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El alma atormentada de Francis Bacon
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El alma atormentada de Francis Bacon

–Pero por qué este hombre nunca pinta las manos de nadie. –No lo sé, Marisol. Marisol se ha venido en tren desde muy lejos para ver conmigo la

–Pero por qué este hombre nunca pinta las manos de nadie.

 

–No lo sé, Marisol.

 

Marisol se ha venido en tren desde muy lejos para ver conmigo la primera gran exposición que montan este año en el Prado, la de Francis Bacon. Entramos los dos por la puerta de Jerónimos hechos unas castañuelas, felices de vernos otra vez. Pero a los cinco minutos estamos hechos polvo.

Lo primero que vemos es uno de los innumerables Trípticos del irlandés. Se llama Tres estudios para figuras al borde de una crucifixión, y eso lo que da es pánico. No veo a Bacon, de hecho en su pintura casi nunca se ve a Bacon, pero es evidente que lo único que puede verse en esos cuadros, casi siempre enormes, es a Francis Bacon. Pintó ese horror tripartito sobre fondo rojo en 1944. Bacon, homosexual en la Irlanda ultracatólica y feroz de su tiempo, que machacó su sensibilidad y su manera de amar. Bacon, consecuentemente, ateo furibundo. Bacon, que estaba inventado para ser un hombre feliz, dichoso y amado, se ve sometido al espanto de la Segunda Guerra Mundial. Qué iba a pintar, caramba. Unos monstruos de pesadilla, unos cuerpos perversamente suaves (la suavidad de la piel de los tiburones) de los que brotan unos cuellos imprevisibles y, en el extremo de esos cuellos, unas bocas dentadas que hacen estremecer. Trato de sonreír. Acabo de descubrir de dónde sacó Ridley Scott la idea para el monstruo de su película Alien. Me propongo llevar las cosas bien, porque nos queda casi todo:

–¿Tú viste Alien, Marisol?

 

–Claro.

Ahí, en el tono de voz, comprendo que lo mejor será no hablar mucho, porque este tío no nos deja. La exposición de Bacon, que viene de Londres, es la segunda que monta el Prado de un pintor contemporáneo. La primera fue la gigantesca de Picasso, que ocupó dos museos y medio. Esto quiere decir que el Prado es una catedral, y todos lo saben, y hay que tener muchos hígados para meter precisamente esto en una catedral.

Inmediatamente después llegamos a lo que yo, en realidad, quería ver más que ninguna otra cosa. Y ahí no me queda más remedio que echar de menos a mi amigo Walter Canevaro, un espléndido pintor argentino que lleva décadas haciendo miles de cosas diversas que siempre te hacen pensar, pero que de algún modo difícil de explicar está atado por una maroma larga, larguísima pero indestructible, a la obsesión del Retrato de Inocencio X que hizo Velázquez y que, hace ya unos cuantos años, salió de su santuario en la Galleria Doria Phampilj de Roma, viajó al Prado y produjo unas colas inconcebibles. Miles de personas guardando turno, día y noche, para ver un solo cuadro.

La misma obsesión tenía Bacon con ese retrato. Yo no sé cuántas versiones hizo: muchas, muchísimas, pero en realidad no eran versiones, qué coño lo iban a ser. Bacon, como siempre hizo en toda su vida, era el mar, el oleaje nocturno que se estrella una y otra vez, una y otra vez, contra el acantilado al que odia; y de cada embate salía una nueva forma de reconstruir o reinventar (nunca reflejar como un espejo, eso no le importaba nada a Bacon) la lobreguez de aquel hombre cuya mirada, la que atrapó Velázquez, producía hielo en las vías respiratorias.

Pero el odio de Bacon va mil veces más allá de la prudencia espeluznada, vengativa, del pintor sevillano, a quien por lo menos el Papa aquel le tenía que pagar el cuadro. Al irlandés no, claro. Así Bacon prescinde, como siempre hace, de las manos: no le interesan como elemento expresivo, no puedo saber por qué. Cambia los colores de la muceta: el rojo carmesí se vuelve, casi siempre, un morado cavernoso. Deshace los contornos, que no le hacen falta ni los quiere para nada. Ah, pero luego mete la figura a veces en un enrejado agobiante, otras veces tras una barra de metal, y casi siempre –pero esto lo hace con casi todas las figuras humanas que pinta en su vida– en un espacio cúbico que parece la burla geométrica, infantil, de una cárcel.

