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Auge y caída de Laurel Canyon: pop, sexo y cocaína en la gran fábrica de millonarios
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Auge y caída de Laurel Canyon: pop, sexo y cocaína en la gran fábrica de millonarios

En muy poco tiempo, esos bohemios empezaron a ganar dinero. Mucho dinero. Se convirtieron en estrellas. Vendían millones de discos. Por supuesto, no todos lograron el éxito

Foto: Joni Mitchell, David Crosby y Eric Clapton, en 1968, en Laurel Canyon.
Joni Mitchell, David Crosby y Eric Clapton, en 1968, en Laurel Canyon.
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Estamos a mediados de los años sesenta. Kennedy ha sido asesinado, el movimiento por los derechos civiles de los negros está en plena ebullición, y muchos creen que los cambios sociales y políticos que se están produciendo con una velocidad asombrosa —los 'hippies', el rechazo a la guerra de Vietnam, la droga que de repente está en todas partes— van a acabar, de manera prácticamente inevitable, en violencia. Al mismo tiempo, sucede algo que, en comparación, casi resulta irrelevante: Nueva York está dejando de ser la capital americana de la música pop y todo el que quiere ser alguien, parece, se va a California. En concreto, a Los Ángeles. Y más en concreto aún, a un vecindario que es poco más que una montaña llena de casuchas rurales de difícil acceso, en la que todas las noches la gente se emborracha, fuma marihuana e intenta componer canciones suaves, sentimentales e introspectivas. Bienvenidos a Laurel Canyon.

Con el tiempo, este grupo de gente se haría rica y famosa. Eran Neil Young, Joni Mitchell, Crosby, Stills y Nash, Jackson Browne o, más adelante, los Eagles. Eran jóvenes, tenían talentos y egos desmedidos, y estaban fascinados por la mitología californiana. Vestían como vaqueros, en sus canciones buscaban un sonido que fusionara el rock y el country, peregrinaban al desierto de Joshua Tree. Eran asombrosamente promiscuos y consumían una cantidad de droga increíble. Lo cuenta maravillosamente bien 'Hotel California. Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon', un libro estupendo, y un ejemplo de buen reporterismo cultural, del veterano periodista musical Barney Hoskins que acaba de publicar la editorial Contra.

placeholder 'Hotel California'. (Contra)
'Hotel California'. (Contra)

Al principio, la escena musical era muy pequeña. Había un par de discográficas lideradas por hombres con un gran talento para los negocios y cierto arte para manejar los egos de los jóvenes músicos. Estaba el Trobadour, una sala de conciertos donde los recién llegados a la ciudad intentaban tocar para que les vieran los ejecutivos de esas discográficas. Y también un puñado de casas privadas en Laurel Canyon donde se celebraban fiestas y en las que unos conocían a otros: es legendaria la barbacoa en la que Eric Clapton escuchó cantar a Joni Mitchell y se quedó prendado de ella. Se creaban grupos que duraban cuatro días debido a las peleas entre sus miembros por destacar o imponer sus criterios; como en el caso de Buffalo Springfield o The Byrds.

Mucho dinero

En muy poco tiempo, esos bohemios empezaron a ganar dinero. Mucho dinero. Se convirtieron en estrellas. Vendían millones de discos. Por supuesto, no todos lograron el éxito: en el libro de Hoskyns aparecen innumerables nombres que ningún aficionado a la música conoce, porque se quedaron en el camino por su mal carácter, sus decisiones equivocadas o simple mala suerte. Luego están quienes tuvieron opciones de llegar al estrellato durante un breve periodo, como el curioso caso de Warren Zevon, que ante la falta de éxito pasó por Sitges, donde tocaba en garitos, y luego tuvo una carrera prestigiosa interrumpida rápidamente por el cáncer. Hubo, por supuesto, víctimas de los excesos, como Gram Parsons, uno de los más talentosos, que murió de sobredosis en el desierto de Joshua Tree, donde sus amigos quemaron su cadáver.

Pasaron casi sin darse cuenta de vivir en casuchas a herméticas mansiones en Malibú

Pero el libro de Hoskyns, además de un retrato coral de músicos, ejecutivos de discográficas y 'groupies', y de sus casas y costumbres, es un relato sobre la época en que el pop pasó de ser una cultura más o menos marginal y rebelde a convertirse en una fábrica de millonarios. Y de cómo esos jóvenes pasaron casi sin darse cuenta de vivir en casuchas cuya puerta no se cerraba nunca con llave a refugiarse en herméticas mansiones en Malibú, otro barrio cercano a Los Ángeles pero mucho más exclusivo y lejano que Laurel Canyon.

Su música seguía siendo excelente, pero, visto con el tiempo, señala Hoskyns, empezaba a ser difícil otorgarle credibilidad. A fin de cuentas, oír las canciones en las que Brown o Mitchell, ya millonarios, hablaban de sus miserias amorosas o de su cansancio ante el teatro en que se había convertido la escena musical puede producir cierta incomodidad. Los Eagles querían transmitir autenticidad y conectar con millones de estadounidenses corrientes, con vidas duras y trabajos hostiles, pero llevaban vidas de una disipación increíble en mansiones descomunales. Hoskyns, que es bastante imparcial durante la mayor parte del libro, sí es muy crítico en algunos momentos: “Al vender sus almas por la fama y la riqueza, las estrellas de los sesenta y los setenta crearon un mundo en el que el consumismo pasivo sustituyó la implicación emocional y el compromiso político”, dice. Para un testigo de esa época, Ned Doheny, “el auge y declive de Laurel Canyon fue un síntoma de la enfermedad de la fama que plaga la cultura moderna”. “Es difícil no ver que el negocio [musical], tal como explotó desde mediados de los años setenta hasta mediados de los años ochenta, era corruptor en sí mismo”, añade Hoskyns.

Nadie va a hacerse tan rico con la música pop como los protagonistas de esta historia

Es posible. Pero también lo es que, para quienes no crecimos en una era de idealismo político y cultural como fueron los años sesenta, la cultura pop siempre ha sido inherentemente capitalista y ha dependido de maquinarias industriales que afectan no solo a la propia música, sino a la ropa o a la televisión.

En todo caso, esa es una historia de otra época. Con el nuevo modelo industrial, basado en el 'streaming', la autopromoción en las redes y la dependencia económica de los directos —en un momento en que no sabemos si estos volverán a ser lo que eran—, nadie va a hacerse tan rico con la música pop como los protagonistas de esta historia. Quizá por eso, y aunque se pueda sentir cierta aversión por su conversión de idealistas en estrellas, 'Hotel California' es un libro fantástico, no solo para los fans de la música, sino para todo aquel que quiera ver cómo opera la cultura en la psicología y el bolsillo de quienes triunfan y fracasan en ella.

Estamos a mediados de los años sesenta. Kennedy ha sido asesinado, el movimiento por los derechos civiles de los negros está en plena ebullición, y muchos creen que los cambios sociales y políticos que se están produciendo con una velocidad asombrosa —los 'hippies', el rechazo a la guerra de Vietnam, la droga que de repente está en todas partes— van a acabar, de manera prácticamente inevitable, en violencia. Al mismo tiempo, sucede algo que, en comparación, casi resulta irrelevante: Nueva York está dejando de ser la capital americana de la música pop y todo el que quiere ser alguien, parece, se va a California. En concreto, a Los Ángeles. Y más en concreto aún, a un vecindario que es poco más que una montaña llena de casuchas rurales de difícil acceso, en la que todas las noches la gente se emborracha, fuma marihuana e intenta componer canciones suaves, sentimentales e introspectivas. Bienvenidos a Laurel Canyon.