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La tumba de Karajan
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La tumba de Karajan

Ahora mismo se conmemora el centenario del nacimiento de Herbert von Karajan. A este caballo le asaltan sensaciones contradictorias. Siempre me cayó mal este hombre, pero

Ahora mismo se conmemora el centenario del nacimiento de Herbert von Karajan. A este caballo le asaltan sensaciones contradictorias. Siempre me cayó mal este hombre, pero admito que los motivos son estrictamente personales. Cuando el coche que conducía un desalmado atropelló a mi perro Pol (Inci tenía 12 añitos), y le provocó una agonía de varias horas hasta que el pobrecito murió reventado en el maletero del coche en el que volábamos para tratar de salvarlo, me asaltó una tristeza infinita. Quiero decir: infinita pero soportable. El caballo, entonces apenas un potrillo que estudiaba latín con sincero entusiasmo en las mañanas de aquel verano (lo pasamos en el delicioso pueblo de Pedrún de Torío, en León), apenas había tenido contacto próximo con la muerte. Se la encontró de sopetón y sufrió muchísimo, como sucede siempre que la muerte se lleva a un ser querido, y cualquiera que tenga o haya tenido perro sabe hasta qué punto se les llega a querer; más que a muchísima gente. Pero Inci podía con aquel sufrimiento, era capaz de sobreponerse y lo sabía cuando decidió que el cadáver del pobre Pol fuese quemado y no enterrado: tumbas a las que ir a llorar, las menos posibles.

Lo que el entristecido Inci no podía suponer era que su padre, el gran Carretero, intentaría colaborar en el arduo trabajo de consolarlo… regalándole un disco. Carretero llevaba, sin la menor duda, la mejor intención del mundo, pero es que el disco elegido fue la Sinfonía Patética de Chaikovski dirigida por Karajan. El resultado fue que Inci estuvo llorando a caño libre un mes seguido, que la familia abandonó Pedrún a medio veraneo y no volvió jamás por allí, y que Inci, malgré lui, le cogió una tirria espantosa no a Chaikovski, que hubiera sido lo lógico, sino a aquel tipo de pelo gris y cara de mala leche que venía en la portada del LP: don Heriberto, cuya única culpa en todo aquel asunto había sido dirigir la Patética a los filarmónicos de Berlín de un modo tan magistral que el pobre potrillo casi se deshidrata a base de pingar el moco. Qué horror. Hoy es el día en que oigo ese disco, esa misma versión (aquí la tengo), y trago saliva veinte veces acordándome del perro.

Acabo de leer en un periódico que me niego a nombrar (el que se ha pasado tres años tomándonos a todos por imbéciles y tratando de convencernos de que las bombas del 11-M las puso ETA, quizá en colaboración con Zapatero) una magnífica entrevista que el gran Rubén Amón ha hecho al director musical del Teatro Real, Jesús López Cobos. Cuenta el ilustrísimo batuta, a quien en el mundillo musical español suelen llamar, entre risitas y envidias, ¡Jesús Loquecobro!, la tremenda impresión que le causó ver la tumba de Karajan en el cementerio de Anif, a un tiro de piedra de Salzburgo: es una fosa de tierra, abandonada y sucia, que apenas nadie visita y a la que nadie lleva flores. Cualquiera de sus vecinos de camposanto recibe más atenciones que él.

