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Reaccionarios y sentimentales: el pasado vuelve a ser 'sexy'
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

Reaccionarios y sentimentales: el pasado vuelve a ser 'sexy'

Si uno es conservador, socialdemócrata, liberal, populista o facha no es porque lo haya decidido libremente después de leer y pensar, sino porque su sentimental cerebro se lo ha impuesto

Foto: Donald Trump y Nigel Farage, durante su encuentro en la Trump Tower. (@Nigel_Farage)
Donald Trump y Nigel Farage, durante su encuentro en la Trump Tower. (@Nigel_Farage)

En su libro más reciente, 'The Shipwrecked Mind' ('La mente naufragada'), que el año que viene publicará en castellano la editorial Debate, Mark Lilla se pregunta por el encanto del pensamiento reaccionario. Ante todo, dice, el reaccionarismo no es una forma de conservadurismo. El pensamiento conservador no pretende regresar al pasado, simplemente tiene un miedo razonable a los cambios abruptos y piensa que la mejor manera de gestionar la sociedad es mediante reformas lentas, graduales, que adapten al ser humano a los cambios ineludibles —pero no siempre deseables— que le impone la historia. Y tampoco es progresista: por supuesto que hay izquierdistas reaccionarios, como los hay en la derecha, pero la visión progresista de la historia dice que el mejor momento no está nunca en el pasado, sino en un futuro esplendoroso que, si los humanos se esfuerzan, pueden alcanzar.

El reaccionario, en cambio, piensa que un momento pasado de la historia fue el mejor y que hay que regresar a él a toda prisa. Invariablemente, para el reaccionario, ese tiempo —que por supuesto se inventa a su medida— era más heroico, más viril, y carecía de los absurdos impedimentos que el Estado de derecho pone a los líderes actuales para que no puedan actuar como verdaderos intérpretes de la voluntad del pueblo. No debe haber límites para él, no debe haber equilibrios de poder, no debe haber más libertad que aquella que a juicio del líder beneficie el proyecto colectivo que él encabeza como un mago. Todas las demás élites —políticas, judiciales, periodísticas— son corruptas, pero no él, porque su misión es sagrada.

Para el reaccionario, el pasado era más heroico, más viril, y carecía de los absurdos impedimentos que el Estado de derecho pone a los líderes hoy

Los reaccionarios son multitud hoy y dominan las preocupaciones de Occidente. El caso más evidente es el de Trump, un hombre que va a poner a prueba las hechuras constitucionales de Estados Unidos como quizá ningún presidente lo haya hecho antes. Pero en Europa vamos servidos, de Le Pen a Alternativa para Alemania pasando por la exitosa banda de pijos que prometió que con el Brexit se acababan las élites malas (los otros) y solo quedaban las buenas (ellos). Quizá con todo esto no se acabe la democracia liberal, pero si a los políticos en general les disgusta la separación de poderes, aunque buena parte del tiempo se resignen a ella, esta nueva oleada podría de verdad intentar acabar con los equilibrios democráticos: los periódicos sensacionalistas británicos ya han puesto en sus portadas fotos de los jueces que dictaminaron que el Brexit debe ser aprobado por el Parlamento. Un titular: 'Los jueces contra el pueblo', del conservador y más o menos respetable 'Telegraph'.

Exageraciones racionales

Pero se acabe o no la democracia liberal, en cierto sentido ya estamos en una fase peculiar de ella, como explica admirablemente Manuel Arias Maldonado en 'La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI' (Página Indómita), publicado este mismo mes. En él, Arias cuenta cómo la democracia nació bajo la conjetura de que los seres humanos somos racionales y actuamos como tales en busca de nuestro propio interés, asumiendo unas u otras ideas y defendiéndolas en público para conseguir lo que hemos escogido racionalmente que nos parece lo mejor para la sociedad y para nosotros.

Sin embargo, esta idea sobre la que se sostenía el sistema ha resultado ser, como mínimo, una exageración. La democracia no es propiamente eso, sino un campo invadido por las emociones de las que en cierta medida somos esclavos y que escogen nuestra ideología, nuestra sensación de pertenencia y nuestras posturas políticas circunstanciales. Sí, parece probable que si uno es conservador, socialdemócrata, liberal, populista o facha no es porque lo haya decidido libremente después de leer y pensar, sino porque su sentimental cerebro se lo ha impuesto.

La democracia no es racional, sino un campo invadido por las emociones de las que somos esclavos y que escogen nuestra ideología

La racionalidad sigue existiendo, por supuesto, y casi por encima de ello el empirismo, el valor de la experiencia: no es fácil de manejar en política ni tampoco en la vida privada, pero más o menos sabemos las cosas que funcionan y las que no funcionan, las que acaban con resultados muchas veces mediocres pero no catastróficos y las que llevan al precipicio. Pero, ahora mismo, a pesar de que vivamos en un mundo lleno de datos y de información histórica, en muchas partes está volviendo a ser 'sexy' darle una patada a todo eso e invocar un mundo pasado feliz, inexistente, pero con cuyo regreso uno recupera el control de la vida que seres distantes le quieren quitar.

¿Es el reaccionarismo una forma extrema de sentimentalidad política? Quizá no más que las otras etiquetas políticas, pero al menos sí en un sentido. En estos días, el reaccionarismo estadounidense y europeo no se mueve tanto por una ideología propia como por señalar las ideas que atribuye a quien considera la élite y decir: yo pienso todo lo contrario. Eso es todo. Pero es reconfortante emocionalmente.

En su libro más reciente, 'The Shipwrecked Mind' ('La mente naufragada'), que el año que viene publicará en castellano la editorial Debate, Mark Lilla se pregunta por el encanto del pensamiento reaccionario. Ante todo, dice, el reaccionarismo no es una forma de conservadurismo. El pensamiento conservador no pretende regresar al pasado, simplemente tiene un miedo razonable a los cambios abruptos y piensa que la mejor manera de gestionar la sociedad es mediante reformas lentas, graduales, que adapten al ser humano a los cambios ineludibles —pero no siempre deseables— que le impone la historia. Y tampoco es progresista: por supuesto que hay izquierdistas reaccionarios, como los hay en la derecha, pero la visión progresista de la historia dice que el mejor momento no está nunca en el pasado, sino en un futuro esplendoroso que, si los humanos se esfuerzan, pueden alcanzar.

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