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Como zombis a la caza de humanos: así empiezan y así acaban las epidemias
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Como zombis a la caza de humanos: así empiezan y así acaban las epidemias

El epidemiólogo británico Adam Kucharski publica 'Las reglas del contagio', un libro en el que explica cómo crece y se aplana la curva de los contagios virales, también de las 'fake news'

Foto: Terrazas llenas en el centro de Madrid a finales de agosto (EFE)
Terrazas llenas en el centro de Madrid a finales de agosto (EFE)

En los últimos meses, hemos prestado una enorme atención a la noción de “contagio”. El miedo principal, por supuesto, era contagiarse de covid-19. Pero también nos hemos preocupado por cómo se contagiaban determinadas ideas, como la de que el virus había sido propagado de manera deliberada o que todo era una conspiración liderada por Bill Gates. También hemos visto cómo los gobiernos intentaban que determinadas expresiones u opiniones favorables a su gestión se hicieran virales. Así como a los tuiteros tratando (a veces de manera demasiado evidente) de ajustar sus mensajes para que circularan lo más posible por la red.

placeholder 'Las reglas del contagio'
'Las reglas del contagio'

Los anteriores pueden parecer fenómenos completamente distintos, vinculados únicamente por la pandemia, pero en realidad la manera en que se contagian los virus, las ideas, los mensajes políticos y los memes no es muy distinta. Al menos, si se piensa en términos matemáticos.

Eso es lo que hace Adam Kucharski, un joven epidemiólogo británico, en un brillante libro recientemente publicado por la editorial Capitán Swing, 'Las reglas del contagio'. En él explica cómo pueden preverse los brotes —y la desaparición— de las epidemias, sean víricas o de otra clase.

El personaje principal de la historia de Kucharski es Ronald Ross, uno de los fundadores de la epidemiología, que dedicó la mayor parte de su vida, entre finales del siglo XIX y principios del XX, a intentar comprender cómo se transmitía la malaria y a averiguar cómo podía detenerse su expansión. Ross determinó que los mosquitos transmitían la enfermedad —descubrió parásitos de la malaria en sus intestinos— y a partir de ahí estableció “cómo las personas se infectaban, cómo infectaban a otras y a qué velocidad se recuperaban”. Y dio un paso más —que en aquel momento sus colegas recibieron mal—: sintetizó ese modelo conceptual de transmisión utilizando ecuaciones matemáticas, que después analizó para llegar a conclusiones sobre las pautas probables de los brotes. Esas conclusiones podían resumirse en una —que también fue recibida con perplejidad—: no hacía falta eliminar todos los mosquitos para acabar con la transmisión de la malaria: bastaba con reducir su número por debajo de un umbral crítico para que la enfermedad dejara de expandirse a una velocidad descontrolada.

La manera en que se contagian los virus, las ideas, los mensajes políticos y los memes no es muy distinta. Al menos, si se piensa en términos matemáticos

A ese descubrimiento se sumaron otros, siempre con un planteamiento matemático, que hicieron avanzar la epidemiología hasta lo que es hoy. Kucharski los explica con claridad y elegancia, aunque tras meses de pandemia muchos de ellos ya nos resultan familiares. Uno es la inmunidad de rebaño, un concepto también de principios del siglo XX, según el cual, del mismo modo que no había que matar a todos los mosquitos para detener la malaria, no era necesario que todo el mundo estuviera vacunado para frenar otras infecciones. Otro es el número R, mucho más reciente, que representa el número de personas a las que infecta cada individuo: en estos últimos meses hemos leído una y otra vez que si R es menor que uno —es decir, que cada infectado contagia a menos de una persona—, la epidemia entra en declive.

Contagio de ideas y memes

Pero esto, como decía al principio, también es cierto para otros fenómenos. En finanzas, por ejemplo, cuando la gente ve que los demás se hacen ricos invirtiendo en un activo determinado, “el deseo de los inversores de ser parte de la tendencia de moda puede hacer que las advertencias contra una burbuja resulten incluso contraproducentes”. En la década de 1840, explica Kucharski, los periódicos de Londres advertían de que se estaba invirtiendo demasiado dinero en los ferrocarriles, lo que ponía en riesgo a la economía, pero eso no hizo más que animar a los inversores a seguir haciéndolo, aumentando así un tipo de burbuja que solo explota por la misma razón por la que se crea: “porque el temor se puede propagar de la misma manera que el entusiasmo” (¿recuerdan el estallido de la burbuja inmobiliaria en España?).

Unas pocas personas los harán circular, muchos se “contagiarán”, llegará un momento en que esa curva empezará a aplanarse porque simplemente no quedará gente susceptible de hacerle caso

Algo parecido se detectó en los años sesenta cuando empezó a estudiarse la evolución de las ventas de aparatos tecnológicos, como los televisores en color: al principio los compraban unos pocos (“los innovadores”), y “a medida que un número mayor de gente las adopta, se hace cada vez más difícil encontrarse con alguien que aún no haya oído hablar de la idea en cuestión. Aunque el número total de individuos que la adoptan continúa creciendo, cada vez la adoptan un número menor de personas […]. El número de nuevas adopciones, por tanto, comienza a declinar”. Un “meme” o una “fake news” seguirá una curva parecida: unas pocas personas los harán circular, muchos se “contagiarán”, llegará un momento en que esa curva empezará a aplanarse porque simplemente no quedará gente susceptible de hacerle caso. Un experto en marketing estableció que para que ese proceso se pusiera en marcha con éxito, un 20-25% de las personas tenía que haber adoptado la nueva idea. Entonces “despegaba” y ya no era posible detener su difusión hasta que llegara a su punto máximo.

Esta pandemia también acabará así: cuando dejemos de comportarnos como cazadores de quienes aún no se han contagiado

Así, pues, es como acaban las epidemias. En tiempos de Ross, a principios del siglo XX, dos de las explicaciones más comunes, que aún se oyen hoy en día, eran que “la transmisión cesaba o bien porque ya no quedaba gente a la que infectar o porque el propio patógeno se volvía menos contagioso a medida que la epidemia progresaba”. Sin embargo, dice Kucharski, “ninguna de las dos explicaciones era correcta”. Lo que sucede en realidad es que “la transmisión generalmente se ralentiza cuando quedan menos personas susceptibles a las que contagiar. Para que la epidemia siga creciendo cada vez más rápidamente, en sus estadios finales las personas contagiosas tendrían que comenzar a buscar activamente a los susceptibles que queden. Sería el equivalente a coger un resfriado, buscar a todos tus amigos que aún no lo hayan cogido y toserles deliberadamente hasta que se contagien”. O, por decirlo de manera un poco más apocalíptica: que un grupo de zombies fuera a la caza sistemática de los pocos humanos supervivientes.

Esta pandemia también acabará así: cuando dejemos de comportarnos como cazadores de quienes aún no se han contagiado. Lo más difícil es saber cómo se hace eso.

En los últimos meses, hemos prestado una enorme atención a la noción de “contagio”. El miedo principal, por supuesto, era contagiarse de covid-19. Pero también nos hemos preocupado por cómo se contagiaban determinadas ideas, como la de que el virus había sido propagado de manera deliberada o que todo era una conspiración liderada por Bill Gates. También hemos visto cómo los gobiernos intentaban que determinadas expresiones u opiniones favorables a su gestión se hicieran virales. Así como a los tuiteros tratando (a veces de manera demasiado evidente) de ajustar sus mensajes para que circularan lo más posible por la red.

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