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Oda al Dos de Mayo
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Oda al Dos de Mayo

“Oigo, Patria, tu aflicción / al mirar los mamotretos / que ha montado en Recoletos / el alcalde Gallardón”. Tranquilos, hermanos, que no voy a parodiar

“Oigo, Patria, tu aflicción / al mirar los mamotretos / que ha montado en Recoletos / el alcalde Gallardón”. Tranquilos, hermanos, que no voy a parodiar aquí la célebre Oda de Bernardo López García, tan difícil de empeorar la pobrecita, y a cuyo inaudito paso a la historia quizá haya contribuido el hecho de que se la supiera de memoria, enterita, Francisco Franco Bahamonde. Aquel general del siglo pasado, cuya voluminosa cabeza y escasas talla y corpulencia le hicieron destinatario, en la Academia Militar, del apodo de Cerillita (bien es verdad que luego entró mucho en carnes y sus compañeros de sublevación, durante la guerra y después, solían llamarle a escondidas Paca la Culona) se sabía de memoria aquel peñazo del concierto de la campana y el cañón. Era, de toda la Literatura española, su poema preferido y, si hay que creer a Pedro Sainz Rodríguez y a Luis María Anson, aquel que pronto se autotitularía Caudillo de España por la gracia de Dios demostraba bien precozmente su legendaria crueldad recitándoselo entero, con su voz aflautadilla, a quien tenía delante, cada vez que a mano venía y sobre todo cada vez que no. Además de todo lo otro, aquel señor era un pelmazo.

El Dos de Mayo es una de esas fechas, tan frecuentes en la historia de España, que sirvieron para todo lo contrario de aquello para lo que hubieran debido servir, al menos a medio y a largo plazo. Pensaba en todo esto mientras asistía, en el Teatro del Bosque de Móstoles, al estreno del musical Mayo, con letra y dirección artística de Claudio Pascual, música de Carlos J. Martínez y dirección musical de Alexandre Schnieper, que se las había con un nutrido grupo de cantantes, muchos de ellos aficionados, y con los esforzados muchachos que conforman la Orquesta del Conservatorio de Móstoles. Ahora entro en detalles, pero la obra concluía con una emocionante apoteosis de carácter impecablemente constitucional en el que se daban sentidos vivas a la Libertad y se recordaba a quienes, hace hoy doscientos años, dieron su vida por ella.

Que no se enfade nadie pero eso no fue exactamente así. Los madrileños que se hicieron matar en las plazas y calles de la ciudad a manos de las tropas de Murat, y desde luego el alcalde de Móstoles, Andrés Torrejón, que declaró la guerra a Francia con dos cataplines y un maravilloso bando que prendió como la yesca, lucharon con inmensa bravura, eso sin duda, pero no exactamente por la libertad sino por la independencia de España y por el restablecimiento de la monarquía absoluta en la persona de Fernando VII, uno de los mayores hijos de puta (en sentido literal tanto como figurado) que ha producido nuestra nación, y mira que ha producido. No deberíamos confundir la libertad con la liberación de la invasión francesa, que fue por lo que se combatió, se murió y, al cabo de seis años y con la inestimable ayuda británica, se venció.

“Se combatió con tal denuedo y se venció de tal modo que España, como en otras ocasiones en su historia, terminó marchando, gloriosa y noble… hacia atrás, no hacia delante. Pasó lo mismo en casi toda Europa. Los soldados franceses, como decía aquel megalómano genial de Napoleón, llevaban todos en su mochila el bastón de mariscal, pero llevaban también otras cosas. Por ejemplo, los códigos y la concepción del Estado que habían nacido de la Revolución Francesa y que habían de producir, a la vuelta de unos cuantos años y no pocas vicisitudes, lo que hoy entendemos por democracia burguesa. Austriacos, alemanes, suecos, incluso los italianos, fueron invadidos por los franceses con todo éxito, perdieron batalla tras batalla y tardaron bastante en quitarse de encima a aquellos pesados, pero la verdad es que se quedaron (muchos de ellos, al menos) con las ideas que los franceses traían, porque estaban bastante bien. En realidad, Napoleón no fue expulsado de la mayor parte de Europa por los pueblos sino por los ejércitos, cien veces vencidos y otras tantas reagrupados y coaligados.

Sólo hubo dos excepciones, dos países en los que el Emperador no se enfrentó a una formación militar más o menos numerosa sino a toda una nación alzada en armas: España y Rusia. La victoria de ambos pueblos no les proporcionó la libertad, o lo que hoy entendemos por libertad, sino todo lo contrario. Rusia quedó sometida a la tiranía absolutista de los zares durante todo un siglo (luego llegaron otros tiranos), y España fue premiada, tras 1814, con los veinte años de Fernando VII, los más espantosos que ha padecido este país (con la excepción del Trienio Liberal, 1820-1823) hasta que Paca la Culona ganó su propia guerra, en 1939, y comenzó su larga, negra, vengativa, meapilas y amodorrada dictadura. Como consecuencias indeseables de aquella heroica sublevación del Dos de Mayo nacieron, o terminaron de cuajar, las dos Españas: la que trataba de avanzar “francamente por la senda de la Constitución” (y la frase es del rey felón y traidor, que hay que ver) y la del vivan las caenas. De las ideas que se impusieron en la guerra de la Independencia nacieron los pesados de los carlistas. De las ideas derrotadas, que fueron las de las Cortes de Cádiz, brotó el liberalismo, término nobilísimo que hoy ha caído en manos de los locutores de la Cope y significa todo lo contrario a lo que significó siempre.

