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Disparen contra el traductor: muerte de un oficio en tres actos
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Alberto Olmos

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Disparen contra el traductor: muerte de un oficio en tres actos

Javier Calvo reflexiona con nostalgia y desapego sobre la figura del traductor literario en El fantasma en el libro, y anuncia su posible extinción

Foto: Javier calvo da visibilidad al traductor con "el fantasma en el libro"
Javier calvo da visibilidad al traductor con "el fantasma en el libro"

Lleva razón Javier Calvo cuando afirma que muy pocos aficionados a los libros podrían dar el nombre de tres traductores de hoy. Esta inopia obedece al hecho de que, para el común de los lectores, los libros no están en realidad “escritos”, sino simplemente “inventados”: la historia imaginada se pone en palabras de la misma manera que el vino o el agua se embotellan, automáticamente, como la fase final de un proceso.

Si ya es difícil que los lectores valoren la escritura, el mimo que ponen ciertos escritores en la elección de unas palabras, resulta impensable que atiendan a ese mismo cuidado por parte de una persona cuyo nombre aparece en letra muy pequeña en sabe Dios qué página de la novela que leen.

Resulta impensable que los lectores atiendan a esa persona cuyo nombre aparece en letra muy pequeña en sabe Dios qué página de la novela que leen

Sin embargo, que nos guste o no Joseph Conrad, por ejemplo, depende por completo de la traducción. Veamos esta frase de 'La línea de sombra' en una primera versión: “Más allá de todos sus méritos y de su afabilidad, entreví la realidad de las cosas”. Enrevesada y plúmbea, la frase ni siquiera es seguro que signifique algo en castellano. Es más: ¿alguien la subrayaría?

Leamos la misma frase traducida ahora por Javier Alfaya: “Y vi bajo el valor y el encanto del hombre la humilde realidad de las cosas.”

Ahí tenemos un estupendo epígrafe para abrir una novela. Joseph Conrad traducido sólo es Joseph Conrad (un gran escritor) si le toca en suerte un gran traductor.

Tres obstáculos

'El fantasma en el libro' (Seix Barral) parece un recuento algo tristón de un oficio que su autor lleva ejerciendo unas dos décadas. La cosa está tan mal que Javier Calvo afirma: “No viviré hasta mi muerte de traducir.” Hablamos de alguien que traduce cada año más de una decena de obras.

Tres son los obstáculos que han hecho tropezar la profesión. El primero es, sencillamente, que no se lee. Aunque muchos no quieran verlo, la literatura como expresión artística a través de la exploración plástica de un idioma -otra cosa son los best-sellers, especie de cine comercial por escrito- cuenta a día de hoy con menos consumidores que hace años. Las series de televisión, las redes sociales y hasta los videojuegos ocupan el tiempo de ocio de la mayoría de la gente, y la obligación de pasar páginas en soledad va re-definiéndose como una curiosa forma de masoquismo. Si no se venden novelas “literarias”, no tiene mucho sentido traducirlas y, sobre todo, acabará siendo imposible afrontar los costes de esa labor de traducción.

Si no se venden novelas "literarias", no tiene mucho sentido traducirlas; acabará siendo imposible afrontar los costes de esa labor de traducción

El segundo rejonazo que ha sufrido el oficio -nos dice Calvo- se encuentra en la disponibilidad de cientos de internautas para realizar de forma gratuita un trabajo que, en rigor, no dominan técnicamente. Del mismo modo que se subtitulan capítulos de series de televisión emitidas hace sólo dos horas en Estados Unidos, el volcado al español de algunos best-sellers -como Harry Potter- por parte de fans desquiciadamente ansiosos va mucho más rápido que la traducción legal a cargo del sello que tenga sus derechos en español.

Finalmente, las empresas tecnológicas no se han olvidado del negocio que puede suponer lanzar una aplicación que traduzca automáticamente cualquier texto. Aunque el algoritmo esté en mantillas, no queda lejos el día en el que una traducción instantánea de una novela inglesa -por muy chapucera que resulte- convenga más a los lectores que una traducción esmerada a la que sólo pueden acceder previo desembolso.

Fue bonito mientras duró

'El fantasma en el libro' contiene páginas desalentadoras, pero también da cuenta de numerosas anécdotas y locuras de un oficio que, sin duda, no es tan gris como nos lo imaginamos.

La idea de que alguien pueda traducir un libro inventándoselo, por ejemplo, pues ni siquiera conoce el idioma original, o de que no exista ese autor que decimos haber traducido, resultan gamberradas intelectuales que casi echamos de menos hoy en día. Sucedió con Jean-François Ducis, que adaptó para la escena francesa medio Shakespeare sin saber inglés (con gran éxito), y con James MacPherson, que tradujo del gaélico 'Las obra de Ossián', después de crear él mismo dicho autor ficticio.

Jean-François Ducis adaptó para la escena francesa medio Shakespeare sin saber inglés (con gran éxito)

La traducción de 'Las palmeras salvajes', de William Faulkner, por (nada menos) que Jorge Luis Borges “hoy en día no pasaría una prueba editorial”. Y es que la creatividad aparejada a la traducción quizá sea el punto de coincidencia entre el oficio de escritor y el de traductor. “Para mí es evidente que el traductor literario es un escritor”, dice Calvo.

Así lo vimos con la imaginativa versión que hizo Achy Obejas de 'La vida breve y maravillosa de Óscar Wao', de Junot Díaz, o con ese castellano retorcido que inventó Miguel Sáenz para traducir la obra de Thomas Bernhard, y que seguramente sea uno de los estilos literarios en español más influyentes de los últimos cincuenta años.

El propio Javier Calvo dio con un español memorablemente fresco y descarado en su versión de 'Pigmeo', de Chuck Palahniuk.

Y mucho nos gustaría que César Aira continuara con la traducción de 'Moby Dick' que inició con la genial ocurrencia de cambiar el célebre comienzo “Llamadme Ismael” (“Call me Ishmael”) por este otro: “Podéis tutearme.”

Pero Roma no paga a traidores.

Lleva razón Javier Calvo cuando afirma que muy pocos aficionados a los libros podrían dar el nombre de tres traductores de hoy. Esta inopia obedece al hecho de que, para el común de los lectores, los libros no están en realidad “escritos”, sino simplemente “inventados”: la historia imaginada se pone en palabras de la misma manera que el vino o el agua se embotellan, automáticamente, como la fase final de un proceso.

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