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¿Macron o Le Pen? Una Francia sin más alternativas
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

¿Macron o Le Pen? Una Francia sin más alternativas

¿Qué tiene que ver 'Las ilusiones perdidas' de Honoré de Balzac con la situación sociopolítica de la Francia contemporánea?

Foto: Macron, en una imagen junto a Le Pen. (EFE)
Macron, en una imagen junto a Le Pen. (EFE)

Para pasar las vacaciones en Francia, me dije, un libro francés. Había leído 'Las ilusiones perdidas', de Honoré de Balzac, con 20 años y me había asombrado. Hablaba de un joven de provincias, bello y ambicioso, huérfano de un boticario. La acción transcurre en la década de 1820, el periodo de la restauración monárquica, en el que, tras la expulsión de Napoleón del poder, la nobleza volvió a tomar las riendas de la política francesa. Lucien Chardon desea gloria, sexo y dinero, y quiere conseguir las tres cosas por medio de la literatura. Pero, a pesar de tener un enorme talento, su origen social se lo dificulta. Intenta escalar entre la élite de Angulema —y, por supuesto, se liga a madame de Bargeton, el culmen de la vida social de la ciudad—, pero pronto ambos se ven asfixiados por la cortedad de miras que impera allí y se fugan a París.

placeholder Portada de 'Las ilusiones perdidas'.
Portada de 'Las ilusiones perdidas'.

En la capital planean reinar juntos, ella desde su salón aristocrático, él como el mayor talento de las letras francesas. Pero sus diferencias sociales se lo impedirán. La insistencia de Lucien en ser conocido por el apellido noble de su madre, De Rubempré, en lugar del plebeyo Chardon de su padre, que es el que le corresponde legalmente, dice mucho de sus complejos. Además, después de haberse gastado todo el dinero que su familia consiguió reunir con mucho esfuerzo para que triunfara en París, tiene que ponerse a trabajar. Y se ve obligado a hacerlo como periodista, un oficio que, tal como lo presenta Balzac, es cosa de bandidos.

El libro volvió a parecerme sensacional, una obra maestra: su descripción del mundo periodístico y editorial es extraordinaria, como lo es el retrato de unos personajes cínicos, ambiciosos y crueles y de una vida política e intelectual, la que enfrentaba a liberales y monárquicos, que muestra una saña atroz. Pero no esperaba que me resultara útil para entender un poco la Francia contemporánea, que yo atisbé durante agosto desde un lugar particular: un barrio de reciente construcción, cuyos habitantes tienen ingresos altos, situado en Montpellier, una ciudad mediana, universitaria y rica.

También me ayudó a entenderla un poco un artículo de hace unos meses de Simon Kuper, periodista del 'Financial Times' que lleva más de 15 años escribiendo desde París. Desde entonces, decía, ha "observado cómo el país ha completado una revolución cultural". El catolicismo casi ha desaparecido (solo un 6% de los franceses va a misa regularmente, dice), el comunismo, una especie de religión sustitutoria para las clases trabajadoras, también. La población no blanca ha aumentado. Los agricultores tradicionales, uno de los pilares de la nación francesa, se sienten amenazados; muchas industrias han cerrado y dejado a miles de trabajadores en el paro y la desesperanza; y de todo ello ha surgido una nueva división.

placeholder Un rincón de Montpellier. (Ramón González Férriz)
Un rincón de Montpellier. (Ramón González Férriz)

De acuerdo con el sociólogo Jerôme Fourquet, buena parte de la clase trabajadora se ha alejado de la 'francesidad' tradicional: pone a sus hijos nombres ingleses, siente desdén por el elevado discurso republicano de las instituciones políticas y no quiere saber nada de la inmigración. Incidentalmente, señala Kuper, se hacen tatuajes y fuman más que el otro gran grupo. Este está formado por quienes tienen estudios superiores, se refugian en barrios como en el que yo pasé las vacaciones, se mezclan poco con las clases bajas, creen que el país requiere profundas reformas liberalizadoras y son optimistas con la posibilidad de ascender socialmente y de que lo hagan sus hijos.

