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El espejo del alma

En la Casa de Vacas del Retiro madrileño hay ahora mismo una exposición que me hace sonreír. Son óleos y acuarelas de pintores ingleses del siglo

En la Casa de Vacas del Retiro madrileño hay ahora mismo una exposición que me hace sonreír. Son óleos y acuarelas de pintores ingleses del siglo XIX que vinieron a España y pintaron lo que veían… o lo que venían a buscar, convencidos desde antes del viaje de que nada más que eso había. Robert Kemm o Edwin Long retrataron la España “zaragatera y triste” (mucho más lo primero que lo segundo) de entonces con el mismo espíritu de suntuosos exploradores en tierra de salvajes con que Prosper Merimée escribió su novela Carmen. El francés, cuyo libro tuvo mucho más éxito del que merecía su calidad, convenció al mundo de que aquella España protoisabelina estaba llena de gitanas con la navaja en la liga, y de que empezabas a encontrarte hordas enteras de curas entrabucados y de soldados con patillas sentimentales desde que cruzabas la frontera en Hendaya. Otra cosa no había para él, que carecía de la capacidad de observación poética de Walter Scott o de la síntesis de Rimski Korsakov. Hasta Mijaíl Glinka se tomó bastante más en serio a España cuando escribió su famosa Jota.

Con estos pintores británicos pasa un poco lo mismo. Llegaron a los caminos andaluces decididos a encontrar casi sólo y nada más que aquello que venían a buscar, y, claro, les salió una interesante colección de postales que parecen sacadas de escenografías de zarzuela castiza. Es lo mismo que si un pailán nuestro de hoy se va de vacaciones a Estados Unidos y contempla, decepcionado, los rascacielos de Manhattan, el obelisco de Washington, las casas de colores de Boston, y termina por preguntarle al guía, harto ya, que dónde tienen encerrados a los indios, que para algo se ha gastado él una pasta en la canon digital.

Y sin embargo hay algo que me conmueve en las pinturitas de estos británicos que seguro que se plantaban en Sevilla con salacot. Son las caras. Los rostros de la gente. Alguna vez les he contado aquí lo mal que lo paso en las exposiciones de fotos antiguas, porque me da por ponerme a distinguir entre los que tienen cara de muerto (que son casi todos) y los que no. Pues en esta exposición de la Casa de Vacas, pueden creerme, no hay caras de muerto por ninguna parte. Hay sonrisas, mejillas sonrosadas, gestos espontáneos captados por ojos que se han dejado ganar por la luz de la tierra más que por los recuerdos académicos de Reynolds o Gainsborough. Esas caras, antiguas pero vivas, sí se compadecen con la idea que uno se ha formado, después de dedicarle a eso casi media vida, de la España isabelina o isabelona, que son consecutivas. Decía mucho mi abuela Delfina que la cara es el espejo del alma; replicaba su marido, el abuelo Fernando, que sí, que puede ser, pero que “el que nace barrigón, aunque lo fajen”, y con eso daba a entender que, por más que algunos se esfuercen en disimular, hay cosas que no tienen remedio.

Pensaba en todo esto (en los pintores ingleses del Retiro y en Merimée, pero sobre todo en las cosas que decían los abuelos) al ver la impresionante fotografía que hoy ha publicado la prensa de ese señor que, al parecer, mandaba en ETA hasta ayer mismo. Dicen que se llama Francisco Javier López Peña y la imagen, que firma la agencia AFP, está obtenida después de su detención, cuando los agentes lo llevaban de vuelta al modesto pisito de Burdeos para registrar el que, según se ha dicho, era el cuartel general de esta partida de cabrones.

Por el amor de Dios, ¿ustedes han visto qué cara? Gordo, fofo, grasiento (gordo y fofo, se puede ser; grasiento, jamás), con el pelo sucio que le cae sobre la frente y sobre unas cejas neandertales; vuelto hacia la cámara, está soltando alguna palabra, sin duda algún “mecagüen” de lo más celtíbero, y ese improperio que le sale de la boca deja ver unos dientes canijos y amarillos que eliminan de su expresión lo que pudiera haber de maldad, de crueldad. Sus ojos, si ustedes se fijan, no dicen absolutamente nada. Están vacíos.