Compréndanlo. Karajan fue el músico más poderoso y más rico de todo el siglo XX. Hizo más de 800 grabaciones discográficas (aparte vídeos y registros piratas) y vendió más de 200 millones de discos. Se hizo nombrar director vitalicio de una de las mejores orquestas del mundo, la Berliner Philharmoniker. Elegía los repartos de sus grabaciones, tanto operísticas como sinfónico-corales, y se cuentan con los dedos de una mano quienes se atrevieron a decirle que no cuando los llamaba. Elevó al estrellato absoluto a numerosos intérpretes, como José Carreras o Anne-Sophie Mutter, y destruyó sin la menor misericordia la carrera de otros cuyos nombres no sobrevivieron al desprecio del todopoderoso salzburgués. Karajan estará siempre asociado al color amarillo, porque la inmensa mayoría de su obra discográfica la grabó con la Deutsche Gramophon: sólo con las ventas de sus discos, los biznietos de los responsables Deutsche podrán darse la vida padre. Karajan era un dios. Pero un dios inteligentísimo y con una inagotable sed de dinero que llevaba el tren de vida de un rajá de la India: amasó una fortuna completamente impensable en ningún otro músico de su tiempo (que es el nuestro) o de cualquier otro, incluidos Caruso, Pavarotti o el nombre que a ustedes se les ocurra. Supo ver como nadie el éxito que iba a tener aquel nuevo soporte, el CD, que apareció a finales de los años 70, y lo mismo hizo con el vídeo. Era el rey Midas de la música.

Pero era un músico como la copa de un pino. Un perfeccionista cuyo repertorio lo abarcaba prácticamente todo, pero que se obsesionaba con algunas obras maestras y no dudaba en repetirlas una y otra vez, incansable, obstinado: nadie en el mundo ha grabado ¡cuatro veces! las nueve sinfonías de Beethoven, con resultados tan asombrosos que muchos melómanos veteranos (y no tanto) nos sentimos partidarios, pero partidarios con el furor con que uno es del Atleti y no del Madrid, de la grabación del 52-53, de la del 62-63, de la del 77 o de la última, la del 82-84. Inci advierte severamente que es militante de la grabación prodigiosa del 62-63. Y que está dispuesto a partirse la cara en la calle con quien le lleve la contraria.

Pero todo eso, ya en serio, son percepciones que van cambiando con el paso del tiempo. Tú oyes la Novena dirigida por Karajan en la integral del 62 y, de pronto, la Novena que tenías en casa desde pequeño, la que dirigía Eugen Jochum, parece otra música, mucho más antigua, mucho más pesada y severa, mucho más vieja. Y los dos batutas fueron contemporáneos, los dos geniales y los dos (dicho sea de paso) con veleidades juveniles nazis que a uno se le pasaron y a otro… pues bastante menos. Y si comparas la Novena de Karajan o de Jochum con la del inmenso Furtwängler, un genio absoluto pero que jamás tuvo la menor prisa (qué lentituuuud la de los teeeempi de aquel hoooombre, por el amor de Dios), pues te pasa lo mismo. Ahora bien: ¿cómo iba a suponer el despótico y arrebatado don Heriberto que un día llegarían al mundo las grabaciones de Harnoncourt o de Barenboim, por mencionar sólo a dos magos contemporáneos? ¿Cómo iba él a saber que, de pronto, oiríamos en mitad del segundo movimiento de la Pastoral instrumentos que sabíamos que estaban allí porque vienen en la partitura, sí, pero que jamás habíamos escuchado porque permanecían sumergidos en la “melaza” orquestal? ¿Y quién lo hacía o lo hace mejor? ¿Los abuelos o los nietos? Ah… ¿Quién será capaz de decidir eso?

"Karajan fue un genio de la música, eso sin la menor duda. Pero también lo fue, y aún más, de la promoción, de la industria publicitaria. Fue el primer batuta mediático y eso produjo la separación, que a mí me parece horrorosa, entre los directores que, en el podio, dirigen y los directores que bailan. Dicen quienes lo vieron que, en los ensayos, don Heriberto era un prodigio de precisión y claridad. Pero que si le estaban grabando en vídeo ya era otra cosa. Ahí se ponía en plan Marlon Brando. Acabo de ver en internet la grabación en vídeo de una Quinta de Beethoven hecha por él y por sus filarmónicos berlineses. Karajan va vestido con un jersey oscuro de cuello cisne que le sienta como un guante, está más bonito que un san Luis. Da la entrada del famosísimo comienzo (ya saben, el popopo-póoon en Do menor) de la manera siguiente: alza los brazos hasta arriba y luego, sin aviso previo, los deja caer con absoluta violencia hasta casi golpearse las rodillas. Es un solo gesto que se parece al de alguien que quiere matar dos moscas, simultáneamente, con las manos. Dos garrotazos. Bueno, pues los filarmónicos entran todos a la vez, impecables, como soldados bien entrenados. Que es lo que son. Porque cualquier estudiante de dirección orquestal sabe que esa entrada no se da así, no se puede dar así, ese aspaviento no lo entiende nadie, hay que marcar la anacrusa y luego ya seguimos; un director corriente hace esa idiotez delante de una orquesta a la que no conozca y no entra en su sitio ni el gato.

