El erizo y el zorro
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'La buscadora de setas': amor y naturaleza después de la muerte
Long Litt Woon cuenta en un libro íntimo y trágico cómo superó el fallecimiento de su marido gracias a la micología
Long Litt Woon es una antropóloga malasia que se instaló en Noruega tras conocer allí a quien sería su marido, Eiolf. Formaron un sólido matrimonio durante treinta años, y luego, en un día como tantos otros, él se fue al trabajo muy temprano ―tenía la costumbre de llegar el primero a la oficina― y ella se quedó en casa despertándose, luego se duchó y se dispuso a desayunar. Pero antes de que pudiera empezar a comer sonó el teléfono: un compañero de Eiolf le avisó de que este se había desplomado y que una ambulancia lo estaba llevando al hospital. Al cabo de poco tiempo el teléfono volvió a sonar. Era un médico: “Me temo que tengo malas noticias ―le dijo―. Su marido ha fallecido”. Ella balbuceó algo, estupefacta. El médico intentó tranquilizarla con palabras mecánicas: “Su marido perdió la consciencia de inmediato. No sintió nada. Es la mejor forma de morir”.
['El libro de la madera', la ínsolita Biblia del 'slow life que arrasa en el mundo]
“La vida tal y como yo la conocía desapareció en un instante. El mundo cambió para siempre”, cuenta Litt Woon. El duelo la dejó paralizada, solitaria, sumida en una tristeza insoportable. Y decidió hacer algo: cuando Eiolf aún vivía, habían hablado de matricularse en un curso de micología que enseñaba a distinguir los distintos tipos de setas y en el que se hacían excursiones en grupo para buscarlas. Litt Woon decidió acudir, aunque su marido ya no estuviera, y la experiencia le ayudó a sobrellevar y superar el duelo. Todo lo cuenta en 'La buscadora de setas', recién publicado por la editorial Maeva.
No le cambió la vida porque en el curso conociera a una nueva pareja. Sino por algo que resulta difícil de entender y, al mismo tiempo, es reconocible para la mayoría de nosotros. Encontró lo que los orientales llaman el 'instante zen' en palabras de Litt Won, “el instante en el que, después de mucha práctica, uno puede entregarse a la experiencia de una atemporalidad existencial y liberación espacial”. O dicho de otro modo: una actividad absorbente, que requiere esfuerzo y práctica, socializar con personas que también se sumergen en ella y descubrir curiosidades que son intrascendentes para la inmensa mayoría de la gente ―a la sombra de qué árboles crecen determinadas clases de setas, qué diferencias minúsculas las distinguen, qué clima favorece unas u otras― pero que al interesado le sirven para ordenar el mundo, darle coherencia y estabilidad. En buena medida, porque “es una actividad concreta y sensorial”.
En Noruega, al parecer, la búsqueda, el estudio y la clasificación de las setas ―sobre todo la distinción entre venenosas y no venenosas― es un asunto ordenadamente burocrático y, a juzgar por cómo lo describe Litt Woon, algo de lo que sentirse orgulloso. Cuando, tras numerosas horas de estudio y de salidas al bosque, y después un arduo examen en el que debía demostrar que conocía al menos 150 especies de hongos distintas, Litt Won consiguió el certificado de inspectora de setas ―lo que te capacita para ser consultada cuando un buscador de setas normal duda si una seta es venenosa o no― pensó “creo que Eiolf se habría sentido orgulloso de mí”.
Ciencia y sentimiento
Su descripción del mundo de los hongos es en parte sentimental, en parte científica y empírica. “Los hongos parecían situarse fuera de las leyes generales de la naturaleza. Sin embargo, en la actualidad es un hecho probado que los hongos no pertenecen ni al reino vegetal ni al reino animal sino que constituyen su propio reino”, dice, y además explica muchos de sus rasgos científicos, sus aplicaciones culinarias o los muy distintos matices de sus olores.
Pero como en tantas otras cosas, lo importante es lo que los rodea. Un compañero de estudios micológicos invitó a una mujer que le gustaba a salir a buscar una clase específica de setas. Unos días antes de la cita, vio que había algunos ejemplares en un lugar del bosque donde solían crecer, pero eran aún muy pequeñas. De modo que, como no se fiaba de las predicciones climatológicas y sus previsiones de lluvia, fue a regar los hongos repetidamente: el día de la cita, las setas eran grandes y hermosas, y acabó casándose con esa mujer.
Como antropóloga de formación, la autora sabía que las distintas actividades sociales suelen ser practicadas por distintas clases sociales, así que le llamó la atención que la afición a la micología fuera una actividad plenamente transversal, sin rasgos de clase. Y luego están la emoción y la anticipación: “Los buscadores de setas […] sopesan diferentes alternativas en el contexto del complejo cubo de Rubik de la naturaleza antes de salir a recolectar. No debe haber llovido demasiado ni muy poco; no debe hacer demasiado calor ni demasiado frío. También hay que tener en cuenta el tiempo transcurrido desde la última exploración. Las variables se consideran y reconsideran”. Como catalán que ha salido unas cuantas veces a buscar setas ―en Cataluña es una actividad frecuente, que en ocasiones se llama épicamente “cazar setas”― puedo reconocer esa descripción.
Los buscadores de setas sopesan diferentes alternativas en el complejo cubo de Rubik de la naturaleza antes de salir a recolectar
Pero más allá, siempre está el duelo. Eilof, de quien la autora solo nos revela detalles gradualmente, nunca desaparece. Cuando Litt Woon hace nuevos amigos entre los buscadores de setas, se da cuenta de lo extraño que es que Eilof no los haya conocido. El rito de paso del duelo está lleno de perplejidades y “La buscadora de setas” las cuenta bien, con un sentimentalismo contenido, sin exhibiciones incómodas y sin la pretensión de hacer gran literatura, ni siquiera mera literatura. Solo relatando y señalando una inmensa paradoja que seguramente rija muchas vidas: el hecho de que, por raro que parezca, algo íntimo y trágico como la muerte del ser más querido únicamente pueda comprenderse o tolerarse mediante algo en apariencia universal e intrascendente como la búsqueda de setas. Casi con seguridad se podría escribir un libro parecido con otras actividades: distraerse del dolor estudiando una lengua desconocida, aprendiendo a cocinar o empezando a practicar la ebanistería. Incluso en circunstancias menos dramáticas, esos recursos funcionan y le dan sentido a la sucesión de minutos, horas y días.
“Durante mucho tiempo pensé que era una coincidencia que fueran las setas las que me salvaran”. Pero no lo fue. Aunque seguramente podría haber sido cualquier otra cosa que requiriera curiosidad, rutinas, afecto y estudio.
Long Litt Woon es una antropóloga malasia que se instaló en Noruega tras conocer allí a quien sería su marido, Eiolf. Formaron un sólido matrimonio durante treinta años, y luego, en un día como tantos otros, él se fue al trabajo muy temprano ―tenía la costumbre de llegar el primero a la oficina― y ella se quedó en casa despertándose, luego se duchó y se dispuso a desayunar. Pero antes de que pudiera empezar a comer sonó el teléfono: un compañero de Eiolf le avisó de que este se había desplomado y que una ambulancia lo estaba llevando al hospital. Al cabo de poco tiempo el teléfono volvió a sonar. Era un médico: “Me temo que tengo malas noticias ―le dijo―. Su marido ha fallecido”. Ella balbuceó algo, estupefacta. El médico intentó tranquilizarla con palabras mecánicas: “Su marido perdió la consciencia de inmediato. No sintió nada. Es la mejor forma de morir”.