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El legado de Cristóbal Halffter
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El legado de Cristóbal Halffter

El compositor Cristóbal Halffter, uno de los hombres más sabios, más íntegros y más despistados que conozco, ha depositado un legado en las cajas de seguridad

El compositor Cristóbal Halffter, uno de los hombres más sabios, más íntegros y más despistados que conozco, ha depositado un legado en las cajas de seguridad del Instituto Cervantes de Madrid, donde antes estuvo el Banco Central. Esto de que los grandes de la cultura actual dejen allí un recuerdo que nadie abrirá hasta dentro de treinta o cuarenta años es una de las más atractivas ideas que se le han ocurrido al ministro César Antonio Molina. Le entran a uno unas ganas tremendas de no morirse hasta 2033 para averiguar qué ha escrito Cristóbal en esa carta de siete folios que ha metido allí, junto con una grabación y una partitura de su segunda ópera –Lázaro, con libreto de la mano derecha del ministro, Juan Carlos Marset; se hace el hombre un poco de lío pero está bastante bien– y una grabación de la primera, Don Quijote, a cuyo estreno absoluto, va a hacer ahora nueve años, tuve el privilegio de asistir.

 

Cristóbal mete en la caja del Instituto, de toda su inmensa obra, sólo las dos óperas y una carta que nadie ha leído. Es curioso esto. Me pregunto qué dirá en ese papel uno de los compositores más controvertidos del siglo XX español, y hay que admitir que no sólo por motivos musicales. Es probable que se trate de una especie de testamento creativo (el compositor va a cumplir 79 años) en el que diga algo muy semejante a lo que bramaba, con su habitual llamear de ojos, cuando le preguntaban cosas los periodistas a la salida del acto del Cervantes: que nuestra cultura está amenazada por la dictadura de la mediocridad y que él piensa seguir luchando contra la “vulgaridad y la ordinariez” que padecemos; que, lo mismo que don Quijote, seguirá batallando para “deshacer esos entuertos”. Bueno. Estoy casi seguro de que Cristóbal, que se conoce el Quijote como el pasillo de su casa, habrá dicho “tuertos”, que es lo que pone Cervantes; y que habrá sido el listillo (o la listilla) de turno, reportero dicharachero, quien habrá comentado para sí: “Huy, por favor, qué mayor está este hombre que ya confunde las palabras”, y hala, puso “entuertos”, que es término que no aparece en el Quijote ni una sola vez.

Que nuestro mundo está sometido a los oleajes de la mediocridad es algo que no admite discusión. Bueno. Y qué. Díganme ustedes cuándo no ha pasado eso, desde el Auriñaciense para acá. El arte, por definición, es la vanguardia de la creación humana, la punta de lanza de la imaginación del hombre. Y es completamente lógico que muchas de esas creaciones, necesariamente arriesgadas y audaces, no sean entendidas por los contemporáneos. Ahora mismo, sin ir más lejos, se producen en el mundo de la cultura (vamos a llamarlo así) acontecimientos que marean bastante. Mientras Cristóbal Halffter deja para la posteridad un testamento literario-musical en la que fue caja fuerte de un banco, un señor a quien no voy a hacer el favor de nombrar organiza por ahí una muestra en la que interpreta el “choque de civilizaciones” mediante unas imágenes en las que un montón de hombres negros sodomizan a otros tantos hombres blancos. Y otra gente, no menos curiosa, se dispone a llenar la ciudad de Madrid de vacas de colorines; vacas de tamaño natural que nos encontraremos en las calles y plazas, “decoradas” cual no digan dueñas.

El tipo de las fotos pornográficas va y dice que el arte tiene que ser necesariamente provocador. Estoy casi de acuerdo: el arte es provocador en tanto que va por delante de su tiempo y obliga al espectador a estrujarse el magín y a sentir cosas que sin duda no esperaba, pero es que primero tiene que ser arte, es decir, tiene que tener un proceso reflexivo muy intenso y una voluntad creativa que parte siempre, también por definición, de lo que había antes. La provocación por sí misma no es arte: es nada más que eso, provocación. El Quijote de Halffter es arte (y a mí me parece que una obra maestra), entre otras cosas, porque obliga al oyente a desentrañar unos sonidos sorprendentes, a los que no está acostumbrado, y porque plantea una visión muy arriesgada y muy profunda de la obra de Cervantes. Pero que un paisano con ínfulas de artista se vaya al Prado y haga pis delante de Las meninas no es más que una provocación de niño tonto.

