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La cera que arde, señor duque
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La cera que arde, señor duque

Hace una pila de años, en nuestro viaje de novios, Marité y yo visitamos, en Londres, el Museo de Cera de madame Tussauds, aquella vieja bruja

Hace una pila de años, en nuestro viaje de novios, Marité y yo visitamos, en Londres, el Museo de Cera de madame Tussauds, aquella vieja bruja que modeló con sus manos la cabeza guillotinada de Robespierre. Que hay que tener valor. Bien, fue espantoso. Mi por entonces amadísima esposa salió de allí encantada, pero yo temblaba ante la intuición irresistible de que la cera, en realidad, era apenas una delgada capa que cubría los cadáveres auténticos de los protagonistas de aquellas figuras.

 

Inci, por Dios, no digas barbaridades. ¿No te das cuenta de que muchos son actuales, están vivos y salen en los periódicos y en la tele?

Fue peor. Me convencí instantáneamente de que los herederos de la Tussauds eran, en realidad, una secta de científicos locos que habían perfeccionado las enseñanzas del doctor Frankenstein; así, el Paul McCartney que andaba por la calle y daba conciertos no era sino un cadáver viviente reconstruido con retales de otros cuerpos, porque el auténtico estaba muerto en el interior de su estatua en el museo. Marité se alarmó.

–Cariño, ¿qué andas leyendo ahora?

–A Allan Poe.

 

–Pues tienes que dejarlo. Hablas en sueños. Y mira las tonterías que dices.

–No son tonterías. Esas figuras son los muertos de verdad con una capa de parafina. ¿Te fijaste en Churchill? ¡Si te seguía con la mirada!

–Pero cómo te a va seguir con la mirada si dices que está muerto, so pánfilo.

–Yo qué sé. Algo habrán hecho, esa gente es peligrosa. Deberíamos llamar a Scotland Yard.

–Mi vida, si no estuviésemos de vacaciones te diría que necesitas unas vacaciones.

La manía de que las figuras de cera eran los muertos de verdad se me pasó en el mismo instante en que pisé el Museo de Cera de Madrid, en la plaza de Colón, también hace ya tiempo. Fue una cura algo drástica pero definitiva. En Londres, Churchill, Ma­ría Antonieta y todos los demás eran tan reales que, ya digo, parecía que te seguían con los ojos. En el de Madrid, muchas veces sabías que tal figura correspondía a tal personaje porque venía el nombre en el letrero. Si no, de qué. Teresa de Calcuta era clavadita a ET pero con una sábana blanca, y Arancha Sánchez Vicario era el vivo retrato de Esperanza Aguirre. Daba la sensación de que las familias andaban mezcladas: la cara de Diana de Gales parecía, en realidad, la de su suegro, Felipe de Edimburgo, pero con otro corte de pelo; y en cuanto a la Familia Real española, pues seamos compasivos y digamos nada más que no se sabía bien quién era quién.

Jaime VII de Marichalar

Pero había, y sigue habiendo, una excepción: Jaime Marichalar (antes escribíamos todos don Jaime de Marichalar; ya no). Al duque de Lugo le pasa lo mismo que a Manolete, a Miguel Ángel Revilla o a Freddy Krueger: que los ves una vez y no se te despintan en la vida, porque es imposible que se parezcan a nadie más: esa colección de rasgos es estadísticamente irrepetible.

Lo de Marichalar, sin embargo, no es tan acusado. Sí tiene precedentes. La presencia de su figura de cera entre las de la Familia Real –grupo que en el Museo es, trataré de explicarlo mejor, un gran homenaje a Picasso o a la escultura surrealista– ennoblecía el conjunto y le daba un encantador aroma histórico, porque el artista que modeló el rostro del duque no fue capaz de evitar su clarísima semejanza con Fernando VII, y así el grupo que hay en el Museo se da un vago aire a La familia de Carlos IV, de Goya. ¿Que no? Hagan la prueba. Busquen una foto de Jaime el Triste y luego váyanse con ella al Prado. A ver qué ven. Desconozco por completo el árbol genealógico del duque pero, vamos… Para mí tengo que hubo más que palabras entre alguna tatarabuela suya, quizá algo castiza y marichalá, y aquel rey sinvergüenza que transportaba bajo el calzón, o eso dice la historia, un instrumento que hubiera hecho palidecer de envidia a la sección de fagots de la Orquesta Nacional.

