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Nobles e innobles

En el mundo aparecen diariamente tal cantidad de libros que uno necesitaría dos vidas y media para meterse por los ojos tan sólo lo que

En el mundo aparecen diariamente tal cantidad de libros que uno necesitaría dos vidas y media para meterse por los ojos tan sólo lo que se publica en una semana. Y al menos diez o doce años para trasegar lo que ve la luz en España en tan sólo un mes. Claro que no todos los libros son iguales: los hay interesantes, plúmbeos, buenos, malos, mediopensionistas y una categoría muy nutrida que yo suelo calificar como “libros raros”, porque uno no sabe bien qué hacer con ellos y, en el caso de que uno termine por leerlos, suele salir de la lectura con una extraña mezcla de sensaciones que van desde la acidez de estómago al mareo, pasando por el cansancio, la curiosidad rara vez satisfecha y, sobre todo, la sorda intuición de que a uno le acaban de tomar soberanamente el pelo.

Acudí, básicamente por razones de amistad personal, a la presentación de El caso Medina-Sidonia. La polémica historia de la duquesa roja, sus hijos y su viuda, que ha escrito Íñigo Ramírez de Haro y que ha publicado, la verdad es que no sé por qué ni para qué, La Esfera de Ymelda Navajo. Este Ramírez de Haro es un personaje del que uno no se explica cómo no ha sido fichado aún, como lenguaraz de plantilla, en cualquier programa de telebasura. Es guipuzcoano, más o menos de mi quinta, marqués de Cazaza y primo de Esperanza Aguirre, lo cual ha propiciado a nuestra inefable doña Cuaresma más de un dolor de cabeza que, la verdad sea dicha, ella ni esperaba ni merecía. Dice ser dramaturgo (el de Haro; doña Cuaresma, de momento no, al menos que yo sepa), escritor y no se sabe cuántas cosas más, pero en realidad se trata del típico ejemplar del Vivales insumergibilis que está en este mundo para incordiar, hacer todo el ruido que pueda y, cómo no, sacar dinero de ello.

Su mayor aportación (insisto: que yo conozca) a la Cultura occidental es una obrita de teatro que se estrenó hace años en el Bellas Artes de Madrid y que tenía un título completísimo: Me cago en Dios. Digo que era completísimo porque fui a ver la obra y comprobé que todo el ingenio de aquella comedieta, absolutamente todo, estaba ahí, en el título, que ya ven ustedes que es ingeniosísimo, ¿verdad? Lo demás, la pieza en sí, era una chorrada de insoportable tosquedad que habrían rechazado en la función de fin de curso de cualquier centro escolar. Vamos, una verdadera birria. Eso sí, provocó airadas manifestaciones de creyentes a la puerta del teatro. Estoy convencido de que eso era lo que el “dramaturgo” quería, eso y nada más.

Este libro que ha sacado tan ilustre lumbreras consiste en lo siguiente. Al final, una entrevista con Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura, la duquesa de Medina-Sidonia que falleció hace unas semanas horas después de contraer matrimonio civil con su amante de más de media vida, la alemana Liliane Dahlman. Sembradas por el libro, otras tres entrevistas con los hijos de la duquesa: Leoncio, Pilar y Gabriel González de Gregorio y Álvarez de Toledo. Y, entreverado con todo ello, una serie de capítulos en los que el señor marqués de Cazaza nos atiza unas reflexiones (de algún modo hay que llamarlas) personales sobre lo que él denomina “la Excelencia”, esto es, la aristocracia.

En su entrevista, la duquesa fallecida queda más o menos a la altura intelectual de doña Rogelia, el célebre personaje de la ventrílocua Mari Carmen. Yo conocí personalmente a esa mujer y puedo atestiguar que no era, ni por lo más remoto, tan imbécil como aparece en esas páginas. Leoncio, el primogénito y hoy nuevo duque –además de conde de Niebla–, da la sensación de ser un tonto a medio reciclar. Su hermana Pilar, aún duquesa de Fernandina (le van a quitar el título), aparece, a mi modo de ver, como otra tonta, pero ésta sin reciclaje posible y, además, ambiciosa hasta el borde de la demencia. Sólo se salva, bien es verdad que nada más que a ratos, el bueno de Gabriel, el menor, que sólo tiene su título de ingeniero de Montes y quien, de todos modos, es mostrado por el autor de la entrevista como un bicho amargado, ávido de dinero y enfermo incurable de lo que podríamos llamar “pleitopatía”, es decir, un ludópata de los Tribunales que se pasa la vida demandando a todo el que se le pone por delante.

De los capítulos sobre “la Excelencia” mejor ni hablamos, porque esos son fruto exclusivo de las luces del autor y este hombre da para lo que da y ni un centímetro más.

La presentación, en el hotel Intercontinental, fue todo un éxito. Había numerosos nobles de mayor o menor pelaje, amigos, conocidos y peatones sin graduación, todos en tal cantidad que los empleados del hotel tuvieron que disponer, a toda prisa, media docena de filas de asientos suplementarios, porque no se cabía. En la mesa presidencial, Ymelda Navajo (que tenía, la pobre, una cara de cólico nefrítico que daba miedo verla), el autor, Gabriel González de Gregorio y un personaje asombroso a quien todos llamaban El Capi, de nombre Miguel Ángel Arenas, que dice ser productor musical (métanse en internet y agárrense a la silla) y que, según entendimos todos, estaba allí, en camiseta negra, para contar todo lo que se le pasaba por la cabeza sobre la vida sexual de la duquesa fallecida. Escuchando sus onanismos mentales, a este caballo le asaltaba la misma necesidad fisiológica urgente que le asalta cuando se tropieza en la tele con Belén Esteban: cambiar inmediatamente de canal. Por desgracia, esto no era posible en el hotel Intercontinental.

