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Amor constante por el Gran Libro

Es la primera vez en doce años que intento leer El Quijote y no puedo. Y ¿saben qué? Pues que me alegro muchísimo. Todos los años

Es la primera vez en doce años que intento leer El Quijote y no puedo. Y ¿saben qué? Pues que me alegro muchísimo. Todos los años voy, la noche del 24 de abril (que es la segunda noche, la que a mí más me gusta), a la Lectura en voz alta que se hace del Gran Libro en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Siempre he leído al menos un parrafito. A veces había que esperar más y a veces menos; hace mucho tiempo, cuando empezó esa deliciosa iniciativa que tanto disgusta a Sánchez Ferlosio, llegué a leer capítulos enteros, porque a las dos o las tres de la madrugada estábamos allí cuatro y el de la guitarra, así que nos íbamos turnando, uno tras otro, hasta que se hacía de día y empezaban a llegar los primeros taxistas madrugadores, o los panaderos recién salidos del obrador, o kiosqueros, enfermeras, yo qué sé; y los de la “comisión permanente” nocturna nos podíamos ir a dormir hechos migas, pero satisfechos porque la lectura no se había interrumpido ni un solo segundo.

Vengo ahora de allí y son las tantas. Había tal marabunta que aquello parecía las listas de espera hospitalarias de doña Cuaresma Aguirre, que llega a ir Sancho a que le curen la moledura de palos que le atizaron los yangüeses y ahí mismo se acaba el libro, porque habrían tenido al buen hombre sentado en una silla dos o tres legislaturas, y a ver qué hubiera hecho Donmi sin Sancho.

Ya no es lo mismo. Ahora la noche entera está poblada, en el Salón de Columnas del Círculo, por legiones de chavales nerviosos como colegialillos ante un examen oral, hordas de turistas, enjambres de noctámbulos de toda laya y condición, y miríadas de curiosos diversos que cogen número y luego no se atreven a leer, cosa harto frecuente. A los veteranos, que nos conocemos ya desde hace años, nos dan mucha morcilla, como es comprensible.

Oigan, y yo me alegro. Hace una década estábamos media docena de incombustibles, ya digo, que parecíamos los seises de la Sacra y Penitencial Cofradía de don Alonso Quijano manteniendo el débil fuego sagrado. Hoy hay allí cientos de personas enamoradas de Don Quijote y disfrutando como enanos. Eso es todo un triunfo, caramba. ¿Todos se han leído el Gran Libro? ¿Al menos se lo piensan leer después de pasar por el Círculo? Pues eso no lo sé. La verdad es que la lectura, lo que se dice la estricta lectura en voz alta de la novela, empieza a verse desdibujada por lo que ahora llamarían los neomodernos “multimedia”. Hay instalaciones, performances y hasta castings más o menos improvisados. Los pelmazos de las teles están todos allí, cámara al hombro, micrófono en ristre, haciendo preguntas no sobradas de inteligencia a quienes se disponen a subir al estrado para leer. Creo que anoche saltó a las inmediaciones del atril un grupo de teatro que escenificó cinco o seis capítulos seguidos del Libro. Videoconferencias, conexiones por satélite, decenas de bichos vivientes grabándolo todo con el móvil. Las nuevas tecnologías puestas al servicio de (o usando a) un viejo genial que, a principios del siglo XVII, inventó una historia maravillosa que ha cautivado a cientos de millones de personas. Y la escribió con pluma de ave, y ahorrando tinta y papel (me refiero a la Segunda Parte) porque se lo comía el hambre.

Pues muy bien. Es posible, quiero creer que es probable que, entre tanta barahúnda, entre tanto parchear y tanto pito, alguien tenga la santa paciencia y el indispensable sosiego para llegar a casa, abrir el Libro y empezar por aquello de “En un lugar de la Mancha”; y pasito a paso, amor, hasta el final, hasta que el inolvidable caballero se muere de amargura y lloramos todos sin poderlo remediar. Porque el Gran Libro está para ser leído, caramba. Leído. Y entero. No digo que sea la única, Dios me libre, pero tengo la certeza de que sigue siendo la mejor manera de disfrutarlo. Hace muchos años ya me tocaban las narices aquellas ediciones facilitadas del Quijote. Ediciones para niños, argumentaban las editoriales, ¡como si el Quijote hubiese sido escrito para que lo leyesen los clientes de las guarderías! Los negociantes, me resisto a creer que con buena intención, contrataban a un pobre desgraciao al que pagaban por “resumir” el Quijote y dejarlo en un estado lo bastante comestible para que pudiesen hincarle el diente gente que no los tenía. Los dientes, digo. Y en la cabeza, o sea los dientes de pensar, que esos son pocos pero, si salen bien, sólidos como fierros.