Ahora bien, son necesarias esas cosas. Creo que Halffter se equivoca cuando sugiere que la verdadera cultura, la creativa, está “amenazada por la dictadura de la mediocridad”. No es así. O no es nada nuevo, en el peor de los casos. Goya tenía que hacer cuadros que gustasen a Carlos IV, a su hijo Fernando VII  y sobre todo a la bruja piruja de María Luisa de Parma, que era la que mandaba en aquella casa. Y Goya pintó lo que pintó. Mozart tenía que gustar, como le decía siempre su repajolero padre, Leopoldo, a los poderosos, y muchas de sus mejores obras las hizo pisando el filo de la navaja creativa. Quiero decir que sin los mediocres no sería nada fácil distinguir a los buenos. Y los mediocres siempre son más, y tratan siempre de ahogar a los sabios, cierto, pero también estimulan su imaginación, su creatividad y su genio. Es muy probable que la segunda parte del Quijote nunca se hubiese escrito si no llega a aparecer el torpe Avellaneda publicando su Quijote falso y traidor. Si me permiten ustedes la broma: de no ser por el bendito y fascinante “damianca”, a quien nunca agradeceré lo bastante la vidilla que da a los comentarios que aparecen al pie de esta página, el resto de los lectores que ahí intervienen, que sí saben escribir y que tienen procesos mentales algo más complejos que el de la mosca del vinagre, no se distinguirían unos de otros y no brillarían como brillan. Disiento, pues, el buen Cristóbal: es necesaria la mediocridad para que, en contraste con ella, aparezca la belleza, se la aprecie y luzca como debe.

Bien es verdad que esto suele suceder no ya en el tiempo del creador, sino mucho después. Hoy disfrutamos riéndonos del público que asistió al estreno de La traviata de Verdi, por ejemplo, y que la pateó a conciencia. Y decimos: qué burros eran los antiguos. Ah, ¿sí? ¿Lo somos nosotros menos? Los ilustres y encopetados críticos españoles y europeos que doblan la testuz ante las chorradas de Calixto Bieito, por si acaso resulta luego que el hombre es un genio y no nos habíamos dado cuenta ninguno, ¿son más inteligentes que los programadores que contratan a La Terremoto de Alcorcón para inaugurar un museo de arte contemporáneo? ¿Y más que los que silbaron La traviata? Yo creo que no.

A Halffter no le pueden ni ver dos tipos de personas. Uno, el de la gente que no entiende su música o que, sin más, no le gusta. A mí eso me parece absolutamente respetable, no faltaba más. Otros son los que lo ponen a parir porque resulta que es amigo del presidente del Gobierno. Bueno, pues éstos son herederos director de los que llamaban afrancesado a Goya o “rojo traidor” a Sorozábal porque tuvo el atrevimiento de estrenar, en Madrid y en pleno franquismo, una sinfonía de Shostakovich. Lo que uno entiende, para abreviar, por acémilas. No hay que hacer caso de eso, y creo que menos que nadie deben hacerlo los creadores, los artistas.¿Es Cristóbal mejor o peor músico por el esfuerzo que hace en proteger –yo creo que equivocadamente– la carrera musical de su hijo? Pues yo creo que tampoco. Y estoy convencido de que, dentro de un siglo, la gente oirá el Lázaro como hoy escuchamos La consagración de la Primavera y absolutamente nadie recordará si Cristóbal puso a Pedrito en La Maestranza o no lo puso.

Estoy convencido de que los últimos ciento cincuenta años están siendo, para la cultura universal, comparables al Renacimiento europeo: un batiburrillo incomprensible en el que se mezclan y se dan de codazos genios irrepetibles con farsantes y mediocres de los de a quintal. Nosotros no sabemos aún a ciencia cierta cuáles de ellos están destinados a cambiar el mundo y cuáles serán olvidados para siempre dentro de diez años. Nos falta perspectiva histórica, lo mismo que a los contemporáneos de Leonardo y Donatello. Lo único que podemos hacer es usar, en la medida de lo posible, de la sensatez, del buen juicio y de la independencia de criterio, elementos los tres que proceden inexcusablemente del esfuerzo por comprender a los creadores que extraen su obra de lo que ven y lo que les pasa, que es, en esencia, lo mismo que vemos nosotros y que nos sucede a nosotros. No podemos hacer más. Y no debemos hacer menos.

El compositor Cristóbal Halffter, uno de los hombres más sabios, más íntegros y más despistados que conozco, ha depositado un legado en las cajas de seguridad del Instituto Cervantes de Madrid, donde antes estuvo el Banco Central. Esto de que los grandes de la cultura actual dejen allí un recuerdo que nadie abrirá hasta dentro de treinta o cuarenta años es una de las más atractivas ideas que se le han ocurrido al ministro César Antonio Molina. Le entran a uno unas ganas tremendas de no morirse hasta 2033 para averiguar qué ha escrito Cristóbal en esa carta de siete folios que ha metido allí, junto con una grabación y una partitura de su segunda ópera –Lázaro, con libreto de la mano derecha del ministro, Juan Carlos Marset; se hace el hombre un poco de lío pero está bastante bien– y una grabación de la primera, Don Quijote, a cuyo estreno absoluto, va a hacer ahora nueve años, tuve el privilegio de asistir.