Y sin embargo es al revés. Bacon no pinta lo que ve sino lo que quiere; o, mejor dicho, lo que no tiene más remedio, o lo que padece en sus pesadillas. Mete a Inocencio X, el terrorífico, lujurioso, nepótico e implacable papa Giovanni Battista Pamfili, en una prisión imaginaria y lineal… que es la suya, la de su propia angustia. El pintor desea para aquel “Santo Padre”, en el que simboliza la causa de todo su sufrimiento (y él sabía ya que sería definitivo), lo peor que conoce: su misma prisión. De ahí el “cubo”. Y luego le quita, sin la más mínima piedad, todo lo que le dio Velázquez. No sólo las manos, el papel que sujeta, el trono y los atavíos del poder; no, le despoja de todo. A esos ojos que, en Velázquez, son como dos ascuas o dos ganchos de carnicero; a la mirada más espantosa de la historia de la pintura junto con la del Cronos de Goya, Bacon les pone unas gafas ridículas, los inutiliza, los exorciza con la burla cruel. Transforma el “camauro” papal en un bonete de payaso. Y a la boca, a los labios apretados y amenazadores de Velázquez, los metamorfosea en un agujero abierto, horripilante; una hidra de dientes afiladísimos –de nuevo Alien– dispuestos a devorar a quien mira… por pura maldad, por el solo hecho de estar allí mirando.

En la última versión que pudimos ver, la más solemnemente enmarcada e iluminada, Francis Bacon deja que se muestren los ropajes y la silla, sí, con sus colores aproximados; pero, medio muerto de rabia, empuña el pincel y la espátula y destroza, literalmente destroza la cara del odiado “Padre amantísimo”. Lo único que le faltó fue reventar a navajazos la tela misma.

La exposición debería terminar ahí. No es fácil soportar nada más después de las distintas versiones, a cual más brutal, del Inocencio. Pero los británicos de la Tate que han traído esto al Prado son como son, o sea exquisitamente cronológicos y exhaustivos. Yo trataba de hacer reír a Marisol, que estaba, la pobre, deshecha por el alma atormentada de Francis Bacon. Un tipo capaz de pintar esas cosas y que luego hablaba de arte, del suyo y del de los demás, con la asepsia con que un profesor de cristalografía opina­ría sobre el icosaedro. “La pintura no tiene ningún misterio”, dijo una vez, “todo consiste en saber cómo plasmar la apariencia”. O sea, más o menos lo que dijo sir Horace Nelson justo después de que una bala le destrozase el hombro en la batalla de Trafalgar: “Hardy, diríase que los franceses pretenden acabar conmigo”. Y luego se murió.

Ante el Estudio para retrato de Van Gogh VI, lleno de colores furibundos que deslumbran en un pintor casi tenebrista, yo le recordaba a mi amiga un viejo anuncio de la tele: “Y aquí fue cuando cambió de coche”. No se rió. Veíamos uno de sus Estudios en azul y yo frivolizaba: “Marisol, aquí Bacon pintó, sin saberlo, el vivo retrato de mi amigo Paco Sosa Wagner”.

 

–Ah, ¿sí? ¿Quién es ese señor?

–Ay, mujer, el candidato por el partido de Rosa Díez al Parlamento Eur… Bah, déjalo, ya te lo contaré luego.

Pero Marisol no se reía. De qué puñetas se iba a reír. Vimos cómo Francis Bacon, aquel viejo obsesivo y fatal, ponía en el lienzo a sus sucesivos novios con una crueldad que no tenía límites; llegó a pintar, en uno de sus trípticos atroces, la agonía de su más sincero amor, George Dyer, sentado en la taza del retrete. Que fue donde murió. Aquel hombre deshacía, de un modo tan bárbaro como irresistible, las caras de sus modelos, porque no le interesaba la realidad fotográfica (aunque usaba constantemente fotos para pintar) sino lo que había detrás, y ese detrás eran, sin remedio, las torturas de su alma.

Salimos del Prado hechos polvo. Volvía a llover. No había taxis y yo apenas tenía la cabeza para pensar en un restaurante en el que comer juntos. Y esas cosas que se dicen por decir, lo mismo que al salir de un entierro:

–Bueno, chiquitina, ¿qué te ha parecido Bacon?

–Pues… Uf… No sé. Es impresionante, es terrible, pero… –y ahí Marisol puso esa cara de mustélido encantador que pone algunas veces – me temo que, si hablas de esto en tu artículo, “Damianca” te va a poner verde en el Foro por escribir “Francis Bacon” en vez de “Paco Panceta”, que es como lo diría él en Burgos, ¿no? Con esa cultura suya…

Ahí fui yo quien soltó una carcajada. Y, antes de que nos hiciese caso un taxi, salió el sol. No sé por qué, pero eso pasa siempre con esta chica. Siempre.

–Pero por qué este hombre nunca pinta las manos de nadie.