Era algo visible en Montpellier, una ciudad, por lo demás, espléndida. Limpia, con un eficiente entramado de tranvías y la belleza bien cuidada de las ciudades francesas de origen medieval. Como era de esperar, no vimos las afueras ni los barrios obreros. Pero incluso en el centro y los barrios burgueses en expansión, estaban las señales. Cualquiera que viva ahí y albergue el absurdo sueño de recuperar la vieja Francia blanca y católica desesperará. (En las recientes elecciones europeas, en Occitania, la región administrativa en la que se encuentra Montpellier, el partido de Le Pen fue el más votado, con un 25,74% de los votos; el partido de Macron quedó segundo, con un 20,11%).

Cualquiera que viva ahí y albergue el absurdo sueño de recuperar la vieja Francia blanca y católica desesperará

En los polígonos industriales que rodean la zona, los chalecos amarillos se habían manifestado durante semanas, me dijo un científico que trabaja en una gran multinacional establecida allí, pero acabaron desvaneciéndose entre el hartazgo de los demás trabajadores, que pretendían trabajar con normalidad, y profundamente divididos por los objetivos de sus protestas. Pero todo el mundo, me dijo mi interlocutor, entendía sus motivos: en esencia, un poder adquisitivo que da para poco y contrasta con el refinamiento de una oferta de ocio y consumo extraordinaria. Y en la que no solo se percibe un evidente sesgo de clase, sino también racial: con pocas excepciones, los restaurantes más baratos son kebabs; son los restaurantes franceses caros los que pueden presumir en sus escaparates de que todo lo que ofrecen es 'fait maison', hecho en casa, una muestra de orgullo, tradición y rechazo de la comida industrial. En la edición de fin de semana del periódico progresista 'Le Monde', un artículo de opinión explicaba cómo la sociedad francesa podía aprender del hip-hop, y de su carácter callejero y comunitario, lecciones para la convivencia. El semanario conservador 'Le Point' pedía a la derecha tradicional que se uniera a Emmanuel Macron para adoptar algo parecido a la tercera vía del laborismo de Tony Blair.

Quizás en la actualidad la francesa no sea una sociedad más fragmentada que las de los demás países ricos, pero esa división resulta particularmente llamativa. Quizá porque los propios medios de comunicación franceses no hacen más que hablar de ella y los partidos políticos la explotan o la sufren: la izquierda tradicional casi ha desaparecido, como están en camino de hacerlo los viejos gaullistas. La disputa ahora vuelve a ser binaria: Macron o Le Pen, con una pequeña adenda ecologista en forma de partido verde.

La disputa ahora vuelve a ser binaria: Macron o Le Pen, con una pequeña adenda ecologista en forma de partido verde

La lectura de 'Las ilusiones perdidas' en paralelo a la de los periódicos y las revistas, y a la conversación con nuestros anfitriones, además de lo que veíamos en calles, mercados y restaurantes, ha sido extraña e iluminadora. La batalla en la Francia de hoy se parece poco a la que enfrentó en la restauración a los oportunistas liberales, que se sentían con vigor y oportunidades para escalar en la sociedad, y a la nobleza que pretendía impedírselo en nombre de las viejas jerarquías. Pero todo tenía un eco en Lucien de Rubempré —o Chardon, como le llamaban los aristócratas para humillarle— y su imparable afán de ascender, llegar a la élite, disponer de poder y lujos y demostrar que solo el talento de un humano debe decidir su destino. A Lucien no le basta el talento. Es suficiente leer el título de la novela para saber que su sueño de ascenso social acaba mal. Con todas las diferencias, no sé si en la Francia contemporánea las historias de quienes anhelan ascender tienen ahora finales mucho más felices.

Para pasar las vacaciones en Francia, me dije, un libro francés. Había leído 'Las ilusiones perdidas', de Honoré de Balzac, con 20 años y me había asombrado. Hablaba de un joven de provincias, bello y ambicioso, huérfano de un boticario. La acción transcurre en la década de 1820, el periodo de la restauración monárquica, en el que, tras la expulsión de Napoleón del poder, la nobleza volvió a tomar las riendas de la política francesa. Lucien Chardon desea gloria, sexo y dinero, y quiere conseguir las tres cosas por medio de la literatura. Pero, a pesar de tener un enorme talento, su origen social se lo dificulta. Intenta escalar entre la élite de Angulema —y, por supuesto, se liga a madame de Bargeton, el culmen de la vida social de la ciudad—, pero pronto ambos se ven asfixiados por la cortedad de miras que impera allí y se fugan a París.

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