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Katia y los charcos
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Katia y los charcos

Desde que a Shakespeare se le ocurrió hacer unas risas y meter una obra de teatro dentro de otra obra de teatro, lo cual produjo El

Desde que a Shakespeare se le ocurrió hacer unas risas y meter una obra de teatro dentro de otra obra de teatro, lo cual produjo El sueño de una noche de verano, los espectadores bien educados sabemos que más vale ponerse de parte de quienes organizan el asunto, porque si no te cabreas y es peor. En El sueño salía un pánfilo untado con un poco de yeso y decía: “¡Yo soy el Muro!” Y como no hicieras lo posible por creerte que aquel ganso era de verdad un muro, pues a ver qué ibas a sacar en claro de aquello. Teseo, que hacía de espectador dentro de la obra, no llegaba a tomárselo del todo en serio y se metía con los actores, pero en el fondo aceptaba las convenciones teatrales (es de lo que estamos hablando) y el intento concluía bastante bien.

 

Pero todo tiene un límite, hombre, por Dios. El Teatro Real acaba de traerse de la Ópera de Flandes una interesantísima ópera de Leos Janacek, Katia Kabanova. Es la terrible y triste historia de Katia, una chica dulce y angustiada casada con un pelanas; de la suegra atroz, que es más hipócrita que la autora de cierto reciente libro sobre nuestra reina, y del agradable mozo del que se enamora (Katia, no la suegra ni la Reina ni la otra). Todo bien hasta ahí.

Pero es que la ópera, basada en una obra del ruso Alexandr Ostrovski, tiene dos elementos no musicales por completo indispensables. Uno es la tormenta que se avecina, que se ve venir, que está poco a poco más cerca, y que crea un clima opresivo y asfixiante. Eso lo reflejan la orquesta, cuya partitura se encarga de anunciar cada vez más explícitamente la cellisca que está a punto de caer, y la propia acción dramática, que va entenebreciéndose progresivamente hasta que, al final, desesperada, Katia se suicida.

Y ahí está el segundo elemento: la chica se suicida tirándose al río Volga, que es el protagonista silencioso de todo el drama. Quiere decir este caballo que, una de dos: o la escena logra reflejar con cierta verosimilitud la tormenta, a cada instante más cercana, y desde luego el río Volga, o el asunto corre serio riesgo de naufragar. Y no en el Volga.

Bien, pues se levanta el telón (negro esta vez) y aparecen tres cosas. Al fondo, un lienzo gris. Ante él, todo el escenario convertido en un charco de unos cinco centímetros de profundidad. Hay una serie de tablones para pasar por allí sin mojarse, tablones que traen, llevan y colocan de un modo u otro, con mucha diligencia unas chicas que allí están también, vestidas de blanco y que, además de poner y quitar los tablones, bailan y hacen animosas coreografías, por supuesto chapuzándose en el charco con mucha dedicación.

Cuando concluye la obertura, el espectador (al menos este espectador) ya tiene claras unas cuantas cosas. La primera, que la Ópera de Flandes no nada en la abundancia y que, con los medios que tenían a su disposición, Robert Carsen y Patrick Kinmonth (los responsables de la escena) han hecho lo que buenamente han podido. La segunda, que ambos artistas deberían haber tomado ejemplo de Shakespeare y, por ejemplo, poner sobre el lienzo del fondo un cartel que dijese: “Parece un telón, pero no: esto es una tormenta”. Y, saliendo del agua, otro letrero: “Parece charco, pero es el Volga proceloso”. Todo habría sido, así, más fácil. La mayoría de los espectadores somos buena gente y estamos dispuestos a creernos lo que se nos mande con tal de no irnos a casa blasfemando por el dineral que nos ha costado ver cómo nos toman el pelo. Cierto que el programa de mano explicaba, con mucho misterio y prosopopeya, que el plástico aquel era en realidad una tempestad que se aproximaba (ah, ¿se aproximaba? Caramba, ¡qué sutileza!) y que el charco era el mismísimo Volga con todos sus remeros. Pero a mí me parece que no era suficiente. Es peligroso pedirle al espectador más de lo que puede dar. Si te ponen delante, durante hora y media, un charco, que es un charco y nada más; eso sí, un señor charco, hay que admitirlo, porque era muy grande, pero su respetable tamaño no le liberaba en absoluto de su condición de charco, pues necesitas dedicar un notable esfuerzo a convencerte de que no estás viendo lo que estás viendo, y que aquello no es charco sino río tumultuoso, del mismo modo que el pazguato de Shakespeare era pazguato y no muro, por más que se empeñase él.

Dirán ustedes: qué quisquilloso está hoy el penco.

Diré yo: puede ser. Peor sería Calixto Bieito, que habría metido a Katia, a la suegra, a la tormenta y al Padre Volga en una sauna gay, en un coche de bomberos o en un centro para la recuperación de orangutanes abandonados por sus madres. O en la Estación Espacial Internacional trasladada a la época de la Alemania nazi. Pero no sigo por ahí porque la experiencia nos enseña que no hay nada más peligroso que darle ideas a esa fiera corrupta.

Todos sabemos que es perfectamente posible, con una buena partitura y cuarenta duros, lograr un ambiente preciso. Verdi, en Aida, lograba no ya que viésemos o adivinásemos, sino que oliésemos en Nilo de noche, y a ello se aplicó hace años, con todo éxito, Hugo de Ana. Ya está, ya lo he dicho, ya he mencionado el nombre terrible: ¡el realista Hugo de Ana! ¡El que no deja nada a la imaginación ni a la sutileza del espectador! ¡El que te lo da todo hecho! ¡Qué horror!

Es posible, pero a Hugo de Ana le dices “pon ahí una tormenta”, y te pone una tormenta, no un cacho de plástico que cambia de color por la luz que le va cayendo. Y le dices: “Pon ahí el Volga”, y te pone el Volga, el Dnieper, el Dniester, el Yenisei y el Lena. Estos de Flandes, pues ya digo: un charco por el que saltaban como ranitas la atribulada Katia (Andrea Danková, que no lo hizo nada mal), el bicho de su suegra, maravillosamente cantada por Julia Juon, y todos los demás. Entre estos “demás” hay que incluir a Pär Lindskog, o sea Boris, el amado de Katia. Vamos a ser sutiles y simbólicos, como los escenógrafos de la Ópera de Flandes, y digamos que, al menos esta noche, Lindskog fue a un tenor lo mismo que aquel charco era al Volga. Pobrecito. También él habría precisado de letrero explicativo: “Parece ganso escapando del degüello, pero es tenor, y muy bueno”.

A lo mejor así lo habríamos entendido todos mejor y no se habrían visto, en el entreacto y al final, las caras que se vieron en el público, que la gente parecía que se acababa de dar un chapuzón. Pero en el Volga de verdad, y en enero, que dicen que hay hasta témpanos.

Desde que a Shakespeare se le ocurrió hacer unas risas y meter una obra de teatro dentro de otra obra de teatro, lo cual produjo El sueño de una noche de verano, los espectadores bien educados sabemos que más vale ponerse de parte de quienes organizan el asunto, porque si no te cabreas y es peor. En El sueño salía un pánfilo untado con un poco de yeso y decía: “¡Yo soy el Muro!” Y como no hicieras lo posible por creerte que aquel ganso era de verdad un muro, pues a ver qué ibas a sacar en claro de aquello. Teseo, que hacía de espectador dentro de la obra, no llegaba a tomárselo del todo en serio y se metía con los actores, pero en el fondo aceptaba las convenciones teatrales (es de lo que estamos hablando) y el intento concluía bastante bien.