Pero ya no está Jaime con la Familia Real. Ni en la vida real ni en la de cera. Tiene que haber sido muy duro eso. No me gusta meterme en la vida de los demás y no sé si es verdad, ni me importa, todo ese asunto de la cocaína que ha publicado una revista, y tampoco sé ni quiero saber qué hay de cierto en todo el runrún de las amistades resbaladizas del duque con diversos cuchifritines de ralo plumaje que andan por ahí zascandileando en los platós de la telebasura y en las publicaciones de lo mismo. Allá él. Hombre, comprendo que la infanta Elena –mujer mucho más inteligente de lo que tantos listos han dicho siempre– haya terminado por revisar qué sentía en realidad por un señor al que, cuando le llamaban por teléfono, le sonaba en el móvil el Himno Nacional como “politono”. Me hago cargo de que algo así es duro, muy duro cuando hay que mantener viva la llama del amor, que diría Antonio Gala. Eso y lo de aquellos inolvidables pantalones microbianos, que parecía el hombre la Tarasca. Y lo de su inextinguible tristeza después de la enfermedad. Y lo de…

Vuelta al ruedo

Pero eso son cosas suyas. A mí lo que me apena es que los encargados del Museo de Cera de Madrid hayan quitado la figura del duque del grupo de la Familia Real y la hayan colocado… junto a los toreros.

¿Por qué no la sala de Historia, junto a su presunto abuelo Fernando VII? Pues no. ¿En la sección infantil, junto a Bart Simpson? Tampoco. ¿Al lado de Iker Casillas, a quien le han puesto una boca como para jugar a la rana? Ni eso. ¿Al lado de los presuntos Ángel Corella o Rafa Nadal? Ni siquiera esa caridad han tenido con alguien tan amante de la belleza y del arte.

Al duque lo han puesto cerca de Jesulín, cuya espeluznante figura recuerda a Belén Esteban vestida de torero, y de Ortega Cano, que no se parece a nadie que yo haya visto jamás: lo que se llama creatividad. No puedo entender por qué le han hecho eso al padre del trasto Froilán. ¿Quizá es que no sabían dónde ponerlo, en realidad? ¿Dónde encajaba, con quién pegaba? Me los imagino, perplejos: “Y ahora, ¿dónde c… ponemos esto?”

 

Pues es muy posible que haya sido así.

Quiero pensar que sólo les pasa eso a los del Museo con la figura de cera, y a nadie más con el Jaime de verdad. Pero no lo sé.

La vida de los muñecos de cera es muy, muy injusta. Letizia, la de carne y hueso, que ha salido coquetona, se opera la nariz y la barbilla para estar aún más guapa, y los del Museo se apresuran a retocar su trasunto de cera para que resplandezca la muchacha en su impresionante atavío de Toni Benítez. Pero Marichalar se separa de la infanta y estos descastados lo deportan con el Jesulín.

En fin. Pobre muchacho. Yo en su lugar, de verdad, me derretiría en silencio. Como un Grande de la España de cera.

Hace una pila de años, en nuestro viaje de novios, Marité y yo visitamos, en Londres, el Museo de Cera de madame Tussauds, aquella vieja bruja que modeló con sus manos la cabeza guillotinada de Robespierre. Que hay que tener valor. Bien, fue espantoso. Mi por entonces amadísima esposa salió de allí encantada, pero yo temblaba ante la intuición irresistible de que la cera, en realidad, era apenas una delgada capa que cubría los cadáveres auténticos de los protagonistas de aquellas figuras.