Es noticia
Estaba la casa sosegada
  1. Cultura
  2. El Cultiberio
Incitatus

El Cultiberio

Por

Estaba la casa sosegada

No hay sentimiento más doloroso, pero al tiempo más dulce, que el echar de menos. Y cuando dos que se quieren, y que están lejos,

No hay sentimiento más doloroso, pero al tiempo más dulce, que el echar de menos. Y cuando dos que se quieren, y que están lejos, sienten ese repleto vacío en el alma que nada puede llenar, porque está ya lleno de intensidad, el mundo y el paso de sus minutos se vuelven algo lento e inolvidable. En algunos países de Latinoamérica, ese sentimiento se llama “extrañar”. “Te extraño”, dicen los mensajitos que me manda mi amigo Luis Deulofeu cuando se va a Cuba. Y es exacto, porque el alejamiento hace que las líneas del rostro añorado se difuminen en la memoria y que uno se vaya volviendo otro. Pero no se vuelve extraño quien está lejos, sino uno mismo: los tímidos siempre tememos no ser reconocidos por los ojos que nos vuelven a mirar después de un tiempo de lejanía, porque estamos seguros –el amor es así de raro– de que quien vuelve sí será el mismo que quien se fue.

 

Prólogo sentimental para explicar no sólo que les he echado de menos, lo cual está muy bien, sino que me he sentido clarísima, urgente, terminantemente “extrañado” por muchos de ustedes. No hay en el mundo tantas gracias como yo necesitaría ahora para darles. Qué mensajes, qué llamadas, qué correos en el ordenador al volver a esta casa –que encontré sosegada, como decía Juan de Yepes–, y todo porque mis vacaciones se alargaron un poco más de lo que yo había calculado. Alguno se cabreó conmigo de puro cariño: “Pero por qué cojones dices que vuelves el 20 y luego…”, me reñía Vicente Torres.

 

Bueno, ustedes perdonen la demora. Me ha venido bien. No sólo por el descanso, por la recuperación del mar perdido y por el regreso al valle de Valdeón, de donde me he traído “un gripazo invisible y homicida” (que hubiera dicho Miguel Hernández) que me tiene derribado en cama desde el miércoles. No sólo por las músicas que ahora mismo les contaré. Me ha venido bien sobre todo porque he sido dolorosamente feliz echándoles a ustedes de menos. Espero no haberme vuelto, en este mes, un extraño, porque ya tengo comprobado que ustedes siguen siendo los que eran. Y vaya que si las plantas estaban regadas. Gracias otra vez.

FUEGO FATUO PARA UN ÓRGANO

Hace unos pocos días, sentado en una silla la mar de incómoda, me acordaba del exabrupto de un viejo amigo, operómano convicto y confeso, que se ponía como una fiera cuando la cantante de turno desafinaba: “¡Es que se puede llegar a matar por un Si bemol!”, bramaba. Bueno, pues tenía razón. Estaba este caballo en su catedral, en uno de los conciertos del que, sin la menor duda, es el acontecimiento cultural más importante del año en Castilla y León: el Festival Internacional de Órgano Catedral de León.

Tocaba nada menos que Adolfo Gutiérrez Viejo, uno de los más grandes organistas vivos del mundo, y el programa era un puro gozo: todo Bach, desde la Toccata y Fuga en Re menor BWV 538, llamada “Dórica”, hasta la Pastoral en Fa mayor, pasando por el Ciclo de Navidad del Pequeño libro de Órgano y por ahí seguido. La apoteosis final fue el Preludio y Fuga en Re mayor BWV 532, obra de diabólica dificultad en la que el maestro Viejo tenía que hacer verdaderos prodigios no sólo con las manos sino con los pies: Bach escribió ahí unas escalas en semicorcheas para el pedalier que no se las salta un gitano. Adolfo tocaba de tal modo que uno creía ver el cielo.

Pero no. El cielo no se veía. Y la culpa la tenía el órgano. El Festival, que este año ha echado la casa por la ventana al cumplir veinticinco años, se ha modernizado mucho: en la catedral hay varias pantallas gigantes en las que puede verse lo que filman diversas cámaras. Una de ellas, fija, ofrece la imagen de las manos y los pies del organista. Bien, pues daba verdadera vergüenza ver aquel teclado, que tiene más mierda, con perdón, que el palo de un gallinero. Daba coraje escuchar cómo los registros funcionaban “con criterio propio”, esto es, si les daba la gana y cuando les daba la gana. Y sacaba de quicio aquel Si natural, el tercero del segundo teclado: cada vez que el maestro pulsaba la tecla, sonaba algo como pasar las uñas por una pizarra. Horrible. Vaya que si se puede llegar a matar por un Si, bemol o natural. Pobre Adolfo. Pobre público. Y pobre Johann Sebastian Bach.

