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Tu cuñado también sube el Everest
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Tu cuñado también sube el Everest

De lo que se trataba con el consumo de experiencias era de ser único, o casi: ahora, vivimos la era de la masificación del sentimiento de ser único

Foto: Colas para subir a la cima del Everest. (Nirmal Purja)
Colas para subir a la cima del Everest. (Nirmal Purja)

A finales de los años sesenta, algunos sociólogos empezaron a considerar que el consumismo del Occidente rico se había transformado. Pensaron que, puesto que en Europa y Estados Unidos casi todo el mundo era ya razonablemente próspero en cuestiones materiales –fue entonces cuando se volvió más o menos fácil comprarse una casa, electrodomésticos y un coche–, las jóvenes generaciones dejarían de ansiar consumir cosas para pasar a consumir experiencias. Lo guay ya no sería tener una moto o el mejor coche o ropa de marca (aunque, créanme, en realidad eso te parecía guay si tu familia nunca lo había tenido), sino viajar a un ashram indio para ponerte bajo las órdenes espirituales de un gurú, tener –si eras hombre– un número infinito de parejas sexuales y, después, vivir la más extraordinaria de las experiencias: hacerte rico, pero no para disponer de toda clase de comodidades materiales, sino para demostrar que eras especial.

Volví a esta idea al descubrir, la semana pasada, que hay colas para escalar el Everest. El pasado 22 de mayo, el nepalí Nirmal Purja logró llegar a su cima y, al darse la vuelta para iniciar el descenso, vio que más de doscientas personas hacían fila para llegar hasta la cumbre. Una cola que impedía que se pudiera descender después de alcanzarla. Purja hizo una foto que se ha hecho famosa. La paradoja era evidente: el deseo de experimentar llegar al punto más elevado de la tierra, un deseo que solo tiene sentido si es alcanzable por unos pocos, se había masificado. De lo que se trataba con el consumo de experiencias era de ser único, o casi. Ahora, vivimos la era de la masificación del sentimiento de ser único.

Foto: Montañeros camino a la cima del Everest el 22 de mayo de 2019. (Reuters)
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Me recordó también a cuando, recién llegado a Madrid, buscaba piso. Buena parte de los que podía permitirme anunciaba que tenían “acabados de lujo”. Cuando iba a verlo, era evidente que no era así. En realidad, era tan simple como que, si yo me podía permitir ese piso, era imposible que fuera de lujo. A menos que se tratara de la maravillosa acepción que le ha dado el marketing contemporáneo a la expresión “el lujo al alcance de todos”. No es importante que la experiencia te haga único, es que tú te sientas como tal aunque el grifo gotee.

Esto, por supuesto, puede ser ligeramente estupefaciente, y hasta irritante. Pero no tiene nada de malo. El consumo de mercancías y experiencias es bueno, y que esté al alcance de todos, un objetivo de las sociedades igualitarias. Aunque, sin duda, a partir de ciertos límites debe dejar de ser bueno. Y uno no debería tomarse muy en serio lo de ser único y diferente: hacerte un selfie con el cantante de Coldplay, celebrar tu cumpleaños lanzándote en paracaídas o haber pasado un par de años viviendo –dices– en la zona de Brooklyn que queda sin gentrificar está muy bien. Pero recuerda: en términos estadísticos, entre miles y centenares de miles de personas han hecho lo mismo. No hablemos ya de ser hipster, punk, pijo, normcore, comunista, liberal, españolísimo o todo lo contrario: tu empeño en distinguirte te hace miembro de una minoría distinta, pero seguramente igual de inmensa.

No es importante que la experiencia te haga único, es que tú te sientas como tal aunque el grifo gotee

El consumo de experiencias no se inventó en los años sesenta; lo que sí se inventaron entonces fueron los sociólogos profesionales que se dedicaban a poner etiquetas del tipo “consumo de experiencias”. Mucho antes, el economista Thorstein Veblen (1857-1929) habló del “consumo ostentoso”: la tendencia que tenían los ricos a consumir cosas solo para que los demás lo vieran; o, en su expresión más definitiva, hacer grandes donaciones a obras de caridad para que todo el mundo supiera de tu bondad. Ahora, la gente de marketing está preocupada porque algunos estudios sociológicos afirman que los millenials consumen mucho menos que sus predecesores, y que las experiencias low cost que viven en las redes sociales dejan de lado el consumo de experiencias caras. Lo mismo, sospechan, puede ser característico de la generación posterior a los millenials; estos, a fin de cuentas, son ya treintañeros. Pero no hay que preocuparse: cada generación encuentra la manera de distinguirse por medio de las experiencias –algunas baratas, la mayoría caras– que consume.

Esto no tienen ninguna base empírica, pero diría que para el subgrupo generacional al que pertenezco, el consumo de experiencias ideal consistía en tener un pase VIP en el Primavera Sound, convertirte en emprendedor, aunque te fuera mal y te salvaran tus padres, tras lo cual dabas charlas TED exaltando los aprendizajes del fracaso, y abandonar la ciudad a los cuarenta para irte a vivir al campo. Había otra posibilidad que no excluía todo lo anterior; podías lograr estatus gracias a experiencias comparativamente baratas y poco exigentes socialmente: leer a Joseph Conrad en inglés, hacer ostentación de llevar un periódico bajo el brazo todos los días y afirmar que a ti ya te gustaba Nirvana antes de que todo el mundo los descubriera con 'Nevermind'. Ahora esto debe ser imposible, aunque habrá equivalentes, de tu foto en Tinder al stories de tus vacaciones en Instagram.

Visto el trabajo que todo eso comporta, lo de subir al Everest casi parece cómodo. La fila a ocho mil metros, el riesgo de congelación de los miembros o la acusación de los montañeros veteranos de que la fiebre por llegar a la cima es una pretensión de pijos que desconocen la mística y la práctica del ascenso a las grandes cumbres, son riesgos comparativamente pequeños. El verdadero riesgo, real como lo ha sido siempre, es que al volver a casa descubras que no ha servido de nada porque tu cuñado también hizo cola para subir al Everest y ahora os quejáis juntos de la masificación del Himalaya mientras tomáis un gintónic con pepino que, eso sí, a vosotros ya os gustaba cuando aún no estaba de moda.

A finales de los años sesenta, algunos sociólogos empezaron a considerar que el consumismo del Occidente rico se había transformado. Pensaron que, puesto que en Europa y Estados Unidos casi todo el mundo era ya razonablemente próspero en cuestiones materiales –fue entonces cuando se volvió más o menos fácil comprarse una casa, electrodomésticos y un coche–, las jóvenes generaciones dejarían de ansiar consumir cosas para pasar a consumir experiencias. Lo guay ya no sería tener una moto o el mejor coche o ropa de marca (aunque, créanme, en realidad eso te parecía guay si tu familia nunca lo había tenido), sino viajar a un ashram indio para ponerte bajo las órdenes espirituales de un gurú, tener –si eras hombre– un número infinito de parejas sexuales y, después, vivir la más extraordinaria de las experiencias: hacerte rico, pero no para disponer de toda clase de comodidades materiales, sino para demostrar que eras especial.

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