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El “síndrome Villamarta”
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El “síndrome Villamarta”

El mundo de la música en España, y ahora me refiero al del canto, es un serpentario comparado con el cual los documentales de National

El mundo de la música en España, y ahora me refiero al del canto, es un serpentario comparado con el cual los documentales de National Geographic sobre las cobras de la India parecen anuncios navideños de juguetes, pero también se dan fenómenos que llenan el corazón de alegría y hasta de fe en el género humano. Uno de esos fenómenos es el que se conoce como “síndrome Villamarta”, y acabo de ser testigo presencial del último ejemplo.

El Villamarta, en Jerez de la Frontera (Cádiz), es un teatro pequeño, espléndidamente renovado (se construyó en 1928) y muy bien cuidado. No tiene un gran presupuesto: con lo que cuesta un Fidelio en el Teatro Real de Madrid se hace Francisco López, su director, dos temporadas enteras y le sobra dinero. Lo ampara, es curioso, toda la ciudad de Jerez: depende de una Fundación que preside la alcaldesa, Pilar Sánchez, y entre sus patronos están representantes de la inmensa mayoría de los sectores sociales y culturales de la población. En Jerez están orgullosos del Villamarta, lo miman y el público suele llenar el aforo casi todos los días que hay función, que son (se dice pronto) unos doscientos al año, ya sea con ópera, zarzuela, flamenco o cualquier otra idea.

Vaya cosa, dirán ustedes. Eso pasa en muchos lugares, en muchos pequeños teatros de España. Puede que sí, ojalá, responderé yo, pero aquí ocurre algo curioso y nada frecuente: muchos cantantes, instrumentistas, directores y artistas de todo género rebajan notablemente su cachet para actuar en el Villamarta de Jerez. Lo acabo de comprobar. ¿Y por qué lo hacen? Pues porque en el Villamarta se les quiere, se les trata bien, se trabaja con entusiasmo, con delicadeza y con una enorme profesionalidad. Y con un gusto exquisito, ahí hay que volver a mencionar al gran Paco López. ¿Que no les pueden pagar cifras siderales? Pues se cobra menos y ya está: lo importante es, para mucha más gente de la que se cree, ser feliz y pasarlo bien, muy bien, con el trabajo. El resultado suele ser, en esas condiciones, que el trabajo da gloria verlo.

La hija del Regimiento, la deliciosa ópera con que Donizetti conquistó Francia y el corazón de los franceses, se representó en el Villamarta hace unos cuantos días. Seguramente ustedes ya lo saben porque prácticamente toda la gran crítica, los medios de comunicación especializados de mayor prestigio, lo habían anunciado y muchos estuvieron allí para verlo. ¿Ocurre esto con frecuencia? No. Muchas producciones de las llamadas “de provincias”, con frecuencia más caras o de muchas presuntas campanillas, pasan casi inadvertidas. ¿Por qué? Pues porque su interés es escaso. Pero Paco López monta una de las suyas en el Villamarta y la gente, incluida la del serpentario, enarca las cejas y se vuelve a mirar, porque ya se sabe que allí las cosas tienen altura, salen bien, son muy interesantes. Ese ha sido el caso de la maravillosa Fille du Régiment que me llevó (y fui sólo uno más) al entrañable teatro jerezano.

Lo que se dice una lección. Total. Algún ilustre crítico ha escrito que nunca la Orquesta Filarmónica de Málaga había sonado tan bien, tan empastada, tan ágil como en esta ocasión, de todas cuantas ha ocupado el foso del Villamarta. No puedo saberlo porque no los he visto allí más de media docena de veces, pero doy fe de que daba gloria oírlos. A todos juntos y a cada uno. Lo que hizo el señor del corno inglés en su solo del final del primer acto fue de vuelta al ruedo. Y lo que hizo, en el segundo, el primer violonchelo, también. El “síndrome Villamarta” incluye, como no podía ser de otro modo, el buen humor, y así se explica que el solista del corno, al terminar su pasaje, sacase un pañuelo y se limpiase larga aparatosa, exageradamente, el sudor de la cara, como si acabase de salir de una piscina, muertos de la risa él y sus compañeros. No es más que un ejemplo.

También se han derramado elogios sin cuento sobre el director musical, Juan de Udaeta: se ha dicho que fue un lujo para esa producción. Vuelvo a estar de acuerdo con todo entusiasmo. Qué claridad, qué precisión, qué agilidad y, sobre todo, qué alegría, qué delicadeza en la concepción musical de una obra que se representa poco porque se cuentan con los dedos de una mano los tenores que se atrevan a enfrentarse con los terroríficos nueve Do de pecho del Pour mon âme. Tuve la suerte de ver, desde mi asiento, el trabajo de Udaeta. Qué bárbaro. Qué manera de disfrutar y de hacer disfrutar a los demás, tanto al público como a los intérpretes. Si todos los batutas tuviesen tal complicidad y tan exquisita conexión mental con sus instrumentistas y sus cantantes, este país sería, en lo musical, Austria. Pero este país no es Austria. Hay nada más que algunas islas alpinas, y una es el Villamarta.

