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Libro de Horas de Antonio López
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Libro de Horas de Antonio López

No hace una gota de frío esta mañana en que un señor bajito, mayor, con una cara que parece tallada en madera de enebro o de

No hace una gota de frío esta mañana en que un señor bajito, mayor, con una cara que parece tallada en madera de enebro o de espino, entra sin hacer ruido en la estación madrileña de Atocha para algo tan cotidiano como instalar en un vestíbulo dos cabezas de bronce que pesan más de dos toneladas cada una. Es Antonio López García, a quien los periodistas solemos calzar de inmediato el sobrenombre de “el máximo representante del hiperrealismo español”. Hay que ver qué dados somos los periodistas a esto de los apodos, las etiquetas, las frases tan consabidas que parecen jaculatorias. Cero a cero, empate sin goles. Ruiz-Mateos, empresario jerezano. El devastador incendio de tal o cual sitio. El coche accidentado que queda convertido, fatalmente, en un amasijo de hierros; jamás en un montón de chatarra, por ejemplo. López, máximo representante del hiperrealismo español. Ora pro nobis.

Yo no sé qué le parecerá al esforzado pintor y escultor de Tomelloso eso de ser el máximo representante de nada. Me imagino que le traerá al fresco y que dirá, como suele, que eso de los colgajos adjetivatorios es “cosa de los hombres”. A veces añade: “Y de las mujeres”, zumbón. Yo he tenido siempre la clara idea de que Antonio López pinta lo que ve, o lo que imagina, o lo que quiere ver o se esfuerza en imaginar. Vamos, como todos. Él hace su trabajo para, ante todo, disfrutar con él. Sus disfrutes son largos: le lleva años decir por primera vez que termina un cuadro, y digo lo de “por primera vez” porque don Antonio suele terminar los cuadros varias veces, dos, cuatro, ocho o diez, las que le hagan falta. Y, cuando dice que ha concluido, más vale poner el cuadro fuera de su alcance, porque si vuelve a verlo, invariablemente se acerca y murmura: “Aquí es que…” Y vuelta la burra al trigo, como dicen en Tomelloso.

He hablado con don Antonio dos veces en mi vida, tres con la de hoy. Es un hombre tímido, de extraordinaria amabilidad, pero yo tengo la sonriente convicción de que no se acuerda ni remotamente de mí (lo entrevisté hace años en su estudio, cuando se rodó El sol del membrillo) y, aún más, creo que eso le pasa con la inmensa mayoría de las personas que se le acercan y le sonríen y se hacen fotos con él. A mí me parece muy bien eso. No es una flor de invernadero, todo lo contrario; ni tampoco un sabio despistado como Cristóbal Halffter, a quien me han presentado once veces en los últimos diez años y cada una de las once me saludó con la exquisita cordialidad de quien no te conoce de nada; y he cantado con él, le he llevado en mi coche, he estado en su casa y él en la mía, hasta hemos conspirado juntos para hacer regalos (musicales) de cumpleaños. Pues nada: cada vez que nos volvemos a tropezar pasa lo mismo: “Hola, yo soy Cristóbal, encantado. Oiga… ¿no nos habremos visto antes, quizá?”

Antonio López no es así. Sencillamente, siempre parece que está pensando en otra cosa o que mira hacia algo que está detrás de ti y que tú no ves. Lleva puesta siempre, debajo de la cortesía y hasta de la franqueza, la soledad, la concentración, casi el ensimismamiento esencial del creador, y yo creo que eso tiene que ser así y que no hay más vueltas que darle.

Don Antonio, en Atocha, sonríe como un chavalín mientras máquinas muy poderosas descargan las dos gigantescas cabezas de niño (en realidad es su nieta) que simbolizan, para él, la Noche y el Día. La sencillez, al menos la aparente, no puede ser mayor: la Noche es la niña con los ojos cerrados; en el Día los tiene abiertos. No hay más.

O sí hay más, ¿quién sabe eso? Desde Altamira, desde que alguien se puso a pintar algo en algún sitio con la intención de que produjese en el espectador emociones de orden estético además de propiciar mágicamente la caza de la cierva, una obra de arte tiene infinitos significados que se dividen en dos. Uno, lo que el autor quería expresar. Otro, todos los demás, o sea cada uno de los significados que tiene para todos aquellos que se paran a mirar el trabajo y a pensar. Yo veo en esas cabezas no tanto el retrato de una niña (los críos tienen expresión y esta no la tiene) sino la niña, la esencial, la común a todas: la infancia como expresión máxima de la sencillez. No hay risas ni llantos ni mohínes ni gestos de ninguna clase: solas sobre un pavimento oscuro, las dos enormes cabezas se diferencian casi nada más que en los ojos abiertos o cerrados. El Día y la Noche. Don Antonio, que en 1964 ya pintó esa misma estación de Atocha con un resultado mil veces más inquietante, ha concluido por dotar a su mensaje de una simplicidad casi egipcia. Él sonríe al verlo. Yo también, no sé si por lo mismo. Y la gente que lo ve o que pasa por el vestíbulo, pues eso allá cada cual.