Pero la historia, como bien saben los “intelectuales” al servicio de todos los nacionalismos, no es lo que pasó sino aquello que los vencedores escriben para educar a los niños con sus ideas, sus obsesiones y sus mitos, y así hay que entender en espectáculo que vimos anoche en Móstoles. Bien es verdad que el mensaje final, o por mejor decir el esencial, era un canto sincero a la libertad.

Hay que admitir que el autor del texto, Claudio Pascual, no es precisamente Cervantes, ni Calderón, ni siquiera Bernardo López García. No hagamos sangre de esto porque el entusiasmo de los mostoleños, muchos de los cuales participaron en la representación echándole un valor admirable, no lo merece. Me pregunto si para la acción dramática (una historia de amores contrariados entreverada con la sublevación contra las tropas francesas y con elogios reiterados, y merecidos, al vino de Móstoles) era indispensable la sobreabundancia de preces, avemarías, oraciones y cánticos de inconfundible tufo nacionalcatólico: daba la sensación de que este Pascual, o es del Opus Dei, o de los kikos, o algo han tenido que ver estos en la financiación del asunto.

“El compositor es Carlos J. Martínez. No sé quién es pero me gustaría saberlo, porque este señor sabe música, y mucha. La partitura es una hermosura donde le dejan que lo sea: casi todos los pasajes en los que la orquesta suena sola, singularmente los ballets y la música incidental. Luego demuestra una frescura inaudita plagiando con todo el morro la celebérrima habanera La Paloma, del alavés Sebastián Iradier, y por último, como es su obligación, escribe cancioncitas minuciosamente sosas para los cantantes, porque esto es un musical y no una ópera. Melódicamente, Martínez no es ni Mozart, ni Schubert, ni Lloyd Webber ni Lionel Bart, espejos estos dos últimos en los que haría bien en mirarse, pero sabe orquestar y tiene oficio.

Las voces son muchas y sorprendentes. A mí me asombró la brevísima intervención de Juan Manuel García, un chaval alto y flaco de dieciséis años que interpreta a un soldado francés y que, en su papelito (cantado en francés), pone la carne de gallina, por la entrega y por la solidez incomprensible de una voz tan joven. Me gustaron, por lo honestos, los trabajos de los dos co-protagonistas, Jesús Sanz y David Freire, los dos amigos a los que la guerra separa. Me asombraron sinceramente todos los secundarios, ¡todos!, incluida la cantaora María Cobos. Bien el coro, bien (a veces muy bien) los bailarines. Y me hizo palidecer la voz de la protagonista, Guadalupe Holguera, una señorita a la que, de no ser porque llevaba micrófono, no habríamos oído de ninguna manera. Pero cómo se puede cantar tan rematadamente mal, caramba. Calaba, desafinaba, retrasaba; en la zona media aún se defendía, pero en llegando los agudos aquello era un saco de gatos en enero. Un desastre (seamos generosos: quizá tenía una mala tarde) que me parece sólo bueno para los castings de Operación Triunfo. Aunque tiemblo de pensar qué improperios le destinaría el gilipollas de Risto Mejide, esta vez, seguramente, con toda la razón del mundo.

Eso sí, hubo dos triunfadores sin paliativos: la Orquesta del Conservatorio de Móstoles salió airosísima de una partitura muchas veces endiablada. Estos chavales son la prueba de que algo se está haciendo bien en los conservatorios de España, y llegarán lejos. El otro que merece un sombrerazo como la copa de un pino es el director musical, el hispano-suizo Alex Schnieper. Qué claridad, qué precisión en los gestos, qué matices, qué comprensión de la obra y qué preocupación didáctica por hacerse entender por unos cantantes que, en buena medida, no son profesionales. Si aquello fue un triunfo, que lo fue, creo que el máximo responsable fue el batuta, un lujo absoluto en el podio mostoleño; un hombre destinado a salir de la negrura y a brillar mucho, muchísimo, más pronto que tarde. Conviene no perderlo de vista.

Les dejo. Ya es de día y me voy a la calle a buscar algún mameluco que destripar. Es Dos de Mayo. Pues que se note. Así que Allons, enfants de la Patrie… y, dos siglos después, saludadas y siempre buscadas sean la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y un abrazo a todos. O dos. O mejor, tres.

“Oigo, Patria, tu aflicción / al mirar los mamotretos / que ha montado en Recoletos / el alcalde Gallardón”. Tranquilos, hermanos, que no voy a parodiar aquí la célebre Oda de Bernardo López García, tan difícil de empeorar la pobrecita, y a cuyo inaudito paso a la historia quizá haya contribuido el hecho de que se la supiera de memoria, enterita, Francisco Franco Bahamonde. Aquel general del siglo pasado, cuya voluminosa cabeza y escasas talla y corpulencia le hicieron destinatario, en la Academia Militar, del apodo de Cerillita (bien es verdad que luego entró mucho en carnes y sus compañeros de sublevación, durante la guerra y después, solían llamarle a escondidas Paca la Culona) se sabía de memoria aquel peñazo del concierto de la campana y el cañón. Era, de toda la Literatura española, su poema preferido y, si hay que creer a Pedro Sainz Rodríguez y a Luis María Anson, aquel que pronto se autotitularía Caudillo de España por la gracia de Dios demostraba bien precozmente su legendaria crueldad recitándoselo entero, con su voz aflautadilla, a quien tenía delante, cada vez que a mano venía y sobre todo cada vez que no. Además de todo lo otro, aquel señor era un pelmazo.