Los cantantes estuvieron, sin más, soberbios. Sabina Puértolas hizo una Marie de las que se ven muy pocas, tanto en lo vocal como en su increíble trabajo de actriz: dejará memoria su desternillante “lección de música”, al comienzo del segundo acto. El navarro José Luis Sola, un tenor joven, de timbre delicadísimo y al que sólo le falta un pelín de potencia, sabía que podía con el papel entero, no sólo con los nueve Do de pecho asesinos: éstos los dio con toda frescura y mantuvo el último, en plan “os vais a enterar”, durante casi doce segundos, lo cual dejó al teatro casi sin respiración y al maestro Udaeta con una cómica sonrisa, los ojos muy abiertos y el palito en alto hasta que el chico decidió que ya había acollonado bastante al personal y que no era cosa de pasarse toda la noche encaramado al Do. Eso sí: apoyó en la vocal “a” y no en la “e”, el muy pillo. Pero daba gloria oírlo. Carlos Bergasa hizo un Sulpice perfecto, Beatriz Lanza levantó boinas con su impecable y divertidísima Marquesa (qué actriz, ¡qué actriz!) y había que ver a José Canales en el papel, emocionante y tierno, de Hortensio.

Ah, el coro. Es de no creer lo del coro, porque no estamos ante un grupo profesional sino amateur. Son jerezanos de toda edad y condición que, cuando salen de trabajar, en vez de irse por ahí de jarana, se van a ensayar obras de repertorio y, a la vista está, se dejan la piel en ello, porque el resultado es magnífico. Hombre, siempre hay algún desajuste, pero qué voluntad, qué entrega y qué pasión. También eso forma parte del “síndrome Villamarta”…

Dejo para el final a un tipo asombroso. Lo que hizo el director de escena, Javier Hernández, con esta Hija del Regimiento es para dar de bastonazos en las costillas a más de cuatro y más de diez cretinos, pedantes, obtusos y fantasmones pavorreales de la escenografía ante cuya estulticia doblan el espinazo los gerentes de los mejores teatros europeos, y no estoy pensando sólo en el bobo solemne de Calixto Bieito. Javier Hernández y la escenógrafa, Laia Cugat, llevaron la escena desde el Tirol a un puerto de mar vagamente andaluz, y los soldados del Regimiento nº 21 no eran en realidad soldados sino marineritos vestidos con un uniforme que mataba de la risa. Pero Hernández, que sabe muy bien que un director de escena tiene que estar al servicio de la ópera y no al revés, ideó una catarata de movimientos escénicos soberbios, humorísticos, impecablemente lógicos y audaces; movió al coro, que está casi siempre allí delante, como muy pocos saben hacerlo, y estuvo pendiente de los menores detalles (lo del pañuelo entre Hortensio y la Marquesa en la escena final del primer acto fue de sombrerazo) con un cuidado y una ternura exquisitos. Y, después de semejante lección de perfección escénica, había que ver al responsable de todo acarrear maderos al camión, como uno más. ¿Se imaginan ustedes al merluzo de Bieito ayudando a cargar o descargar el decorado? Pues eso es también el síndrome Villamarta.

Se merecen todos, pero todos, un aplauso aún mayor que el que arrancaron del público en una representación de las que, como se dice en Andalucía, “hasen afisión”. Aunque casi me dan ganas de pedirles a ustedes que no difundan mucho este éxito. Sé que todos son dignos de eso y de mucho más, pero también sé que, en el mundo musical español, abundan las aves de rapiña que están esperando a que algo funcione bien, a que algo merezca la pena, para intervenir y cargárselo.

De momento, y mientras dure (que ojalá sea muchísimo), disfrutemos de esta maravilla, de esta pequeña isla de talento y eficacia que es el Teatro Villamarta. Corran la voz. Pero sólo entre gente de confianza, por favor.

Ilustraciones de Julio Cebrián

El mundo de la música en España, y ahora me refiero al del canto, es un serpentario comparado con el cual los documentales de National Geographic sobre las cobras de la India parecen anuncios navideños de juguetes, pero también se dan fenómenos que llenan el corazón de alegría y hasta de fe en el género humano. Uno de esos fenómenos es el que se conoce como “síndrome Villamarta”, y acabo de ser testigo presencial del último ejemplo.