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Incitatus

El Cultiberio

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Cuando hasta el aire falta

Esta noche la deseaba yo desde hace días. Esta noche tenía este caballo tantas cosas que contarles a ustedes: lo de Las Troyanas, de Eurípides, en

Esta noche la deseaba yo desde hace días. Esta noche tenía este caballo tantas cosas que contarles a ustedes: lo de Las Troyanas, de Eurípides, en una versión sencillamente soberbia de Ramón Irigoyen. Lo del Estatuto de Bayona, carta otorgada por Napoleón a los españoles hace ahora mismo doscientos años, y que un buen profesor de Derecho Administrativo que se llama Santiago Muñoz Machado pretende hacer pasar, a mi juicio equivocadísimamente, por la primera de las Constituciones españolas. Lo de la película La conjura de El Escorial, de Antonio del Real, que va a ser el gran bombazo cinematográfico español de la temporada que ya casi empieza, y de la que se dicen cosas curiosísimas. Algo que he sabido, impagable, sobre las manías de ciertos escritores a la hora de ponerse al trabajo, que eso es oro en lingotes. Muchas cosas más.

 

Pero no puedo.

 

Incitatus conserva hoy una reacción mental que adquirió en su época de Senador del Imperio Romano: “Deja reposar las cosas antes de tomar una decisión”, me decía mi compañero de Legislatura Casio Querea,  y tanto caso le hice que los sentimientos extremos, como la felicidad o el dolor del alma, llegan desde hace años a mi corazón con lentitud. La felicidad, como corresponde a su naturaleza, se va pronto, pero el dolor, aunque hiera tarde, se amarra a las costuras del pecho y ahí se queda royéndolo. Es por eso que ahora no puedo contarles lo que quería: el roer del dolor lo siento en ese par de versos del XVII que se me han enredado en la cabeza y ahí siguen, dando vueltas, sin dejar sitio para nada más:

 

“Ven, muerte, tan escondida

que no te sienta venir…”

 

Nadie sabe por qué pasan estas cosas. Un accidente. Se incendió un motor del avión. Puede ser. Sin duda es así, qué otra cosa puede decirse ahora. Dentro de seis meses, cuando el tráfago cotidiano nos tenga pendientes de quién sabe qué noticia extraña, alguien concluirá dónde estuvo el error, quién metió la pata, quién hizo mal su trabajo y dejó correr las cosas confiado en esa peligrosísima interpretación del destino que se verbaliza en el siniestro “nunca pasa nada”. Y los de Canal Historia harán un capítulo más de esa serie detestable que se llama “Catástrofes aéreas”. Ahí quedará todo.

 

Pero ahora mismo, cuando escribo, hay centenar y medio de seres humanos carbonizados, metidos en bolsas de plástico y alineados en un lugar de Madrid que se concibió como feria, lugar de exposiciones, espacio cultural, y que ahora, como el 11-M, vuelve a ser una espantosa Morgue. Ciento cincuenta personas a las que la muerte les llegó, desde luego, tan escondida; no la sintieron venir. Pero se los llevó con ellos de un solo zarpazo, de un “hachazo invisible y homicida” que acabó con familias enteras, con parejas de novios, con niños, con una multitud de personas que no tenían que morir esa tarde; centenar y medio de vidas arrebatadas que se han llevado consigo, sin quererlo en absoluto, muchos cientos de vidas más: la de quienes se quedan aquí sin ellos, sin comprender por qué, sin entender nada.

 

Y este caballo triste y desvencijado no sabe qué hacer, qué decir, a quién gritar, contra quién dar coces. Se cabrea un poco –bastante– con ese obispo canario que ha creído ver en este desastre una muestra de la misericordia de Dios, lo cual, si fuese cierto, bastaría para huir a la carrera de ese Dios despiadado y cruel, y sobre todo de sus autotitulados representantes en la tierra, que son capaces de proferir tales sanguinolencias verbales. Pero Inci comprende que ese obispo anciano y con cara de pánfilo no puede decir otra cosa, no es capaz ahora mismo sino de repetir viejas sandeces mil veces recitadas, porque el obispo ha sido golpeado por la misma fuerza brutal que Inci; y, como Inci, como todos, está anonadado, herido en lo más profundo de su alma, estupefacto y desorientado como una hormiga en cuyo hormiguero alguien ha dado un tremendo pisotón, y no puede pedírsele que diga cosas sensatas. Él, como muchos, no tiene más remedio que volver la cara hacia ese Dios al que de ninguna manera entiende. Ni falta que hace. Inci se va al baño a vomitar (hace dos días que nada se le queda en el estómago) y, en el espejo, comprueba que tiene la misma cara de pánfilo que el obispo canario. Y eso, inexplicablemente, es un leve consuelo.