Mi pregunta es: si, como decía la abuela, la cara es el espejo del alma, ¿ese pobre gilipollas es quien mandaba en ETA hasta anteayer? ¿Ese que, más que el jefe de una banda de taimados asesinos, parece El Chacinero Audaz? ¿Ese gañán era el que organizaba los comandos y escribía los “zutabes”? Claro, así salían, con aquella sintaxis zarrapastrosa y tocinera. ¿Ese tipo sudado con aspecto de mudarse, como “don Mendo”, el 1 y el 15 de cada mes, fue el que mandó romper la última “tregua”, el que hizo volar el aparcamiento de Barajas y mató a dos chavales que dormían en los coches; el que ha tenido fritos a los emisarios del Gobierno español que se habían propuesto lograr el final del terror? ¿Con ese gañán era con quien había que dialogar? Pero ¿de qué se podía hablar con un tipo tan marrano?

Tú mirabas las fotos de Urrusolo Sistiaga y adivinabas a un individuo desalmado, sí, pero limpio. Henri Parot era un tipo guapo con sonrisa de asesino en serie, como Reinhardt Heydrich o Charles Manson. De la observación atenta de los ojos del tal Kantauri, el que mató a tiros a Yoyes delante de su hijo pequeño, podía salir un tratado entero de psicopatología criminal. Josu Ternera era un individuo, además de todo lo otro, inteligente. Cuando el Mossad hebreo secuestró a Adolf Eichmann y lo juzgó en Israel, no costaba ningún trabajo descubrir en aquella mirada la quintaesencia de la maldad humana hibridada con el espíritu meticuloso de un funcionario alemán: una mezcla terrorífica. Cuando el retorcido e implacable Fujimori capturó a Abimael Guzmán, el psicópata que dirigió en Perú Sendero Luminoso, lo presentó ante la prensa metido en una jaula (esto lo cuenta como nadie Santiago Roncagliolo en su libro La cuarta espada) y ataviado con un blusón a rayas, como los presidiarios de tebeo. Entre los periodistas de verdad, que estaban todos acojonaditos, Fujimori “coló” a unos cuantos de sus policías que tenían la misión de insultar a Guzmán para cabrearlo. Lo consiguieron. Guzmán, un tipo de mucha cabeza que había digerido mal sus muchas lecturas, se puso a gritar denuestos y amenazas y jaculatorias (mejor “consignas” mil veces repetidas), y sólo le salvó del ridículo la evidencia de que sus ojos llameaban de furia.

Pero ¿este tío de la foto? ¿Este López con pinta de salchichero acostumbrado a desayunar con “sol y sombra”, a masticar con la boca abierta y a eructar después? ¿Este era el jefe de ETA? Por favor. ETA no mostraba en público nada más bochornoso desde aquel zumbao de Iñaki de Juana Chaos, otro psicópata con sesos de mosquito que se puso en huelga de hambre hasta que, por lo que ahora se sabe, este tal López mandó acabar con la “tregua” y De Juana se dio cuenta de que, si seguía en sus trece, se moría y ya está, no iba a pasar nada más. Claro, se lanzó a comer. Menudos son estos “mártires” de atrezzo.

No sé qué pensarán ustedes, pero a mí me alegra mucho no sólo que la Policía haya atrapado a la cúpula de ETA, sino que la cúpula de ETA fuera la que se ha visto. Si la mafia vasca no tenía nada mejor para gobernarse que este impresentable agorrinado y voceras, es que el final de la pesadilla no puede estar demasiado lejos.

No puedo evitar una sonrisa al imaginar a los emisarios del Gobierno saliendo de un encuentro con ese López. Quizá se aireaban la cara con la mano y se decían, en voz baja: “Caray, tú, ¿en qué año le habrá abandonado a este tío el desodorante?”

Ilustraciones de Julio Cebrián

En la Casa de Vacas del Retiro madrileño hay ahora mismo una exposición que me hace sonreír. Son óleos y acuarelas de pintores ingleses del siglo XIX que vinieron a España y pintaron lo que veían… o lo que venían a buscar, convencidos desde antes del viaje de que nada más que eso había. Robert Kemm o Edwin Long retrataron la España “zaragatera y triste” (mucho más lo primero que lo segundo) de entonces con el mismo espíritu de suntuosos exploradores en tierra de salvajes con que Prosper Merimée escribió su novela Carmen. El francés, cuyo libro tuvo mucho más éxito del que merecía su calidad, convenció al mundo de que aquella España protoisabelina estaba llena de gitanas con la navaja en la liga, y de que empezabas a encontrarte hordas enteras de curas entrabucados y de soldados con patillas sentimentales desde que cruzabas la frontera en Hendaya. Otra cosa no había para él, que carecía de la capacidad de observación poética de Walter Scott o de la síntesis de Rimski Korsakov. Hasta Mijaíl Glinka se tomó bastante más en serio a España cuando escribió su famosa Jota.