Pero en un supuesto Libro de Horas que miniase Antonio López hay dos instantes mucho más importantes para él; dos horas que no están ahí, en la doble cabeza de la nieta, y que traen al pintor obsesionado desde hace mucho tiempo: las confusas del amanecer y del atardecer. Un atardecer de Antonio López acaba de venderse en una subasta por más dinero del que yo veré pasar por mis manos en toda mi vida. Es Madrid desde Torres Blancas y, con independencia de la ciudad vacía –Antonio siempre pinta a Madrid sin gente, como si algo acabase de suceder o, aún mejor, como si algo trascendental estuviese a punto de pasar-, el pintor se ha pasado seis años buscando la manera de reproducir, o quizá inventar, la luz del preciso instante del atardecer en que el mundo comienza a abandonar el día y, a la vez, empieza a disponerse para el tránsito hacia la noche.

La otra luz, la del amanecer, es la de su cuadro del comienzo de la Gran Vía de Madrid. De joven vi muchas veces esa luz. La longitud de la noche de los sábados solía terminar exactamente ahí, exactamente así, con esa luz precisa de principio de domingo; esa y no otra; la vi tantas veces mientras caminaba, vencido y solo, hacia El Retiro, que me sentí pillado en falta, casi desnudo; enrojecí de miedo cuando vi, mucho después, el cuadro con aquella luz que a mí me abría las heridas de la memoria.

Decía Picasso –que no era precisamente un figurativo, o dejó de serlo muy pronto– que la pintura es luz y sólo luz. Lo mismo pensaban, lo dijeran o no, Piero della Francesca, Vermeer, Velázquez y por ahí seguido. Quizá en algunos cielos madrileños de Velázquez y Goya he creído yo intuir la magia sin misericordia de los amaneceres y los atardeceres despoblados de Antonio López. No conozco a nadie en el mundo que sea capaz de pintar (inventar, recordar; por ese sendero llegamos a Shakespeare) la luz, o la memoria de la luz, como lo hace este señor bajito de Tomelloso a quien veo alejarse bajo el sol de julio mientras deja a su nieta, convertida en metáfora inmediata del Día y la Noche, en una estación de tren.

Hay críticos amigos, e incluso amigos pintores, que dicen que los cuadros de López son fríos, inexpresivos, académicos y –no faltaba más– “hiperrealistas”. Alguno ha llegado a decir, bien es verdad que con demasiado whisky en el cuerpo, que para qué queremos a López si ya tenemos la fotografía.

Yo, en esos casos, prefiero callar. Tratar de rebatir sandeces es inútil: acaba por ganar el que más grita, que de ninguna manera está dispuesto a aceptar más opinión ni verdad que la suya. Pero, repito, no conozco a ningún pintor vivo (hago excepción de Julio Cebrián, desde luego) que sea capaz de estrujarme el alma como lo hace Antonio López García cuando se pone a pintar eso, horas. Las que yo viví, sí; o sea, las que él imagina o recuerda mucho mejor que yo, que tiendo a usar la mala memoria como disfraz artero de un arrepentimiento imposible.

Ilustraciones de Julio Cebrián

No hace una gota de frío esta mañana en que un señor bajito, mayor, con una cara que parece tallada en madera de enebro o de espino, entra sin hacer ruido en la estación madrileña de Atocha para algo tan cotidiano como instalar en un vestíbulo dos cabezas de bronce que pesan más de dos toneladas cada una. Es Antonio López García, a quien los periodistas solemos calzar de inmediato el sobrenombre de “el máximo representante del hiperrealismo español”. Hay que ver qué dados somos los periodistas a esto de los apodos, las etiquetas, las frases tan consabidas que parecen jaculatorias. Cero a cero, empate sin goles. Ruiz-Mateos, empresario jerezano. El devastador incendio de tal o cual sitio. El coche accidentado que queda convertido, fatalmente, en un amasijo de hierros; jamás en un montón de chatarra, por ejemplo. López, máximo representante del hiperrealismo español. Ora pro nobis.