan el alma”, dice. El maestro Antón se pone coloradísimo y abraza, riéndose, al pobre y desvalido caballo, que está hecho un flan.

Luego Inci abandona el concierto y se va a su casa. Algún merluzo ha programado la hermosa Quinta Sinfonía de Antonin Dvorák en la segunda parte. Pero cómo se puede hacer sonar a Dvorák, ni a María Santísima, después de dos estrenos de Antón García Abril. Hay gente que no sabe ni dónde tiene la cabeza. Inci, de camino hacia su casa, se da cuenta del viento y del frío amargo que hace en Madrid. Pero mete las manos en los bolsillos del abrigo y sonríe, casi feliz, aún con el corazón asilado en la Alhambra de los sueños.

Ilustraciones de Julio Cebrián

"Esto es el no parar. A algunos de ustedes los vi en la hermosa “ronda” valleinclanesca del pasado miércoles, La noche de Max Estrella, que viene a ser como la procesión bufa del “Entierro de Genarín” del Juevesanto leonés pero por lo fino, con mucha más literatura que alcohol y gamberreo. El jueves fue la locura de los teatros. No había en el día horas ni resistencia física para ver todo lo que merecía la pena ver, así que me decidí por una joya que no sé si se repetirá: la lectura dramatizada que se hizo en el teatro Albéniz de El viaje a ninguna parte, una de las obras maestras de Fernando Fernán-Gómez que, por esas cosas que tiene la vida (“llamamos azar a los mecanismos de la existencia que no entendemos”, decía Borges) yo acababa de releer en su encarnación novelesca, porque ya saben ustedes que El viaje fernangómico es como la pasta italiana: tiene multitud de formas, desde serial radiofónico a guión cinematográfico, y no hay manera de saber en cuál de sus variaciones culinarias es más sabrosa. Y más amarga. Pero sobre todo más hermosa.