El erizo y el zorro
Por
No son guerras culturales, sino guerras de religión (y pasarán)
Por influencia del mundo anglosajón, hemos estado discutiendo durante, más o menos, la última década acerca de la cultura de la cancelación
La semana pasada, Kathleen Stock dimitió de su cargo como profesora en la Universidad de Sussex, en Reino Unido. Stock, que daba clases filosofía, se define a sí misma como una feminista crítica; ella cree, como decía el fin de semana pasado en una entrevista al Financial Times, que el sexo biológico es relevante y que nacer mujer te da determinados derechos que no hay que conceder de forma automática a quien, simplemente, afirme pertenecer a ese género.
Por ello, en la universidad varios activistas defensores de los derechos trans la acusaron de contribuir a la histórica marginación de las personas trans y de pretender que se elimine su identidad de la ley. Las críticas fueron intensificándose, hasta el punto de que aparecieron en el campus carteles que decían: “No pagamos 9.250 libras al año [el precio de la matrícula] para que nos den transfobia… Despedid a Kathleen Stock” y “Kathleen Stock pone en riego a los estudiantes trans”. En varias protestas, los estudiantes mostraron pancartas que decían “Stock fuera” y “Fuera Terfs de Sussex” (Terf son las siglas en inglés de “feminista radical que excluye a los trans”, un término que se aplica a feministas históricas que recelan del giro que ha dado la lucha por los derechos de las mujeres). Stock tuvo que pedir una baja médica y la policía le recomendó que instalara un telefonillo con cámara en su casa para disuadir a los acosadores. Pero al final no aguantó más: “No puedo seguir trabajando en un sitio en el que… hay esa toxicidad”, dijo al FT.
Este es el último capítulo de la cuestión cultural más importante sobre la que, por influencia del mundo anglosajón, hemos estado discutiendo durante, más o menos, la última década: la cultura de la cancelación, la izquierda 'woke' y las batallas identitarias alrededor del género, el sexo, la raza y, con matices, la clase. Ha sido una experiencia notable, con innumerables consecuencias culturales y políticas: el progresismo no solo se ha escindido en distintos matices ideológicos, sino también en generaciones. En la derecha, el debate sobre estas cuestiones ha servido a los más radicales para presentar como vendidos a quienes son meros conservadores. Pero, a la vez, se ha tratado de la misma historia de siempre: la tormentosa, excitante y a veces embriagadora experiencia de ser un estudiante de izquierdas convencido de que tu autoritarismo es justo, y los dilemas que estos jóvenes provocan en sus profesores y los periodistas de izquierdas: ¿hay que solidarizarse siempre con ellos porque son el futuro, o debemos intentar sacarles de sus errores para que sean adultos menos narcisistas?
Muchos discuten incluso que haya existido la cultura de la cancelación. En realidad, han dicho algunos defensores de sus métodos, presionar a una editorial, una universidad o una plataforma de streaming para que elimine determinado contenido ideológico no es más que un viejo mecanismo capitalista para obligar a las grandes empresas e instituciones a adaptar su oferta a la demanda de sus clientes más movilizados. Pero ha sido más que eso. A estas alturas, no es demasiado original ver en ese movimiento, tras un puñado de reivindicaciones justas, un instinto puritano similar al de las viejas herejías protestantes estadounidenses que, de vez en cuando, sentían la necesidad de expulsar de la sociedad a quienes la mancillaban con sus pensamientos impuros. Tampoco lo es pensar que, tras la radicalización y las demandas de los estudiantes de disciplinas como la filosofía y las humanidades existe un temor justificado a, una vez fuera de la universidad y en el mundo laboral, ser irrelevantes en una sociedad tercamente consumista y tecnificada.
Como todas las modas, pasará. De hecho, creo que ya lo está haciendo
Fuera como fuera, aunque en la última década se ha popularizado, también en España, el término “batallas culturales” (un término acuñado en Estados Unidos para describir un proceso parecido al actual que tuvo lugar en los años sesenta, y sobre todo en 1968), sus promotores las concibieron más bien como “guerras de religión”: luchas a muerte entre visiones apocalípticas del mundo cuyo fin último era hacer desaparecer a los no creyentes del espacio compartido por los creyentes. No pretendo quitarle seriedad, pero esa “guerra de religión” ha sido también una moda intelectual. Como todas las modas, pasará. De hecho, creo que ya lo está haciendo y que el caso de Stock, entre otros, es un episodio ruidoso antes de que se produzca un paulatino descenso del volumen.
El principio del fin
El verano pasado, un joven implicado en la batalla feminista, que ha encarnado el intento de los hombres de su generación de trascender las actitudes machistas rebuscando en la tradición marxista, me contaba, entre divertido y exasperado, que el movimiento estaba terminando: “estamos todos peleados”, dijo. Eso sucedía tras años de acusaciones mutuas de falta de radicalidad, apelaciones a las incoherencias entre las proclamas públicas y la vida privada, y fruto de la llegada de la vida en pareja y los hijos (y, también, añado yo, la resistencia cada vez mayor al movimiento por parte de gente con impecables credenciales democráticas que no puede ser acusada con facilidad de fascista o racista). Había sido toda una experiencia, pero era momento de pasar página. Quizá eso no exija renunciar a ninguna idea, pero sí a la noción de que se puede ser activista a tiempo completo y que no hay que dejar nada personal sin politizar.
Quienes más defienden la solidaridad, tienden a ser los que menos soportan a sus conciudadanos
A finales de los años sesenta, tras el estallido global de 1968, el mundo dio un extraño giro conservador. Las ideas que durante una década habían arrasado se replegaron en las universidades, las editoriales independientes y las revistas minoritarias. Mucho se habló de que aquella explosión de comunitarismo festivo acabó dando pie a un giro eminentemente individualista. Es probable que ahora se repita el fenómeno: una vez más, hemos descubierto, como entonces, que quienes más defienden la solidaridad interpersonal y la participación del individuo en proyectos comunitarios tienden a ser los que menos soportan a sus conciudadanos y más dispuestos están a pelearse con ellos.
Ha sido una guerra que ha dejado demasiadas bajas innecesarias. Gente como Stock nunca debió ser eliminada de la conversación. Y tal vez ahora vivamos episodios parecidos pero ideológicamente opuestos: la derecha querrá tener su propia cultura de la cancelación. El narcisismo de grupo afecta a todas las ideologías por igual. Pero la vida de las minorías —sean estas trans, negra, gitana o cualquier otra que haya visto vulnerados brutalmente sus derechos, como también ha sido el caso de las mujeres— es demasiado importante para dejarla en manos de quienes quieren, por encima de todo, guerras de religión.
La semana pasada, Kathleen Stock dimitió de su cargo como profesora en la Universidad de Sussex, en Reino Unido. Stock, que daba clases filosofía, se define a sí misma como una feminista crítica; ella cree, como decía el fin de semana pasado en una entrevista al Financial Times, que el sexo biológico es relevante y que nacer mujer te da determinados derechos que no hay que conceder de forma automática a quien, simplemente, afirme pertenecer a ese género.