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Siempre Montaigne: una visita a la torre donde nació el individuo moderno
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Siempre Montaigne: una visita a la torre donde nació el individuo moderno

Se le ha considerado el sabio por antonomasia, el hombre que supo aunar catolicismo y cultura grecorromana, el inventor de lo que se llama la 'subjetividad moderna' y el creador del género del ensayo

Foto: La torre de Montaigne. (RGF)
La torre de Montaigne. (RGF)

Para llegar hasta allí habíamos tomado el tren en la estación de Saint Jean en Burdeos, bajado en Lamothe-Montravel y caminado durante casi una hora, con el sol en alto, entre los viñedos ―ordenados, inacabables― de Saint Émilion. Antes, habíamos comido entrecot y “axoa”, un guiso de carne y pimientos típico del País Vasco francés, con bastante vino de la región, por lo que es probable que sufriéramos alguna forma leve de insolación.

placeholder Michel de Montaigne
Michel de Montaigne

Mientras preparábamos la excursión, temimos que nuestro destino fuera una especie de Disneylandia, como sucede con tantos sitios venerados porque en ellos vivió hace mucho tiempo alguien medianamente famoso. Pero al llegar, un poco aturdidos, nos dimos cuenta de que era muy sencillo, casi precario. No había allí más que un pequeño chamizo para la venta de entradas, recuerdos y vino que atendían dos jóvenes. Un pequeño grupo de turistas estadounidenses de avanzada edad se marchaba en autobús después de su visita, y tres o cuatro franceses con aspecto de profesores retirados nos acompañarían en la nuestra. Ahí estábamos: en la torre, anexa a su castillo, en la que Michel de Montaigne se pasó buena parte de la vida escribiendo, leyendo e intentando huir de sus responsabilidades como político, terrateniente y padre de familia.

placeholder La torre de Montaigne. (RGF)
La torre de Montaigne. (RGF)

Montaigne ―cuyo apellido era Eyquem, pero que prefirió tomar el nombre del señorío comprado por su padre con la riqueza generada por antepasados comerciantes de vino, pescados en salazón y dulces― nació allí en 1533. Su padre le educó de manera excéntrica: quiso que su primera lengua fuera el latín y prohibió terminantemente al servicio de la casa que se dirigiera a él en francés. Más tarde aprendió griego, y solo después francés y gascón. A partir de los ocho años, recibió la mejor educación formal disponible, hasta convertirse en abogado y desempeñar distintos cargos entre la élite funcionarial de la región, y más tarde estar al servicio del rey Carlos IX. Era un hombre mundano, medianamente poderoso e influyente, casado ―casi seguro de manera concertada― con la heredera de una familia de mercaderes prósperos.

Tras la muerte de su padre en 1568, el mundo se le vino encima: heredó el castillo y empezó a detestar las cuentas

Pero tras la muerte de su padre en 1568, el mundo se le vino encima: heredó el castillo y empezó a detestar las cuentas, los contratos y las negociaciones que implicaban la gestión de su día a día. Y se cansó de la vida de corte. De modo que a los treinta y ocho años, se retiró a la torre aneja al castillo (que se conserva aún después de que en el siglo XIX un incendio arrasara el edificio principal; el actual es una reconstrucción), “disgustado desde mucho antes de la esclavitud de la corte y de los cargos públicos”, escribe, para dedicarse a su actividad preferida: la lectura de los clásicos, la reflexión sobre la conciencia y la experiencia de sí mismo. Y también la escritura de lo que más tarde se llamarían “ensayos”, textos breves, de carácter literario y filosófico, que recogían la sabiduría de los escritores griegos y latinos para intentar comprender y explicar la pequeñez y la necedad humanas, y tratar de encontrar la buena vida.

Un mundo en llamas

A su alrededor, el mundo ardía. Había guerras de religión entre católicos y protestantes ―Montaigne, católico, se horrorizó ante la violencia y medió con frecuencia entre las partes―; “toda mi insignificante prudencia en estas guerras civiles en que vivimos ―escribió―, va encaminada a que no interrumpan mi libertad de ir y venir”. De sus seis hijas, solo una había sobrevivido, aunque reconoció haber perdido la cuenta de las muertas. Nadie parecía entender que ese hombre se hubiera retirado a vivir en la torre menos noble de su castillo, apartado de todo, y ordenara escribir en las vigas de su sala de estudio frases de carácter filosófico que le recordaran que solo era un hombre, un tipo perdido como todos (aunque más rico), sujeto a debilidades (era un poco vanidoso) y caprichos (no se ocupó de su familia, pero fue un galán) y sin embargo empeñado en ser sabio.