Pero Karajan no estaba, en esa grabación, dirigiendo para los músicos sino para los espectadores del vídeo. Estaba bailando, estaba gesticulando, poniendo premeditadas caras de éxtasis místico, haciendo teatro para que las señoras, delante de la tele, dijeran: “¡Guau! ¡Qué bien lo hace!” Los músicos estaban todos prevenidos y sabían bien lo que tenían que hacer. Y las señoras alucinaban, claro. Ese método de “dirección teatral” (que llevaba detrás una agotadora y minuciosa labor de ensayos, claro) fue una de las claves de su éxito mediático. Creó escuela. Luis Cobos, cuyo título de Primer Curso de Solfeo es más difícil de encontrar que el Santo Grial, hacía exactamente eso cuando “dirigía” a la Royal Philharmonic para perpetrar sus discos de zarzuela, ópera o música barroca con caja de ritmos incorporada. Claro que los berlineses de Karajan estaban haciendo música y los “philharmónicos” estaban allí para ganar dinero soportando a aquel impostor que no hacía más que peinarse en el podio y marcar el compás con el culo, como una gogó discotequera de los ochenta.

Karajan fue un déspota intratable que intimidaba a sus músicos, fue un medio nazi (o nazi del todo durante bastantes años), fue un acumulador compulsivo de oro y fama. Sí. Pero fue también, y antes que nada, uno de los más grandes músicos del último siglo. La versión del Himno a la Alegría de Beethoven que usa oficialmente la Unión Europea como Anthem, es un arreglo suyo. Sus grabaciones y su magisterio musical están casi en el código genético de todos los amantes de la música del mundo. ¿Quién de ustedes no tiene un disco de Karajan en casa?

La próxima vez que vaya a Salzburgo, que será (si nada se tuerce) este verano, me acercaré al cementerio de Anif para adecentar esa tumba de un dios todopoderoso a quien casi nadie visita. Y pondré sobre ella una rosa. Eso sí, será una rosa negra.

Por lo del perro.

Que no se me ha olvidado, caramba, lo p… que me las hizo pasar el puñetero Karajan con lo del perro. Hay cosas que, con los años, se agradecen, pero no se perdonan.

Ilustraciones de Julio Cebrián

Ahora mismo se conmemora el centenario del nacimiento de Herbert von Karajan. A este caballo le asaltan sensaciones contradictorias. Siempre me cayó mal este hombre, pero admito que los motivos son estrictamente personales. Cuando el coche que conducía un desalmado atropelló a mi perro Pol (Inci tenía 12 añitos), y le provocó una agonía de varias horas hasta que el pobrecito murió reventado en el maletero del coche en el que volábamos para tratar de salvarlo, me asaltó una tristeza infinita. Quiero decir: infinita pero soportable. El caballo, entonces apenas un potrillo que estudiaba latín con sincero entusiasmo en las mañanas de aquel verano (lo pasamos en el delicioso pueblo de Pedrún de Torío, en León), apenas había tenido contacto próximo con la muerte. Se la encontró de sopetón y sufrió muchísimo, como sucede siempre que la muerte se lleva a un ser querido, y cualquiera que tenga o haya tenido perro sabe hasta qué punto se les llega a querer; más que a muchísima gente. Pero Inci podía con aquel sufrimiento, era capaz de sobreponerse y lo sabía cuando decidió que el cadáver del pobre Pol fuese quemado y no enterrado: tumbas a las que ir a llorar, las menos posibles.