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Incitatus

El Cultiberio

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Cuando llego a la casa –“ahí arriba lo tenéis, ya conocéis el camino”, me rezonga el Ama– es casi medianoche. Por las bardas del corral he

Cuando llego a la casa –“ahí arriba lo tenéis, ya conocéis el camino”, me rezonga el Ama– es casi medianoche. Por las bardas del corral he visto a Rocinante, ya ensillado. En la oscuridad del zaguán distingo las armas dispuestas. El hidalgo está en la estancia de los libros, extrañamente calzado y vestido con la ropilla de diario, pero con gorro de dormir. Sentado en su sillón, me da la espalda. Lee, a la luz de un velón, algo que me parece el Policisne de Boecia, de Juan de Silva, pero de eso no estoy seguro.

 

–Llegáis tarde. Van a dar las doce –dice, sin volverse.

Yo no contesto y me siento junto al quicio, sobre un baúl. Durante un rato sólo se oye el silencio. El hidalgo no pasa las páginas. Yo creo que finge leer.

–¿Qué buscáis esta vez?

Me doy cuenta de que ha llegado el momento. Hago cuanto puedo para que mi voz suene amable:

–Mi señor, esta vez quiero que cambiéis el libro.

Se vuelve hacia mí y me mira, burlón, por encima de las gafas:

–¿Cómo decís?

–Me habéis oído, don Alonso. Quiero que las cosas pasen de otra manera.

Me fijo en sus gafas. Es la primera vez que se las veo. Que yo recuerde, Cervantes no dice que las usara. Pero, como replicaría él, tampoco dice que no lo hiciera.

–Sabéis muy bien que eso no puede hacerse. Qué tontería.

–No es una tontería. Sí se puede, si vos queréis. Sólo tenéis que obrar de otro modo.

–Lo que pedís sólo sucede en los sueños.

–Y éste es el libro de los sueños. Vos lo sabéis mejor que nadie.

–Ah, no, por favor, señor caballo –don Quijote cierra el Policisne de un golpe–, tópicos no, ¿eh? ¡Tópicos, no! ¡Hacedme la merced de no pareceros a Sánchez Dragó, que hace poco se le murió el gato y ha dicho más simplezas que la dueña Dolorida!

 

Nos quedamos mirando el uno al otro sin decir nada.

–¿Y qué querríais que cambiase, si puedo saberlo?

–Quiero que me llevéis a mí.

–¿Qué?

–Llevadme con vos esta vez. Sancho está ya viejo. Yo puedo hacer su trabajo y quizá tenga mejor conversación.

–No digáis bobadas.

–O dejadme al menos hacer el papel del rucio. Cambiar un burro por un caballo no puede ser mala cosa. Y os prometo no escaquearme en el capítulo 23.

–No puede ser.

–Llevadme con vos. Por lo que más queráis os lo pido. Por Dulcinea.

–No puede ser.

–A León Felipe lo llevasteis a la grupa. Por qué a mí no.

–No lo llevé. Él quería huir conmigo, pero sólo fue un poema. Ganas de hablar.

Me quedo mirando al suelo. No sé qué decir.

–¿De qué queréis huir vos, buen caballo?

–No lo sé, mi señor. De mí. De la realidad. Del dolor, de la terrible soledad, del insomnio, de la vejez. De mirarme al espejo y no ver sino lo que todos ven: un tipo que ya no sirve para nada. De eso mismo y de otras cosas más amargas huisteis vos. Llevadme esta vez. Llevadme y no volvamos nunca a la aldea.

Don Quijote se incorpora y me ofrece un pañizuelo para que me seque los ojos.

–¿Cuántas veces habéis leído ya este Libro, señor Incitatus?

–No lo sé. Hace mucho que perdí la cuenta. Vos sabéis que vuelvo a él cada primero de enero de los años impares. Y son ya muchos años.

–Desde luego que lo son. ¿Y qué habéis aprendido?

–Pues… cada lectura ha sido distinta. La primera, a los catorce o quince años, fue consecuencia de una tarea escolar. Mi profesor del Instituto, Bernardino, nos pidió…

–Sí, me lo habéis contado más de una vez. Un trabajo no sobre el libro entero sino sobre un episodio. Y vos escogisteis el de la quema de libros.

–Es que era el más corto. Pero luego ya no pude parar. Dios, cuánto me reí.

–Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

–Porque os veía como un tonto, un loco que dice y hace disparates. Luego, con los años, empezasteis a cambiar. Decíais otras cosas.

–Yo he dicho y hecho siempre lo mismo. Está todo escrito.