 

Al concluir el concierto, yo charlaba un rato con el querido Gutiérrez Viejo y con mi no menos querido Samuel Rubio Álvarez, maestro de capilla de la catedral y director del Festival. Les decía, muy serio:

–El asunto tiene fácil solución. Quedamos una de estas noches, tarde, a las tres o las cuatro de la madrugada. Nos ponemos unos pasamontañas por si hay cámaras de seguridad y entramos con la llave de Samuel. Yo traigo dos o tres latas de gasolina y en un pispás pegamos fuego a ese órgano endemoniado. Así no tendrán más remedio que poner el nuevo. ¿Hace?

Se mondaban de risa los dos. Samuel me decía que la idea era muy seductora, pero innecesaria. El Festival, que nació con la intención de reunir fondos para dotar a la catedral de un órgano decente, está a punto de conseguirlo. No porque hasta ahora no hubiese dinero: claro que lo había, y desde hace bastantes años. Pero ha hecho falta un cuarto de siglo para que los canónigos diesen su pata a torcer y autorizasen –¡como si la catedral fuese suya!– la obra. Se ha tenido que jubilar, singularmente, un clérigo cerbatana, una mala bestia, un tipo de alma retorcida cuyo nombre prefiero no decir, y que llevaba décadas zancadilleando al Festival, a Samuel, al proyecto de nuevo órgano y a todo lo que se le pusiese por delante. ¿La razón? Yo creo que puro animus fornicandi. O sea, por j… y nada más.

No se ha muerto aún este hombre –seguimos elevando nuestras preces al Señor, que se resiste a llevárselo consigo y no me extraña: se ve que lo conoce– pero se ha jubilado; en el Cabildo manda gente del siglo XXI y no del siglo XIX, y el Festival podrá lograr, por fin, uno de sus principales objetivos: dotar a la catedral de un órgano de tal categoría que, como decía el maestro Gutiérrez Viejo, los mejores organistas del mundo no tengan más remedio que ir a tocar en él. Y no como ahora. Tan sólo en esta 25ª edición del “Fiocle” (nombre de guerra y acrónimo del certamen) han pasado o van a pasar por ese teclado inmundo nada menos que Viejo, Jennifer Bate, Theo Brandmüller, Daniel Chorzempa y Jean Guillou, quien, al acabar su concierto, clamaba: “¡Espero no tener que volver a poner mis manos en ese trasto nunca más!”

¿Tienen ustedes algo que hacer el domingo, 26? ¿No? Pues ahí tienen la propuesta: el concierto de clausura del Festival de Órgano, en la catedral leonesa, a las ocho de la tarde. El Collegium Vocale de Gante, con Philippe Herreweghe al frente, hará las cantatas 12 y 21 de Bach. Eso merece un viaje, ¿eh?

Ah, por cierto. Si, cuando vayan, ven el órgano algo chamuscado, pues jueguen a adivinar quién puede haber sido.

Pero lo negaré siempre, claro.

No hay sentimiento más doloroso, pero al tiempo más dulce, que el echar de menos. Y cuando dos que se quieren, y que están lejos, sienten ese repleto vacío en el alma que nada puede llenar, porque está ya lleno de intensidad, el mundo y el paso de sus minutos se vuelven algo lento e inolvidable. En algunos países de Latinoamérica, ese sentimiento se llama “extrañar”. “Te extraño”, dicen los mensajitos que me manda mi amigo Luis Deulofeu cuando se va a Cuba. Y es exacto, porque el alejamiento hace que las líneas del rostro añorado se difuminen en la memoria y que uno se vaya volviendo otro. Pero no se vuelve extraño quien está lejos, sino uno mismo: los tímidos siempre tememos no ser reconocidos por los ojos que nos vuelven a mirar después de un tiempo de lejanía, porque estamos seguros –el amor es así de raro– de que quien vuelve sí será el mismo que quien se fue.