 

Por espantar esos dos versos atroces que zumban como avispas en su cabeza, por no llorar, por hacer algo, Inci pone en el tocadiscos el Requiem polaco de Krzysztof Penderecki. Un Requiem que no es, en rigor, una oración o una súplica de paz y consuelo, sino una imprecación feroz contra un Dios que se permite esparcir en el mundo, arbitraria e impunemente, tanto mal.

Pero Incitatus, al oír cómo la estremecedora voz de Ewa Podles dirige hacia el cielo esa serena, indignada pero serena saeta del Swiety Boze, no tiene ya fuerzas ni ánimos para ponerse a discernir si cree en Dios, si piensa que ha sido Dios, o el azar, o la mala suerte, o quién rayos ha sido el que ha enviado la locura inexplicable de esa muerte tan escondida que nadie sintió venir y que ha segado centenar y medio de vidas, y con ellas la felicidad y la esperanza de muchísimas más.

 

Inci se toma un somnífero sabiendo que eso tampoco servirá para ahuyentar la falta de aire en los pulmones.

 

Se llama dolor, dolor puro.

 

GUÁRDENME EL SITIO

 

Decía Oscar Wilde (lo dijo mucha más gente, pero a mí me gusta citar al gordito irlandés) que la mejor manera de vencer a la tentación es caer en ella. Eso mismo pienso yo de la crisis famosa. Nos está zurrando a todos a base de bien, y a mí me pilla con poco resuello ya. Estoy cansado. Por primera vez en estos ocho años que llevamos aquí juntos ustedes y yo, este caballo viejo se va a tomar unas vacaciones. Nunca lo había hecho hasta ahora: tanto les necesitaba. Ahora no es que les necesite menos, más bien todo lo contrario, pero las olas de la vida vienen altas y necesito refugiarme en otras olas, éstas de un mar lejano y muy amado al que creí que nunca podría volver. Ahora regreso a él; no sé cómo saldrá este reencuentro, pero sí tengo claro que necesito dedicarme a él por entero. Y a solas conmigo. Si ustedes me lo permiten.

 

No es un adiós, eso jamás. Pero mi cabeza, mi corazón y sobre todo mi salud me indican que debo parar un poco. No mucho: el 20 de septiembre, si no se han vuelto a abrir los cielos para dejarnos caer una nueva catástrofe (lo cual está dentro de lo posible), Inci estará aquí de nuevo, como siempre ha estado. Y es de esperar que mejor.

 

Guárdenme el sitio, por favor.

 

Hasta muy pronto. Hasta después.

Ah, y riéguenme las plantas, ¿eh? Gracias.

Esta noche la deseaba yo desde hace días. Esta noche tenía este caballo tantas cosas que contarles a ustedes: lo de Las Troyanas, de Eurípides, en una versión sencillamente soberbia de Ramón Irigoyen. Lo del Estatuto de Bayona, carta otorgada por Napoleón a los españoles hace ahora mismo doscientos años, y que un buen profesor de Derecho Administrativo que se llama Santiago Muñoz Machado pretende hacer pasar, a mi juicio equivocadísimamente, por la primera de las Constituciones españolas. Lo de la película La conjura de El Escorial, de Antonio del Real, que va a ser el gran bombazo cinematográfico español de la temporada que ya casi empieza, y de la que se dicen cosas curiosísimas. Algo que he sabido, impagable, sobre las manías de ciertos escritores a la hora de ponerse al trabajo, que eso es oro en lingotes. Muchas cosas más.