Me interesa Gabriel. Me une a él cierto afecto personal, la verdad es que reciente. Es un hombre afable e inteligente, algo excéntrico (va y viene por Madrid en bicicleta plegable, que hace guardar en los restaurantes a los que acude, y tocado con una chichonera de ciclista de lo más llamativo) y que ha padecido dos desgracias muy graves. La primera, carecer por completo del cariño de sus padres, de los dos, desde el momento mismo de nacer. La duquesa, que era –aparte de una mujer de carácter muy difícil– lesbiana, se casó porque así estaba establecido en la familia, tuvo tres hijos con aquel señor al que de ninguna manera amaba y, al nacer Gabriel, dijo: “Ya he cumplido como esposa y como mujer. Ahí te quedas”, y se separó. Se dedicó a vivir su vida y, sobre todo, a organizar (con más valor y voluntad que conocimientos) el descomunal archivo de la Casa de Medina-Sidonia, uno de los más importantes del mundo, cuyo estudio riguroso y cuya apertura a los investigadores podría volver del revés, como un calcetín, lo que hoy entendemos por historia de España y aun de Europa.

Los tres niños se educaron con bisabuelos, abuelos, tíos-abuelos y por ahí seguido. No con sus padres, que no los querían en absoluto, sobre todo ella. Esa fue la primera desgracia: no conocer lo que es el amor de un padre o de una madre.

La segunda fue aún peor: comprobar, pasados los años, que el señor duque y la señora duquesa (que no se podían ni ver) organizaron durante toda la vida una conspiración asombrosa para, así como suena, robar a sus hijos. Apropiarse de herencias, legados, legítimas, propiedades, objetos de arte: bienes muy valiosos que pertenecían legalmente a los chicos y que, mediante una inaudita sucesión de trampas que duraron décadas, ambos birlaron. Sobre todo la duquesa, como explica Gabriel.

Esto es lo que este hombre, el menor de los tres hermanos (los otros dos, los “titulados”, ni se molestaron en acudir), trató de explicar en la presentación del libro. No pudo. Apenas logramos atisbar el drama humano que ha sufrido este señor y las razones, muy poderosas y muy amargas, que le han llevado a demandar judicialmente, durante años, a quien le dio la vida pero jamás se comportó como su madre. Gabriel intentó explicar todo aquello. Leyó unos folios muy intensos y muy bien escritos, pero es tímido, tiene una voz algo nasal y, sobre todo, estaba nervioso, porque no tiene costumbre de hablar en público: no se entendió mucho su tremendo alegato.

Además, eso parecía ser lo de menos. Aquello estaba planteado como un circo para marujas adictas a la telemierda en el que el autor, señor marqués de Cazaza, y su impresentable compinche, el apodado Capi, competían por decir la bobada más gruesa y con sal más gorda. Gabriel González de Gregorio y Álvarez de Toledo, un buen hombre que trataba de explicar con honestidad por qué hace lo que hace, estaba allí haciendo de bobo, de tentebonete, de punching-ball para las groserías de los otros dos, sobre todo del que presume de ser (lo dijo varias veces) su “primo”, el tal De Haro. Dos veces intentó Gabriel explicar su historia. Las dos fue interrumpido por su “primo”, que le dijo: “Anda, calla, despojo, que eres un despojo, que no haces más que enrollarte”, citando una supuesta frase de la duquesa muerta. A mí me hervía la sangre (la cara de Ymelda era aún peor que la mía) al ver cómo aquel tipo tan maleducado se permitía insultar así a la única persona que, en aquella mesa, tenía algo interesante que decir, pero aguanté la marejada hasta el final para darle un severo abrazo al buen “despojo”, que encima creía que todo había ido muy bien y que la gente se había reído y había disfrutado.

Sí se rieron, Gabi, claro que sí. Pero de ti. Eso lo vimos todos menos tú, que eres un pedazo de pan y que has cometido el funesto error de ponerte en manos de un Guzmán de Alfarache como ese “primo” tuyo que ha escrito un libro deleznable y que dejó clarísima, el otro día, la muy escasa distancia que puede haber entre ser “noble” y ser un perfecto innoble.

Sobre el libro, pues… Si este verano tienen ustedes a mano cualquier otra cosa impresa, aunque sea la guía de teléfonos…

Ilustraciones de Julio Cebrián

En el mundo aparecen diariamente tal cantidad de libros que uno necesitaría dos vidas y media para meterse por los ojos tan sólo lo que se publica en una semana. Y al menos diez o doce años para trasegar lo que ve la luz en España en tan sólo un mes. Claro que no todos los libros son iguales: los hay interesantes, plúmbeos, buenos, malos, mediopensionistas y una categoría muy nutrida que yo suelo calificar como “libros raros”, porque uno no sabe bien qué hacer con ellos y, en el caso de que uno termine por leerlos, suele salir de la lectura con una extraña mezcla de sensaciones que van desde la acidez de estómago al mareo, pasando por el cansancio, la curiosidad rara vez satisfecha y, sobre todo, la sorda intuición de que a uno le acaban de tomar soberanamente el pelo.