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Máquinas dialécticas para un tiempo de flaquezas
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Ricardo Menéndez Salmón

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Máquinas dialécticas para un tiempo de flaquezas

Entre 1999 y 2009, en una década que le conduce hasta la primera línea de la dramaturgia internacional, Wajdi Mouawad concibió, redactó y llevó a escena

Foto: Escena de la adaptación cinematográfica de 'Incendios'
Escena de la adaptación cinematográfica de 'Incendios'

Entre 1999 y 2009, en una década que le conduce hasta la primera línea de la dramaturgia internacional, Wajdi Mouawad concibió, redactó y llevó a escena una ambiciosa tetralogía titulada La sangre de las promesas. Nacido en Líbano y residente en el Canadá francófono, Mouawad desplegó este exigente trabajo en cuatro piezas tituladas Litoral, Incendios, Bosques y Cielos. Con una tenacidad en los plazos ejemplar, KRK Ediciones tradujo y publicó dichas piezas, en excelentes versiones de Eladio de Pablo, en un tiempo récord: entre octubre del 2010 y febrero de este 2013.

Que semejantes textos, de una resonancia y potencia difíciles de parangonar, estén a disposición del lector español, es una extraordinaria noticia. Y lo es porque el teatro de Mouawad es, ante todo, un teatro de la palabra. La palabra es en él condena y furia, desgarro y voluntad de aprehender el flujo desordenado de lo que sucede, una apuesta radical por el lenguaje como depósito de la emoción, pero también de la inteligencia que la fecunda y, tantas veces, la destruye.

En su excelente El guion, Robert McKee da una clave general aplicable a las obras de Mouawad. Hablando de cierto género de arte que desdeña la trama, McKee apunta que este tipo de obras «no son “metáforas de la vida como se vive”, sino de “la vida como se piensa”. No reflejan la realidad, sino el solipsismo del realizador, y al hacerlo, expanden los límites del diseño narrativo hacia estructuras didácticas y relativas a ideas». Las piezas de Mouawad son máquinas dialécticas. En ellas la palabra abrasa, deroga, aplasta toda pretensión de verosimilitud.

Un escritor inteligente

Mouawad es muy audaz en ese sentido. En una época en que la palabra se convierte en sospechosa, en que se aplaude la ironía, los artefactos que invitan a la parodia, el camuflaje semántico e ideológico, él hace pronunciar a sus personajes parlamentos teñidos de poesía, ciencia, arte, religión y filosofía. La palabra, en estas cuatro piezas capitales, no es sólo un medio para la discusión y el debate. Es un fin en sí misma. Porque aunque el mundo, como bien sabemos, no se puede decir, la palabra es, a la postre, el único instrumento que nos permite acceder a él. De esa paradoja lancinante pero preclara, de ese movimiento aporético que es la literatura, condenada a llegar siempre tarde al núcleo de la sustancia que desea atrapar, extrae Mouawad la fuerza irresistible de su teatro.

La crítica ha insistido en la filiación trágica del escritor. Dando un salto sin red en el cronomapa de la cultura occidental, Mouawad reclama para sí padres legendarios, los tres gigantes griegos, en especial Esquilo y Sófocles, cuyos ciclos de venganza (la Orestiada esquilea) y grandes arquetipos (el Edipo y la Antígona sofocleas) inflaman cada línea de los textos del autor libanés. La vuelta a los orígenes no esconde aquí una simple nostalgia de la procedencia ni el amparo de un criterio de autoridad, sino que contempla a la literatura como una inmensa red genealógica que conduce a los problemas de partida: tiempo, amor, muerte, sangre, fatum. Se vuelve al principio porque en el principio están los temas eternos.

La plasticidad del ser humano no puede esconder su inflexible turbación, su común naturaleza, esa última Thule de nuestra condición: la fragilidad. Los anhelos del mundo precristiano no son muy distintos a las miserias de la época posindustrial. Seguimos naciendo ciegos; seguimos soñando solos; seguimos muriendo sin mérito. En nuestro costado se agolpan las viejas preguntas, y el domo del cielo, y con él nuestros temores, está tan vacío como el primer día. La distancia entre el rey Agamenón sacrificando a Ifigenia en nombre de unos vientos favorables y el Estado que envía a sus hijos a las guerras sin número es mucho menor de lo que una conciencia cándida podría suponer. Al fin y al cabo, como el propio Mouawad escribe en una frase esclarecedora, «para llegar a sacarse los ojos, hay que haber vivido en una ceguera previa».

Las cuatro piezas son memorables, pero la última de ellas, Cielos, resuena con especial fuerza en nuestra exhausta contemporaneidad. En un mundo vagamente apocalíptico, en el que se ha producido un cataclismo por exclusión (todo rastro de vida, excepto la humana, ha desaparecido), un grupo de técnicos intenta desentrañar las claves que permitan evitar un inminente ataque terrorista. Este ataque, que vive en el limbo intangible de los sistemas de comunicación, parece urdido por una filial del Infierno en la Tierra, el yihadismo, pero un criptógrafo inspirado, que por razones que no conviene descubrir ha optado por el suicidio al descubrir la verdad del complot, señala en otra dirección.

Los responsables del ataque son un grupo de jóvenes anarquistas cuyo argumento para el terror es tan feroz como irreprochable. Los padres (los amos, los líderes, los fuertes) deben pagar por la sangre que desde hace siglos los hijos (los siervos, las ovejas, los débiles) vienen derramando en nombre de los más perversos intereses. Como se ve, a Mouawad le importa mucho menos lo verosímil de la situación, a todas luces fáustica, que los símbolos que la pueblan: la legitimidad de la violencia como estrategia del oprimido. El resultado es una fábula aterradora, de una belleza y una crueldad parejas.

No conviene desvelar el desenlace de Cielos, porque es privilegio del lector recorrer por vez primera, en soledad, el estremecimiento que provoca su última escena, pero conviene advertir que en esta pieza alucinada, donde los mecanismos íntimos de la tragedia (agnición, anagnórisis, catarsis) se satisfacen con escrúpulo, Mouawad logra un impacto estético y emocional a la altura de las mejores parábolas.

Teatro de ideas para un tiempo de flaquezas, el talento de Mouawad es un grito bronco. La palabra, tantas veces mutilada y presa de la dictadura de los simulacros, reclama en este espacio en combustión sus poderes arcanos. Porque la gran literatura, a fin de cuentas, siempre ha tenido un sentido oracular. Y el oráculo, desde sus orígenes, es una conciencia que se expresa mediante el verbo.

Entre 1999 y 2009, en una década que le conduce hasta la primera línea de la dramaturgia internacional, Wajdi Mouawad concibió, redactó y llevó a escena una ambiciosa tetralogía titulada La sangre de las promesas. Nacido en Líbano y residente en el Canadá francófono, Mouawad desplegó este exigente trabajo en cuatro piezas tituladas Litoral, Incendios, Bosques y Cielos. Con una tenacidad en los plazos ejemplar, KRK Ediciones tradujo y publicó dichas piezas, en excelentes versiones de Eladio de Pablo, en un tiempo récord: entre octubre del 2010 y febrero de este 2013.