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El poder de las sombras

Cuando vayan a ver la doble exposición La sombra, que acaba de inaugurarse en el Museo Thyssen y en la Fundación Cajamadrid, no cometan el error

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El poder de las sombras

Cuando vayan a ver la doble exposición La sombra, que acaba de inaugurarse en el Museo Thyssen y en la Fundación Cajamadrid, no cometan el error que cometimos Marisol y yo. Entren en el museo –que es por donde hay que empezar–, giren a la izquierda, compren su entrada, zas, den media vuelta y, con paso rápido y sigiloso, sin desviarse, sin mirar ni una sola vez a derecha o a izquierda, entren en las salas indicadas. Ahí se hallarán a salvo.

 

Porque si llegasen ustedes a mirar hacia el fondo del enorme vestíbulo y dijesen: “¡Hombre! ¡A ver qué son aquellas esculturas de allí!”, estarán perdidos. No por los mármoles, que son unas hermosuras de Rodin, sino porque justo enfrente están los enormes retratos de el barón Heinrich von Thyssen y de su esposa, Carmen Cervera, en el siglo Titatisen. Ambos de cuerpo entero y pintados por Ricardo Macarrón.

 

Al retrato del barón no le pasa nada, está muy bien. Pero no es fácil sobrevivir al cuadro en el que está la Titatisen metamorfoseada en lepidóptero. No cuesta el menor trabajo imaginar a la varonesa tomando del brazo al pintor: “Mire, Macarrón, como el cuadro este se lo va a pagar mi Heini, y se lo va a pagar muy bien, usted me va a pintar como yo le diga. Me va a sacar joven, delgada, con unas piernas muy largas y, sobre todo, monísima de la muerte. Ah, y me voy a poner este vestido, que es divino”.

Macarrón ­–sigo imaginando–, cuando se le pasó la taquicardia, dijo sin duda que bueno, que muy bien, que lo que usted mande, señora. Luego se encomendó a San Francisco de Goya, mártir, pintando La familia de Carlos IV, y destapó el frasco del veneno. El resultado es de escalofrío. Si la Titatisen hubiese tenido alguna vez esa longitud de piernas, no se habría casado con el barón: la hubieran contratado en un circo. Si la Titatisen (que fue una chica muy mona en la época de La familia de Carlos IV) hubiese pesado alguna vez, después de cumplir los cuatro años, lo que parece pesar en ese retrato, se habría pasado la vida en un hospital, conectada a un gotero. Y si la Titatisen, en las sesiones de posado, llega a estornudar, o a moverse de tal modo que se agitasen las puntas del lazo que lleva a la espalda, se hubiera roto la crisma contra el techo, porque habría despegado en vertical como un helicóptero. Eso no es un lazo. Eso es un medio de transporte aéreo.

Pero ella, lo juraría, quedó encantada con el resultado: ese escorzo, ese mohín a lo Barbie Supertisen, esas piernas que recuerdan raíles de ferrocarril (de vía estrecha, claro), ese parapente desplegado y prendido de los solomillos. Ahora, el perro no. Es que el perro es lo mejor de todo. Un diminuto foxterrier blanco, un peluche que, desde los pies de la Titatisen, mira al espectador con infinito sufrimiento, como diciendo: “Oigan, ¡que yo no he tenido la culpa, que me han puesto aquí por obligación!”

Comprenderán que, después de semejante electrochoque visual, Marisol y yo entramos a ver las Sombras en un estado totalmente patafísico. Nos reíamos de todo, nos costaba concentrarnos. Así que ustedes perdonen que esta crónica esté saliendo un poco zangolotina. Perdonen, repito, y pasen a las salas ignorando ese cuadro, que es lo más bestia que yo he visto en un retrato de mujer desde La marquesa de Casatti, de Zuloaga, que vimos en Pedraza hace años y que a mi hijo Carlitos, que era un niño, le provocaba unas pesadillas terroríficas.

Durante muchos siglos (no desde el principio ni mucho menos ahora) la sombra, en pintura, era lo que se producía cuando un objeto se interponía entre la fuente de luz y otra cosa. Pues vaya, dirán ustedes. Pues no, tiene su miga. Hasta el Renacimiento, lo que existía era la luz; no la sombra. Mi inolvidable Manuel Valdés nos enseñaba a ver la “luz conceptual”, que es distinta de la luz física: no produce sombras, o las produce como ella quiere. Si pasan ustedes la primera sala de la exposición, donde hay unas cuantas cosinas que ilustran la “invención de la pintura” (aquella fábula de Plinio según la cual la hija de un alfarero trazó en la pared el contorno de la sombra de su novio dormido, y ahí empezó todo; qué bonito), verán que la exposición está organizada por épocas, y en la del Renacimiento encontrarán esto que digo. Gentile Bellini, a finales del XV, pinta una Anunciación que le sirve para perfeccionar su dominio de la perspectiva, y ahí las sombras las producen los edificios. No el ángel ni la Virgen, que le interesan menos.