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(RGF)

La torre en sí, tal como la vimos, es un monumento un poco torpe y pobretón: una cama que en realidad no era la suya, un busto de mala calidad, réplicas plastificadas de cuadros en los que aparece o remiten a su experiencia, paredes llenas de grafitis. Pero ahí estaba Montaigne. El hombre contradictorio, obsesionado con que le dejaran solo para encontrarse a sí mismo, pero en diálogo constante con los muertos; el que viajaba para alejarse de la familia y los negocios pero luego aceptaba ser, como lo fue su padre, alcalde de Burdeos.

Quizá suceda en diferente grado con otros escritores, pero tengo para mí que solo se puede disfrutar a Montaigne si uno comparte alguno de sus rasgos de carácter. Se ríe de todo, pero se sabe egocéntrico. Se preocupa por los grandes temas de la humanidad, pero es consciente de que la felicidad solo es posible si vas bien y regularmente al baño. Sufre la tentación simétrica de alejarse de todo y de acercarse a todo: la política, la vida literaria, las mujeres, el vino y la comida. Si no le gustan, deja los libros en las primeras páginas. Cita párrafos enteros de los clásicos latinos para explicar que es un ignorante. Reflexiona largamente sobre sus errores pasados, pero no se arrepiente: en ese momento hice lo que me pareció correcto, se dice; es absurdo intentar corregir lo que no se puede enmendar. Sabe que uno es la suma de su yo más las circunstancias que le han tocado vivir.

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(RGF)

Montaigne ha sido con frecuencia idealizado: se le ha considerado el sabio por antonomasia, el hombre que supo aunar catolicismo y cultura grecorromana, el inventor de lo que se llama la “subjetividad moderna” y el creador del género del ensayo; un ejemplo del hombre que sabe cultivar al mismo tiempo las virtudes privadas y, con renuencia, las públicas. Seguramente son exageraciones, aunque hay parte de verdad en todo ello. Lo pensaba mientras bajábamos los peldaños, muy desgastados, de la escalera de caracol de la torre, por la que se desplazaba de la capilla de la planta baja al dormitorio de la primera y al estudio de la segunda, donde se encuentran las célebres vigas inscritas. Montaigne era un hombre más sabio, y un mejor escritor ―aunque tenga páginas indeciblemente pesadas― que la mayoría, pero en su escritura, que decía que solo tenía por tema su yo, se supo mostrar con coquetería como cualquiera de nosotros. Un amasijo de debilidades, contradicciones e intuiciones brillantes.

El lema de Montaigne era “Que sais-je?”, que podría traducirse como “¿Qué sé yo?”, ¿qué puede llegar a saber un humano?

De vuelta en el chamizo de la entrada vimos los souvenirs. Eran encantadoramente toscos y no compramos nada, a pesar de que habíamos planeado hacernos con una botella del vino procedente de lo que en el pasado eran sus viñedos y bebérnosla por la noche; pensamos que sería mejor cualquiera de una vinatería de la ciudad. Regresamos hacia la estación con el sol un poco más bajo. Las uvas a ambos lados de la carretera rural, que me parecieron sauvignon blanc, aún necesitarían un par de meses para estar en su madurez. De vez en cuando, pasaba un coche a una velocidad alarmante para una vía tan estrecha, pero la reducía abruptamente al vernos cogidos de la mano, mientras nosotros nos apartábamos hacia el estrecho margen que había entre el asfalto y las viñas. Sentíamos una alegría muda. El lema de Montaigne era “Que sais-je?”, que podría traducirse como “¿Qué sé yo?” o, más libremente, ¿qué puede llegar a saber un humano en su mortalidad, en su pequeñez? Llegamos sudados a la estación. Como Montaigne, aunque disimulara, algunas cosas sabíamos.

Posdata: si el lector quiere acercarse a Montaigne, pero sin demasiado esfuerzo, es breve y hermosa ―también poco rigurosa para los estándares actuales― la biografía que le dedicó Stefan Zweig (está en la editorial Acantilado). Para aquellos con un poco más de paciencia, es extraordinario el libro de Sarah Blackwell 'Cómo vivir. Una vida con Montaigne' (en la editorial Ariel), una mezcla de biografía y glosa de sus escritos. Para quienes prefieran ir directamente a su obra ―su prosa del siglo XVI no siempre es ágil y algunos pasajes son ciertamente aburridos―, la antología de Gonzalo Torné en la editorial Penguin es estupenda y barata. Para los lectores muy dedicados, la edición de los ensayos completos en tapa dura de Acantilado es insuperable.

Para llegar hasta allí habíamos tomado el tren en la estación de Saint Jean en Burdeos, bajado en Lamothe-Montravel y caminado durante casi una hora, con el sol en alto, entre los viñedos ―ordenados, inacabables― de Saint Émilion. Antes, habíamos comido entrecot y “axoa”, un guiso de carne y pimientos típico del País Vasco francés, con bastante vino de la región, por lo que es probable que sufriéramos alguna forma leve de insolación.

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