El erizo y el zorro
Por
De Homero a Adriano: 900 años de justicia, lujo y libertad
En agosto del año 46 a. C., César llegó por fin a Roma. Llevaba años enfrascado en guerras —algunas contra otras facciones de la élite romana;
En agosto del año 46 a. C., Julio César llegó por fin a Roma. Llevaba años enfrascado en guerras —algunas contra otras facciones de la élite romana; algunas, contra extranjeros— y, aunque había sido nombrado dictador, la gente ni siquiera sabía si continuaba con vida. Pero su regreso, una fiesta triunfal de cuatro días, certificó ante los ojos de la ciudadanía, que había pasado penurias por la escasez de grano, que sin duda estaba vivo y tenía grandes planes.
Se paseó en procesión una estatua de Cleopatra —la joven egipcia que había fascinado sexualmente a César— junto a otra de la diosa Venus. Por primera vez, los romanos vieron, en los juegos organizados en honor al dictador, a una jirafa. El cuarto día, concluido el banquete, César fue escoltado por una muchedumbre acompañada de elefantes con antorchas. A todos los ciudadanos se les dio una cantidad fija de dinero, y a los soldados el equivalente a una paga por el trabajo de una vida entera. Todo fue absurdamente caro. Pero los saqueos sistemáticos de las provincias llevados a cabo por César y su ejército parecían bastar para eso y más. Cuando un grupo de soldados se quejó de los excesos inmorales, se les cortó la cabeza, que se clavaron en lo alto del Foro. Aunque algunos, como Cicerón, creían que la situación era reversible, Roma estaba dejando de ser una república para convertirse en una monarquía. Pronto sería un imperio.
Este es solo uno de los acontecimientos más importantes de los muchos que cuenta
Un recorrido que prueba la continuidad entre Grecia y Roma y la constante fluidez entre la literatura, la política y la filosofía de ambos
Pero Robin Lane Fox es un historiador anticuado en muchos sentidos: cree que la superioridad de la cultura y la civilización grecorromana es tal que apenas presta atención, en más de ochocientas páginas, a este otro mundo que rodeaba al mediterráneo y que alcanzó cotas culturales extraordinarias. Su visión del mundo clásico comparte la vieja admiración de los británicos —es catedrático de Oxford— por el Imperio y las virtudes morales y retóricas de los grandes hombres de ese periodo.
Dos momentos
En parte por ello, el libro destaca dos momentos particulares de esos novecientos años de historia: la Grecia de los siglos V y IV a. C., cuando los dramaturgos más importantes escriben las grandes tragedias y la arquitectura adopta el estilo que hoy conocemos como “clásico”, y el periodo iniciado en el siglo I a. C. con la llegada de César a Roma para refundarla, momento en el que, no por casualidad, se exaltaba el gusto griego en el arte y la retórica y se impuso un nuevo estilo “clásico”.
“El mundo clásico” también es ajeno a las nuevas tendencias que miran esta época desde una perspectiva de género o de clase.
A Robin Lane Fox, como a los escritores y ciudadanos de la época clásica, le interesan sobre todo tres cosas que son el hilo conductor del libro: la libertad, la justicia y el lujo. Y, más aún, cómo las tres cosas fueron cambiando a lo largo de ese larguísimo período. Estas preocupaciones surgieron en unas sociedades griegas que deseaban disponer de autonomía en el plano social frente a los poderes exteriores, y en tanto que individuos, no ser esclavos. Pero que además se preguntaban constantemente cómo debía ser una sociedad justa: ¿era aquella basada en la igualdad, en la que todo el mundo recibía lo mismo, o más bien una en la que cada cual —esencialmente, los hombres con propiedades— obtenía lo que merecía gracias a su talento o extracción social? Y se planteaban cuánto bienestar material era suficiente.
.“A lo largo de la historia —dice Fox—, de Homero a Adriano, se aprobaron leyes para limitar [el lujo] y los pensadores lo consideraban una muestra de debilidad, algo corruptor o incluso socialmente subversivo. Pero las diferentes formas de lujo y su demanda siguieron multiplicándose a pesar de las voces que lo atacaban”.
Al final de este viaje de novecientos años, que termina con la muerte de Adriano, las libertades políticas de la era clásica habían disminuido y la justicia era, a ojos contemporáneos, mucho menos justa, dice Fox. Pero el lujo —de la comida a los muebles— había proliferado como en cualquier otro momento.
Es tentador buscar en el mundo clásico los orígenes de nuestro comportamiento
¿Sucede hoy lo mismo? Es tentador buscar en el mundo clásico los orígenes de nuestro comportamiento. Y tiene sentido hacerlo, siempre que se recuerde que, aunque los griegos y los romanos eran bastante más sanguinarios, y su religión impregnaba su forma de vida de manera muy distinta a como lo harían después los monoteísmos, eran esencialmente iguales que nosotros: capaces de las mayores vilezas, cobardías, hazañas y epopeyas. Al final de su vida, Adriano contemplaba desde el jardín de su villa “los largos siglos de cambio en la justicia, la libertad y el lujo […]. Pero no tenía ni idea de que los cristianos, cuyo hostigamiento él reguló, subvertirían ese mundo mediante la mayor transformación de la libertad y la justicia que tuvo lugar en la Antigüedad”. A pesar de eso, los occidentales seguirían celebrando sus triunfos, aún los más injustos, colmando de regalos al pueblo para comprar su lealtad, y mostrándole jirafas y elefantes con bengalas para asegurarse su asombro.
Corran a leer 'El mundo clásico'. Es una manera muy razonable de acabar el verano antes de un largo invierno.
En agosto del año 46 a. C., Julio César llegó por fin a Roma. Llevaba años enfrascado en guerras —algunas contra otras facciones de la élite romana; algunas, contra extranjeros— y, aunque había sido nombrado dictador, la gente ni siquiera sabía si continuaba con vida. Pero su regreso, una fiesta triunfal de cuatro días, certificó ante los ojos de la ciudadanía, que había pasado penurias por la escasez de grano, que sin duda estaba vivo y tenía grandes planes.