Se han hecho películas maravillosas (otras, pues no tanto). Series de dibujos animados. Óperas, desde luego. No me extrañaría que hubiese ya por ahí un videojuego para la pleiesteision en el que quien maneja los mandos es el propio Don Quijote, que va ganando más puntos, o más vidas, o saltando de nivel, según ensarta más gigantes o más molinos. Todo eso está muy bien y supongo que habrá gente que se hinche a ganar dinero con ello.

Pero absolutamente nada puede sustituir a la lectura del Quijote. Porque el más prodigioso mecanismo creador que existe en el mundo es la imaginación, y jamás se inventará nada mejor que la capacidad que tiene cada cual de ponerle a Don Quijote y a Sancho la cara que él quiera, el aspecto, los ademanes, la voz… ¡Pero si eso mismo es lo que hacía el buenazo de Don Quijote con Dulcinea! Y, por ahí seguido, cada cual construirá su cabeza los paisajes, inventará los ejércitos que eran rebaños, soñará la famosa iglesia del Toboso con la que daban (¡que no topaban!) los dos compañeros de fatigas; cada uno vestirá como le plazca al Caballero de la Blanca Luna, y la playa de Barcino será la playa que el lector apenas recuerde de su infancia, y a lo mejor el duque tiene la cara de Gallardón y la duquesa, cómo no, la de doña Cuaresma, y quién sabe si no habrá algún masoquista que le ponga al avinagrado don Pedro Recio de Tirteafuera los rasgos de Vicente Martínez Pujalte, o de Pepiño Blanco, o –hay gente pa tó, que decía aquel torero– de Paz Padilla. Ah, y cómo evitar que los marineros de la batalla naval de los últimos capítulos sean los tigres de Mompracem almacenados en nuestra memoria desde que éramos pequeñitos. Yo, lo confieso, hace muchos años que visualizo a Don Quijote, en mi mollera, no con la cara de Fernando Rey sino con la de José Luis Sampedro. Y a Sancho con la de César Rascón (sé que nunca me va a perdonar esto, pero es así).

El Quijote no es un libro para niños, ni para tontos, ni para amargados, ni para gente que no tiene tiempo ni ganas. Al descomunal cardumen de chiflados (maravillosos, mil veces maravillosos chiflados) que no me permitieron leer esta noche mi parrafito anual habrá que decirles que, si se atreven a leerlo de verdad y no a ver performances, el asunto no es fácil, porque empieza muy deprisa pero no del todo bien, que Cervantes no sabe aún lo que está inventando; que luego se crece y sosiega, pero que después, al final de la Primera Parte, aguarda un desierto feroz que cuesta mucho trabajo atravesar, poblado de aburrimientos y de gente sin gracia como todos aquellos Cardenios, Luscindas, Fernandos y Doroteas. Pero que, si uno logra trasponer esos arenales, al cabo le espera una Segunda Parte cuya belleza, cuya pasión y cuya eficacia narrativa el mundo no ha vuelto a conocer más que muy poquitas veces. Y al final se llora a espuertas, eso sí.

Bien lo saben aquellos doce o quince inolvidables cronopios que, hace ahora tres años, emprendieron conmigo la grande y singular batalla de leernos el Quijote entero todos juntos, semana a semana, y comentarlo encima en esta página. Luego resultó que detrás de nosotros, en silencio, caminaban quedo, nos seguían cientos y cientos de asombrosos ciudadanos de las cuatro esquinas del mundo que, cada semana, se encandilaban con la bondad de Campanilla, con las brillantes audacias de Josetatus, las dulzuras de Pilar Arribas o las intemperancias provocadoras de León Gayarre Arce, que al final resultó que no se llamaba así sino… Bueno, eso da igual.

Todos entendimos, al leerlo y sólo al leerlo, qué era, en realidad, el Quijote: la más maravillosa historia de amor jamás escrita. Y no entre el hidalgo y Dulcinea, sino entre Donmi Cervantes y nosotros. Un amor inaudito, insólito, porque jamás cesa, jamás desmaya ni se apaga. Un amor constante que arde y acompaña, como decía Quevedo, más allá de la muerte.

Ilustraciones de Julio Cebrián

Es la primera vez en doce años que intento leer El Quijote y no puedo. Y ¿saben qué? Pues que me alegro muchísimo. Todos los años voy, la noche del 24 de abril (que es la segunda noche, la que a mí más me gusta), a la Lectura en voz alta que se hace del Gran Libro en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Siempre he leído al menos un parrafito. A veces había que esperar más y a veces menos; hace mucho tiempo, cuando empezó esa deliciosa iniciativa que tanto disgusta a Sánchez Ferlosio, llegué a leer capítulos enteros, porque a las dos o las tres de la madrugada estábamos allí cuatro y el de la guitarra, así que nos íbamos turnando, uno tras otro, hasta que se hacía de día y empezaban a llegar los primeros taxistas madrugadores, o los panaderos recién salidos del obrador, o kiosqueros, enfermeras, yo qué sé; y los de la “comisión permanente” nocturna nos podíamos ir a dormir hechos migas, pero satisfechos porque la lectura no se había interrumpido ni un solo segundo.