–No es verdad. Las palabras sí son las mismas, pero lo que dicen no lo es. Lo sa­béis mejor que nadie. El corazón de quien lee va creciendo, va mudando, y cada vez descubre cosas nuevas en vos y en vuestras aventuras. El niño se ríe con los disparates de un loco. Luego, el estudiantillo aficionado a escribir se maravilla con vuestro lenguaje… y con el del buen Sancho, que hay que ver las cosas que dice. Más tarde, el joven enamorado y desamorado se deshace en lágrimas al descubrir que vos también inventabais el amor donde no estaba, y fingíais un gigantesco desatino tan sólo para escapar de la soledad de vuestro corazón. El hombre maduro que va caminando hacia el desengaño descubre cómo otro semejante a él, pero más valiente, se rebela contra el desaliento empuñando la lanza desmochada y rota de la ilusión.

–La penúltima vez os enfadasteis un poco.

–No, un poco no. Me enfadé mucho con Cervantes, porque descubrí (creo que lo descubrimos todos en aquella inolvidable lectura conjunta que hicimos en El Cultiberio) que vos, al final, no morís de pena, ni de desengaño, ni del terrible mal de cordura. Morís vilmente asesinado por don Miguel, que, cuando empieza a escribiros, no os conoce; luego se va enamorando de vos y, al final, os mata mezquinamente para que nadie más pudiese ganar dinero haciendo una “tercera parte” del Libro. Una canallada.

–Bueno, bueno, bueno…

–Lo que quiero decir es que las palabras del Libro no cambian, pero su luz sí. Al regresar a esas páginas, uno descubre frases que nunca antes había visto y que de pronto brillan como si ardiesen, y queman en el alma, o la cauterizan, o la dulcifican, o la desnudan. El Libro cambia cada vez. Sólo os pido que, en esta ocasión, lo cambiéis vos un poco más. Sólo un poco. Llevadme esta noche a vuestro lado. Qué os cuesta. Ya no tengo nada más que hacer aquí. Ya no puedo yo solo con los gigantes disfrazados de molinos. Dejadme ir con vos…

El hidalgo se queda un rato pensativo.

–Sí tenéis qué hacer. Debéis intentar lo mismo que yo: combatir una realidad que os asedia y os ahoga. Que ahoga a tantos, y muchos la sufren, pero pocos la ven. Si os rendís, ¿quién luchará por vos?

–Ya no me quedan fuerzas.

–Vamos, vamos, buen caballo. Las tenéis. Recordad: “Cualquiera cosa basta; mis arreos son las armas…”

–“…Mi descanso el pelear”…

–Eso es. Confiad en vos. Confiad en mí. Yo os ayudo. Si desfallecéis, leed más despacio. Es algo que nunca sale mal. No podrá el desaliento con vuesa merced, así tenga más brazos que el gigante Briareo.

–Prometedme que, al menos vos, no me dejaréis solo.

El hidalgo alza cómicamente la barbilla y me mira, cariñoso:

–¿Cuándo lo hice?

–Eso es verdad –sonrío yo por fin–, vos estáis siempre cuando os necesito. En fin. Ya que no puedo reemplazar a Sancho ni hacer de rucio, ¿permitiréis al menos, mi señor, que vaya al paso, quedito y sin decir nada, seis varas por detrás de mi ilustre colega Rocinante?

Don Alonso repite el gesto burlón y baja la voz:

–¿Y cuándo no lo habéis hecho?

Ahí nos ponemos en pie y nos damos un abrazo. Somos ya dos viejos amigos. No hacen falta más palabras. Don Alonso Quijano el Bueno sonríe:

–Es ya la hora. La bruja del Ama duerme hace rato y mi sobrina también. Todo está preparado. ¿Vamos allá, hermano?

–Vamos allá, mi señor.

–Pues empezad a leer mientras me armo y me pongo esta celada mil veces descomulgada. Y que el Cielo nos sonría. Venga, Inci: despacio y entonando, como se debe.

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía…

Cuando llego a la casa –“ahí arriba lo tenéis, ya conocéis el camino”, me rezonga el Ama– es casi medianoche. Por las bardas del corral he visto a Rocinante, ya ensillado. En la oscuridad del zaguán distingo las armas dispuestas. El hidalgo está en la estancia de los libros, extrañamente calzado y vestido con la ropilla de diario, pero con gorro de dormir. Sentado en su sillón, me da la espalda. Lee, a la luz de un velón, algo que me parece el Policisne de Boecia, de Juan de Silva, pero de eso no estoy seguro.