Es noticia
Retrato renacentista de Manuel Valdés
  1. Cultura
  2. El Cultiberio
Incitatus

El Cultiberio

Por

Retrato renacentista de Manuel Valdés

En el Prado, casi nada más entrar en la sala por la puerta de Jerónimos, me recibe la mirada cómplice del Retrato de hombre que pintó

En el Prado, casi nada más entrar en la sala por la puerta de Jerónimos, me recibe la mirada cómplice del Retrato de hombre que pintó Antonello da Messina y me acuerdo inmediatamente, como no podía ser de otro modo, de Manolo Valdés Fernández.

Valdés entró aquel día en clase como solía, o sea como un torbellino: un, dos, un, dos, a todo gas, dejando tras de sí una zona de bajas presiones atmosféricas. No dio ni los buenos días. Se subió a la tarima, cogió una tiza, pintó en el encerado una larga raya horizontal y dijo, por toda explicación: “Esto es la realidad”.

Los de Filología nos quedamos perplejos por varias razones. Primera, ¿quién era aquel señor? ¿Se había equivocado de aula? A aquella hora teníamos Arte con García (pongo García porque no me acuerdo de cómo se llamaba el profe, lo siento). Y, por otra parte, ¿desde cuándo la realidad es una raya en un encerado?

Valdés, que de aquella tenía oscuro el flequillo, hizo armar el trasto de las diapositivas, apagó la luz y comenzó a explicar que en la Italia del 1400 se había organizado algo parecido a una conspiración de artistas que pretendían alcanzar aquella raya. La de la realidad. La primera diapositiva que puso fue el Llanto sobre el Cristo muerto de Giotto. Y a renglón seguido puso una equis de tiza bastante más abajo de la raya.

Había que lograr la reproducción de la realidad en la pintura, ése era el plan. Pero no sabían cómo hacerlo y cada uno se puso a investigar un aspecto distinto. Giotto, que fue de los primeros, se decidió a pintar el cielo de color azul (que ya era hora: hasta entonces siempre era dorado) y empezó a hacer experimentos con la figura humana: aquellos angelitos que revoloteaban, como avispones, sobre el cuerpo muerto de Jesús, eran en realidad un pretexto para inventar escorzos.

Aquello cundió, decía Valdés. Piero della Francesca empezó a hacer cosas raras con la luz y separó la luz conceptual (la que no viene de ninguna parte, simplemente está) de la luz que sí procede de un foco luminoso y que hace sombras. Y pintó El sueño de Constantino. Paolo Uccello se lanzó a por la perspectiva, a descubrir el punto de fuga. Y nos atizó aquellas inolvidables batallas (la de San Romano, por ejemplo) en las que, en primer término, aparecían unos caballos curiosísimos y de colores disparatados: verdes, anaranjados, violetas, y gente que se peleaba. Pero al fondo, como si con ellos no fuese la cosa, había labriegos, pueblecitos, gente que paseaba tan tranquila, perros o liebres. Y allí, entre los “secundarios”, estaba el punto de fuga, que era lo que Uccello buscaba con tanto ahínco… que perdió, dicen, la chaveta. Otra equis de Valdés en el encerado, más cerca de la raya. Fra Angelico se las tuvo tiesas también con la perspectiva (ah, la Anunciación del Prado), pero sobre todo con los colores: había que saber ordenarlos. Lo mismo que Botticelli, pero a éste le dio por buscar las transparencias en los tejidos y la pista de los secretos del rostro humano. Ahí vimos, por supuesto, el Nacimiento de Venus. Pollaiuolo se emperró con la figura humana, los escorzos, las posturas, los músculos, y lo dejó todo clarísimo en El martirio de San Sebastián, donde aparecen, asaeteando al santito, un montón de mozos en todas las posiciones posibles. A Perugino le dio por pintar unos arbolitos imposibles, pero empezó a tratar el paisaje de un modo cautivador. Más equis en el encerado, cada vez más cerca de la raya. En clase no se oía ni un solo rebuzno, estábamos todos petrificados. Y Valdés, cada vez más fuera de sí, más transfigurado, puso en la pantalla Los milagros de San Pedro, de Massaccio, y, sin cortarse un pelo, trazó con tiza, sobre la pantalla, las líneas de la perspectiva y el famoso punto de fuga. “¿Lo habéis entendido?” Se cargó la pantalla, claro, pero sí. Lo habíamos entendido.

