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Cuando Barenboim nos partió en dos
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Cuando Barenboim nos partió en dos

Guy Brausntein, allí sentado en mangas de camisa, sonreía al violín como si no fuese a tener en esta vida ningún amor más poderoso. Nosotros mirábamos

Guy Brausntein, allí sentado en mangas de camisa, sonreía al violín como si no fuese a tener en esta vida ningún amor más poderoso. Nosotros mirábamos a Guy sin respirar. Él no nos hacía caso: como si no estuviésemos. Él sólo miraba a su violín. Guy es un mozo grandón, con barba, ojos pequeñajos, una invencible timidez que salta a la vista desde siete kilómetros y gestos algo torpones –también cómicos– cuando va o viene por el escenario y sabe que todo el mundo se está fijando en él. Vamos, lo que nos pasa a todos los gordinflas tímidos. Pero esta especie de oso vergonzoso y adorable, sentado en su atril y con el violín en la cara, se transmutaba en un ángel del cielo, un ser ágil y desde luego alado, y miraba a su violín cómo sólo se puede mirar a alguien a quien uno sabe que va a amar para siempre con un amor irremediable, infinito, un amor destinado a crecer día por día durante el resto de la vida. Le sonreía, a veces le preguntaba cosas con la mirada o con el gesto de los labios, otras veces parecía sentir dolor, otras una inmensa paz. Y el violín, de más está decirlo, respondía con un sonido íntimo, con unas notas cantadas sólo para él, que brotaban del alma de madera con una dulzura que partía el corazón. Aquello era un diálogo a solas entre Guy y su violín.

Pero no tan a solas, claro. Primero porque allí, en la Plaza Mayor de Madrid, estábamos casi seis mil personas conteniendo el aliento con una indescriptible cara de hipnotizados. Y segundo porque lo que estaba sonando era el segundo movimiento, Andante, de la Sinfonía concertante en Si bemol, Hob. I. 105, de Franz Joseph Haydn, y eso tiene más bien poco de ensimismamiento personal y de soliloquio machadiano con el violín que siempre va contigo. En ese movimiento, la orquesta está allí como un acogedor café antiguo en cuya mesa del rincón, en penumbra, se sientan cuatro personas a contarse recuerdos sin duda muy queridos. Así que no es un monólogo sino una conversación, y a veces Guy Braunstein charlaba un rato con Hassan Moataz, un morenín apenas veinteañero que, junto a él, manejaba el violoncelo como si en su vida hubiese hecho otra cosa. O con Mor Biron, otro jovencito que soplaba el fagot con tal cariño que resultaba difícil distinguir dónde terminaba el chico y dónde empezaba el fagot. O con Ramón Ortega, un andaluz flaco y también muy joven que tiene con su oboe una relación físico-cinética semejante a la que mi hermanico Luis Turina tiene con su violín o, si ustedes perdonan el atrevimiento, como la que yo mismo tengo con la música: somos incapaces de estarnos quietos. A Ramón Ortega, su oboe lo sienta y lo levanta, lo empuja a derecha o izquierda, le hace botar en la silla y, cuando acaba de tocar, está el pobre muchacho rendido. Pero feliz.

Y delante de los cuatro, Daniel Barenboim, de pie. A veces estiraba la mano y la orquesta daba un acorde, o recordaba una frase hermosa, o resumía lo que los otros habían dicho. Pero la mayor parte del tiempo, el gran maestro estaba quieto. Dejaba hacer a los cuatro muchachos y, esto sobre todo, les miraba con una sonrisa tan cargada de amor, con una ternura tan interminable, que a nosotros –a los seis mil– se nos llenaban los ojos de agua. Era un padre mirando a sus hijos.

Y ¿saben ustedes qué era lo mejor de todo? No sólo la belleza de la música, no sólo la emocionante conversación que inventó ahí el abuelo Haydn. Lo mejor era saber que Guy Braunstein y Mor Biron son judíos, que Hassan Moataz es egipcio y que Ramón Ortega es andaluz. Y que la orquesta a la que pertenecen es la West-Eastern Divan, sin duda uno de los más grandes regalos que el maestro Barenboim ha hecho al mundo. Esos ciento veinte chavales proceden de Israel, de Palestina, de numerosos países árabes y, claro está, también de España. El más joven tiene doce años. El mayor no pasa de los treinta. Yo no sé si el padre del israelí Guy se lleva bien con el padre del árabe Hassan. A lo mejor no mucho. Pero lo que ambos muchachos hacen con sus instrumentos, violín y violoncelo; el diálogo que mantenían en ese Andante, la complicidad absoluta entre ambos; y sobre todo la belleza, la armonía y la felicidad que gotean de ese diálogo, deberían poner colorados de vergüenza a Olmert, a Abbas, a los zumbados de Hamas, a los colonos judíos ultraortodoxos, al peligrosísimo Ahmadineyad, a los jeques, a los rabinos, a Bush, al rey de Arabia y a todo bicho viviente de los que tienen las manos metidas en ese avispero. De Bin Laden no digo nada porque es imposible que a ese señor le guste la música.

Barenboim, gracias a la pasión musical del alcalde Gallardón, lleva ya cinco años abarrotando la Plaza Mayor de Madrid en una tarde de agosto, con diversas orquestas y programas. No será fácil olvidar aquella Novena de Beethoven. Ni las Variaciones de Schönberg del año pasado, cuando casi nos ahogamos, porque se abrieron los cielos y Gallardón casi tuvo que llamar a los guardacostas del Ayuntamiento para sacarnos a todos de allí. Pero lo de este año fue, ustedes perdonen, la mismísima puñeta.