Lorenzo di Credi, más o menos por la misma época, hace algo parecido con su propia Anunciación, pero está a punto de armarse un lío espantoso, porque establece dos puntos de luz: la que viene del fondo, del paisaje en perspectiva (que es lo que él quería pintar: siempre hay que buscar eso, le digo a Marisol) y la que viene de izquierda, que es la que ilumina las figuras. Trato de explicarle a Marisol que las sombras del suelo son imposibles, pero de repente dice ella: “Al cursi del ángel le han puesto unas alas que ni la Titatisen”, y ahí nos mondamos los dos, y mejor seguimos.

Yo creo que rara es la exposición que te conmueve entera, por buena que sea. Es mucho ya que salgas a la calle con el alma golpeada por uno o dos cuadros. Gran habilidad la de Gerrit van Honthorst, en el XVII, para iluminar La infancia de Jesús con sólo una vela, lo mismo que Hendrick ter Brugghen, Matthias Stom o el posible Georges La Tour de La educación de la Virgen. A mí La Tour no me gusta nada, pero:

–¿Tú qué crees que quería pintar aquí este señor, Marisol?

–Hombre, pues el color de la mano cuando le pones una vela detrás. No va a ser la cara de guardia civil que le enjaretó a la niña, que da más miedo que la Ti…

–No lo digas, ¡no lo digas!

El cuadrazo de esta exposición, para Marisol y para mí, es el de un anónimo de la escuela de Rembrandt que logró pintar no ya las sombras, sino la luz pura. Lo han traído de la National Gallery de Londres y es la apenas perceptible figura de un hombre con boina que, a contraluz, en una estancia enorme, lee ante una mesa. Son sólo siluetas en negro o gris. Porque lo que él quería pintar es el torrente de luz que entra por el inmenso ventanal y que se estrella contra la pared blanca del fondo. Las sombras, de una delicada fuerza, son nada más que las que producen los emplomados del vidrio. Sólo por ver ese cuadro, de apenas medio metro de alto, merece la pena ir al Museo.

Ese y otros, claro está. El Rembrandt en el que ocurre exactamente lo mismo, golpe de luz sobre una pared y, en penumbra, una tranquila familia esperando a que se termine de cocer lo que hay en la lumbre. O el impresionante Van Eyck del Díptico de la Anunciación, en el que el “padre” del Matrimonio Arnolfini imita la escultura con la pintura. O el espeluznante Corral de los locos de Goya, en el que la luz, intensísima, sobrevuela un patio a oscuras en el que reina la miseria humana.

A mí me conmovió mucho el paisaje nevado de Sisley, que sabía bien que el invierno (montañas, nieve, etc.) es de color azul y produce sombras que se van a ese tono. Lo mismo hizo Pisarro en Camino, sol de invierno y nieve. Y otro tanto, pero no sé por qué, buscó nuestro Darío de Regoyos en su Nocturno del Paseo de La Concha en San Sebastián. Y digo que no sé por qué: la verdad es que el azul, ahí…

Añadan a eso un par de muy hermosos lienzos de Santiago Rusiñol y un asombroso Sorolla, La sombra de la barca, y comprenderán que merece la pena ir al Thyssen para darle un repaso rápido, pero muy provechoso, al poder de la luz en la pintura. Aunque no estén ni el Ángelus  de Millet ni el Pablo de Valladolid de Velázquez, esa joya que es la quintaesencia de la importancia de la sombra en un lienzo.

En cuanto al “poder de las sombras” (y no me refiero ahora a la mala uva del ilustre Macarrón pintando a ya saben quién), pueden ustedes estar tranquilos. El pobre amargado que llevaba varias semanas derramando su odio en el Foro de esta página no sólo contra el caballo, sino contra todos los lectores, multiplicándose en diversos nicks, está identificado, bloqueado y vigilado. Puede que intente incordiar algún tiempo más, pero su veneno ya no hará sino un daño muy efímero. Como en el bolero, serán sombras, nada más. Y ahora sigamos hablando de lo que importa a los lectores de verdad. Como hemos hecho siempre.

NOTA DE LA REDACCIÓN:

A continuación publicamos el documento en el que constan los fundamentos jurídicos y el fallo del juicio en el que tuvo que comparecer El Confidencial a causa del artículo de Incitatus del 8 de septiembre de 2007 titulado Como tomarle el pelo a Rossini. En dicho fallo se condena a El Confidencial de haber cometido intromisión ilegítima en el honor del demandante (Giusseppe Natale de Matteis) por las expresiones vertidas en dicho texto.

PINCHE AQUÍ PARA VER EL DOCUMENTO

Cuando vayan a ver la doble exposición La sombra, que acaba de inaugurarse en el Museo Thyssen y en la Fundación Cajamadrid, no cometan el error que cometimos Marisol y yo. Entren en el museo –que es por donde hay que empezar–, giren a la izquierda, compren su entrada, zas, den media vuelta y, con paso rápido y sigiloso, sin desviarse, sin mirar ni una sola vez a derecha o a izquierda, entren en las salas indicadas. Ahí se hallarán a salvo.