Contó que un italiano (creo que Antonello da Messina) se trajo de Flandes el invento del óleo, que permitía pintar cosas diminutas (bucles en el pelo, joyas, pestañas). Nos dejó de piedra con las telas almidonadas de Van der Weyden, y con las delicadezas de Jan van Eyck (ah, el Matrimonio Arnolfini) y Durero. Nos acollonó sin misericordia con el Juicio Final de Luca Signorelli y con el Cristo yacente de Mantegna (¡ya se habían acabado los secretos de la figura humana!), y así, equis tras equis, nos arreó las Estancias de Rafael Sanzio. Y ahí estalló:

–¡La realidad! ¡Aquí está la realidad! ¿La veis o no la veis?

Desde luego que la veíamos. Y después, por encima de la raya, puso a Da Vinci, a Miguel Angel, al Greco y a toda la tropa de manieristas del XVI y del XVII. Ya se sabía reproducir la realidad y todos aquellos estaban, sencillamente, jugando a interpretarla con mayor o menor talento.

Cuando, al cabo de hora y media, se encendieron las luces en el aula, Manolo Valdés recibió, parpadeando como si se acabara de despertar de un intenso sueño, una ovación de casi cinco minutos, con todos aquellos protofilólogos puestos en pie. Yo recibí la clase más deslumbrante que me habían dado en mi vida y decidí, allí mismo, estudiar Arte.

Hagan ustedes esa misma prueba, la de la famosa raya de la realidad. La exposición El retrato del Renacimiento, que se acaba de inaugurar en el Prado, es seguramente la más asombrosa que este caballo viejo ha visto en muchos años. Miguel Falomir ya puede morirse tranquilo: ha hecho la mejor exposición que hará en su vida, por más que esta dure. Están los más grandes tesoros de los mejores museos de trece o catorce países. Está la mayor parte de lo mejor del mundo. Vayan ustedes a verla con tiempo, con mucho tiempo, varias veces si es posible, y jueguen a colocar cada pieza más arriba o más debajo de esa inolvidable raya de tiza.

¿Qué harán con Piero della Francesca, aquel canallita que se negaba a “embellecer” los rostros malvados de Sigismondo Malatesta o de Federico de Montefeltro, propietario de la más espantosa nariz que vieron los siglos? ¿Qué les va a pasar cuando les mire Durero desde su autorretrato? ¿Qué les dirá el Caballero de la mano en el pecho, con la mirada más triste y tímida que yo he visto nunca? ¿Creerán ustedes en la reencarnación cuando vean que el Cardenal a quien retrató Rafael es, en realidad, el actor Adrien Brody en una vida anterior? ¿Comprenderán que la pintura, al contrario que la fotografía, logra que los retratados permanezcan vivos para siempre?¿Se quedarán pasmados, como me quedé yo durante diez minutos, ante la inmensa melancolía de Carlos V en Mühlberg? ¿Cómo soportarán las miradas traspasantes, brutales, que era capaz de pintar Antonio Moro? ¿A alguno se le saltarán las lágrimas, como a mí, cuando vea el Autorretrato del viejo Tiziano, un cuadro cuya reproducción me acompaña (yo mismo le puse el marco) desde hace más de treinta años? ¿Cómo sonreirán al ver lo pequeñita que es, en realidad, esa joya absoluta del Matrimonio Arnolfini, con un espejo del tamaño de una moneda en el que cabe toda una habitación? ¿Qué les dirá Isabel de Valois en sus dos retratos, iguales pero tan distintos, de Antonio Moro y de Sánchez Coello?

Y luego, cuando suban al claustro (ese lugar es la poesía misma), ¿qué conversación mantendrán con las estatuas que los Leoni, padre e hijo, hicieron del César Carlos, de Felipe II y de la bellísima Isabel de Portugal? ¿No temblarán ante la estatua brutal de María de Hungría? Y, si se asoman por el hueco central, ¿qué les pasará por la cabeza y por el corazón al ver una perspectiva inaudita, estremecedora, de Carlos V y el Furor?

Gracias eternas, Manolo Valdés, uno de los mejores profesores que tuve nunca, por aquella clase de la raya en el encerado, aquella hora y media que jamás podré olvidar. Te vi hace poco tiempo en la Real Academia Española. Lo único que te ha cambiado ha sido el color del flequillo, que ahora es blanco, pero sigues con la misma energía y el mismo magnetismo de cuando yo era un chaval que te escuchaba embobado en clase. Gracias a ti he disfrutado como nunca con esta exposición del Prado, la más gloriosa en muchos años. Esa fue la herencia que dejaste en este pobre penco que aún es capaz de emocionarse con un retrato ensimismado de Hans Memling.

Y pobre Universidad española, en la que queda tan poca gente como tú.

Ilustraciones de Julio Cebrián

En el Prado, casi nada más entrar en la sala por la puerta de Jerónimos, me recibe la mirada cómplice del Retrato de hombre que pintó Antonello da Messina y me acuerdo inmediatamente, como no podía ser de otro modo, de Manolo Valdés Fernández.