Esos ciento veinte críos que llevan apenas nueve años haciendo música juntos (y muchos de ellos, cuando empezaron, no habían visto jamás una orquesta); esos ciento veinte críos que se han dado cuenta de que, antes que de un sitio o de otro, de una religión o de otra, de una o de otra patria, son músicos, es decir, seres humanos que, cuando trabajan juntos, cuando se esfuerzan juntos, producen entre todos una belleza que parte el alma a las piedras, no sólo han logrado un resultado artístico que da escalofríos y que cuesta trabajo creer, porque no entra dentro de las capacidades humanas crear una orquesta tan asombrosa en tan poco tiempo. Esos chavales, con Barenboim al frente, son la demostración inatacable de que es posible la paz, la armonía entre las gentes más diversas. No sé si es verdad que la música amansa a las fieras; en este caso debería avergonzar a muchas de ellas. Pero la West-Eastern Divan sí prueba, una vez más, que Cervantes tenía razón: “Donde hay música no puede haber cosa mala”.

Después de Haydn, en el intermedio, el alcalde de Madrid, que se hallaba en un estado de transverberación angélica que daba gloria verlo (pero si estábamos todos igual, caramba) me tomó del brazo: “Inci, ¿cómo estás?” Yo sólo acerté a balbucear: “Muy emocionado. Muy, muy emocionado”.

Lo que vino después ya no fue de este mundo. Miren que Wagner y yo mantenemos desde siempre una relación más bien difícil, ¿eh? Pero ese primer acto de La Walkyria fue una conjunción de planetas. Qué llorera, por Dios. Algo sucedió en las alturas, algo inaudito urdió el Gran Arquitecto del Universo para lograr que la Plaza Mayor, abarrotada de gente, se viese transportada al centro de una burbuja de luz en la que no cabía absolutamente nada más que la perfección misma, la gloria, la belleza en estado puro. La orquesta se transformó en la legión de ángeles músicos que hay en la fachada de la catedral de León. Angela Denoke, en el papel de Siglinda, nos enamoró a todos. El inmenso Simon O’Neill no volverá a cantar así en lo que le queda de vida, estoy convencido. No es que interpretase a Siegmund; es que era Siegmund, es que volaba, es que lloraba, es que le veías la espada centelleante en la mano vacía. Y hasta al legendario John Tomlinson, una de las más grandes voces de bajo de los últimos cincuenta años, le costaba un verdadero esfuerzo someterse al carácter severo, adusto e intransigente del viejo Hunding, porque aquello estaba saliendo tan bien, tan celestialmente bien, que no es que se callasen los pájaros para escuchar: ¡es que guardaban silencio hasta los camareros de los bares de la plaza, que eso sí que es la prueba definitiva del inmenso poder de Dios!

Diez minutos de aplausos, de flores, de bravi, de lágrimas. Y muchos más habrían sido si Barenboim no llega a decirles a los chicos que abandonasen el escenario (no hubo propinas y esa fue una sabia decisión: después de aquel Wagner no se podía escuchar nada más) mientras los miles de madrileños seguían aplaudiendo, alucinados, transfigurados, y se negaban a que la burbuja mágica se deshiciese.

Gallardón y yo, que nos acabábamos de conocer por fin, nos quedamos mirando el uno al otro unos segundos, ambos con los ojos inundados, y nos atizamos un abrazo sin palabras que casi me lleva a Urgencias. Antes de abandonar la plaza miré una vez más al escenario. Y allí estaba Guy Braunstein, quieto, solo, contemplando a la muchedumbre con cara de interrogación, con la expresión de quien no termina de entender las dimensiones de lo que acababa de suceder.

Lógico, chaval. Los milagros no se explican. Los milagros son. Tu violín, tú y tus compañeros sois la prueba evidente de eso.

Guy Brausntein, allí sentado en mangas de camisa, sonreía al violín como si no fuese a tener en esta vida ningún amor más poderoso. Nosotros mirábamos a Guy sin respirar. Él no nos hacía caso: como si no estuviésemos. Él sólo miraba a su violín. Guy es un mozo grandón, con barba, ojos pequeñajos, una invencible timidez que salta a la vista desde siete kilómetros y gestos algo torpones –también cómicos– cuando va o viene por el escenario y sabe que todo el mundo se está fijando en él. Vamos, lo que nos pasa a todos los gordinflas tímidos. Pero esta especie de oso vergonzoso y adorable, sentado en su atril y con el violín en la cara, se transmutaba en un ángel del cielo, un ser ágil y desde luego alado, y miraba a su violín cómo sólo se puede mirar a alguien a quien uno sabe que va a amar para siempre con un amor irremediable, infinito, un amor destinado a crecer día por día durante el resto de la vida. Le sonreía, a veces le preguntaba cosas con la mirada o con el gesto de los labios, otras veces parecía sentir dolor, otras una inmensa paz. Y el violín, de más está decirlo, respondía con un sonido íntimo, con unas notas cantadas sólo para él, que brotaban del alma de madera con una dulzura que partía el corazón. Aquello era un diálogo a solas entre Guy y su violín.