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Benjamin Constant: la libertad antigua contra la libertad moderna
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Benjamin Constant: la libertad antigua contra la libertad moderna

La reedición de 'De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos' vuelve a poner de actualidad un texto clásico que ilumina también los nuevos extremismos de hoy

Foto: Benjamin Constant
Benjamin Constant

Hace doscientos años, en el Ateneo Real de París, Benjamin Constant dio una conferencia magistral. Constant era un escritor y político liberal suizo-francés, que había sido nítidamente favorable a la Revolución Francesa pero más tarde se había horrorizado ante el terror desatado por Robespierre. Se codeaba con la aristocracia ilustrada parisina y conoció a los grandes románticos alemanes, había tenido innumerables amantes y perdido mucho dinero en las apuestas. Más tarde, Napoleón le designó para un alto cargo asesor y luego le despidió de manera fulminante después de que Constant pronunciara discursos contra él.

La conferencia llevaba el poco prometedor título 'De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos'. La editorial Alianza la acaba de publicar junto a otros textos del autor aprovechando el centenario. Es una obra maestra de cuarenta páginas. Nadie que esté interesado en la política, sobre todo en nuestros tiempos, debería dejar de leerla. Constant, que tenía siempre en mente el horror desatado por una revolución que él había apoyado, comparaba la idea de la libertad en las civilizaciones anteriores con la idea de libertad que, en ese momento, solo existía en unos Estados Unidos recién fundados y en partes de la Europa progresista.

placeholder 'La libertad de los modernos'
'La libertad de los modernos'

De acuerdo con Constant, la idea de libertad de los antiguos había estado básicamente vinculada a su vida pública. Si eras hombre, tenías propiedades y procedías de una familia más o menos aristocrática (es decir, si formabas parte de una pequeña élite privilegiada), hacías gala de tu libertad participando en el gobierno de tu ciudad. Votabas en la asamblea, discutías si la comunidad debía embarcarse o no en una guerra, opinabas sobre expropiaciones, destierros y sentencias. Tu libertad consistía en participar libremente en el destino de tu comunidad. Pero como individuo privado no tenías ninguna clase de libertad. “En Roma -dice Constant-, los censores dirigían su ojo escrutador al interior de las familias. Las leyes regulaban las costumbres, y como las costumbres lo abarcaban todo, no había nada que no regularan las leyes”. Podías participar todo el día en la política, gracias a que tenías esclavos que se dedicaban a la actividad productiva en tu lugar, pero no eras quién para decidir sobre tus creencias religiosas, las costumbres de tu matrimonio, la manera de educar a tus hijos o a qué dedicarte en las horas de ocio. Eso era cosa de la tradición y el consenso de la comunidad.

Pero los modernos tienen una idea de la libertad profundamente distinta, dice Constant. “Para todos ellos [la libertad] es el derecho de expresar su opinión, de elegir su profesión y ejercerla, de disponer de su propiedad y hasta de malbaratarla; de ir y venir sin pedir permiso y sin tener que dar cuenta de motivos o afanes. Es […] el derecho de reunirse con otros individuos, sea para distraerse, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran o sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y sus fantasías.” Naturalmente, esta idea de libertad también tenía connotaciones políticas. La primera, “no estar sometido más que a las leyes, no poder se arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado en forma alguna como resultado de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos”. La segunda, “el derecho a influir en la administración del gobierno a través del nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, o por medio de representaciones, de peticiones de demandas que la autoridad no puede por menos que sentirse obligada a tomar en consideración”.

Lo público y lo privado

A la mayoría de la gente moderna no le interesaba tanto la política. Y no tenía esclavos que trabajaran para llevar la comida a casa. De modo que la libertad moderna implicaba que todos perdieran un poco de participación en la vida pública a cambio de tener una vida privada mucho más libre, y la certidumbre -y esto es clave- de que la política pública no se metería en su vida privada. Para eso, lo mejor, decía Constant, era confiar en un sistema político representativo: tú escogías a alguien que te representaba y hacía el trabajo político en tu defensa mientras te dedicabas a tus cosas y leías el periódico para asegurarte de que los demás hacían su papel.

Estas ideas políticas, que Constant tomaba del parlamentarismo británico, han sido las que han triunfado en el mundo occidental

Estas ideas políticas, que Constant tomaba sobre todo del parlamentarismo británico, han sido las que han triunfado en el mundo occidental. La versión actual no es del todo fiel a la formulación de Constant -la política real siempre es mucho más fea que la filosófica-, pero se parece bastante. Incluso con todos sus defectos. Ha tenido, sin embargo, enormes enemigos. El fascismo y el comunismo han sido los más crueles y sangrientos. Ambos defendieron que el individuo debía someterse en todo momento a un interés comunitario que, en realidad, eran los caprichos de un mandatario con un poder desproporcionado en sus manos.

Por suerte, quienes hoy se oponen a la idea de la separación entre lo privado y lo público que sostuvo Constant no son totalitarios, tampoco son violentos en su mayoría y no actúan desde el poder del Estado; al menos, no en los países del Occidente rico. Se trata, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político, de movimientos que no solo consideran que lo personal es político -una afirmación discutible, pero con algunas interpretaciones interesantes-, sino que lo privado debe ser público, algo mucho más aterrador que aflora en los extremos más radicales de ambos bandos. La noción de que nuestra identidad pública no es más que la proyección de nuestros actos privados y que, por lo tanto, estos deben mostrarse para que la comunidad -nombre del que suelen apropiarse los líderes con poder- juzgue si son o no correctos. Pero no desde un punto de vista legal -lo cual es imprescindible, mediante las instituciones adecuadas-, sino moral.

Benjamin Constant fue de los primeros pensadores que advirtió de la manera en que algunos rechazarían la libertad moderna blandiendo la libertad antigua: el derecho de la comunidad a meterse en nuestras casas y nuestros cerebros para ver si pensamos lo correcto. Eso fue, pensaba él, lo que le había ocurrido a la Revolución Francesa. Lo que sucede ahora es distinto, y más benévolo. Aunque vuelva a parecer sospechoso que uno desee establecer cierta desconexión entre su vida privada y su vida pública.

Hace doscientos años, en el Ateneo Real de París, Benjamin Constant dio una conferencia magistral. Constant era un escritor y político liberal suizo-francés, que había sido nítidamente favorable a la Revolución Francesa pero más tarde se había horrorizado ante el terror desatado por Robespierre. Se codeaba con la aristocracia ilustrada parisina y conoció a los grandes románticos alemanes, había tenido innumerables amantes y perdido mucho dinero en las apuestas. Más tarde, Napoleón le designó para un alto cargo asesor y luego le despidió de manera fulminante después de que Constant pronunciara discursos contra él.

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