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Si eres guapo, no puedes escribir autoficción. ¡Más nazismo y menos narcisismo!
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Alberto Olmos

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Si eres guapo, no puedes escribir autoficción. ¡Más nazismo y menos narcisismo!

'El orden del día', de Éric Vuillard, esquiva la moda de la novela literaria según la cual el autor es siempre el epicentro del relato y ofrece un poderoso balance del origen del nazismo

Foto: Niñas de las Bund Deutscher Mädel, festejando en Viena, Austria al paso de las autoridades nazis durante el Anschluss Österreichs
Niñas de las Bund Deutscher Mädel, festejando en Viena, Austria al paso de las autoridades nazis durante el Anschluss Österreichs

Tiene Ricardo Piglia un curioso experimento en el cual se plantea cómo contarían Hemingway, Chejov y Borges la misma historia. Éste propondría un narrador primigenio (“Me contó Fulano que...”), aquél reduciría todo el cuento a una escena dialogada, y aquél otro dejaría fuera el desenlace o un suceso crucial del argumento. Yo practico estos días algo similar con las novelas que leo: si son autoficción, pienso en cómo se hubieran escrito antes de la plaga; si no son autoficción, me imagino al autor metiéndose dentro de su libro.

Una de las autoficciones más tolerables que he leído este año ha sido 'El dolor de los demás' (Anagrama), de Miguel Ángel Hernández. El método de composición que sigue, reconocido en el propio libro, es el de Emmanuel Carrère en 'El adversario'. A saber: quiero contar algo (en este caso, mi mejor amigo asesinó a su hermana y luego se suicidó), investigo sobre ese suceso real y finalmente escribo que quiero contar algo y cómo lo investigué. El resultado es una novela sobre la novela que uno quería escribir, en la cual muchas veces lo más interesante no es el suceso que propició la escritura de la obra, sino todas esas dificultades y dudas aparejadas a escribir el propio libro.

placeholder 'El dolor de los demás'. (Anagrama)
'El dolor de los demás'. (Anagrama)

Dentro de la autoficción hay dos lugares comunes que me son insoportables. Uno consiste en plantear el libro, desde sus primeras páginas, como un reto descomunal, con frases como: “Este libro es imposible de escribir”, “no soy capaz de escribir este libro” o “esta es la historia de un fracaso”. Cuando una novela comienza con estas jeremiadas, la abandono de inmediato.

El segundo lugar común, que ya he comentado en otras ocasiones, es el narcisismo. Escribir un libro para contar lo mucho que te gustas, lo bien que te va o las chicas tan guapas con las que te acuestas (como hace Laurent Binet en 'HHhH') resulta verdaderamente fascinante. Es un poco como aquello de Lorca hablando con Buñuel de sí mismo y, finalmente, diciéndole: “Ahora hablemos de ti, ¿qué te parecen mis libros?”.

Quizá el motivo por el que “soy feliz, y lo seguiré siendo hasta el final del libro” no es un argumento plausible para la narrativa se encuentra en la necesaria empatía que el lector debe sentir hacia el protagonista de un relato. Leemos para hacernos compañía, para conectar los puntos oscuros de la vida; para darle eco al conflicto. Por ello, encontramos sobrecogedor y leemos con pasión 'Bajo el signo de marte', la autobiografía descarnada de Fritz Zorn, que comienza así: “Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo”. El autor ya nos interesa desde su primera frase. Sin embargo, no hay nada interesante en la vida de alguien que sólo quiere exponerse feliz. No hay nada interesante en vuestras cuentas de Instagram, vamos.

No hay nada interesante en la vida de alguien que sólo quiere exponerse feliz. No hay nada interesante en vuestras cuentas de Instagram

Por eso, del libro de Miguel Ángel Hernández me han gustado muchas cosas, sobre todo el conflicto con el propio cuerpo (el autor habla de su gordura como un trauma adolescente: esas son las cosas que uno tiene que contar, en efecto) y también del insólito desclasamiento de un chaval de la Murcia hortelana que acaba -noten la distancia- siendo profesor de arte contemporáneo en la universidad. Pasar de ir a misa en la ermita de tu pueblo a difundir la estética relacional es mucho pasar, amigos.

Además, leyendo 'El dolor de los demás' me vino a la cabeza esta frase: “Si eres guapo, no puedes escribir autoficción”. Yo creo que es lo que le ha pasado a Éric Vuillard.

El orden del día

Si con la novela de Hernández pensé en qué hubiera quedado de ella si el autor no compareciera como detective de su pasado en el propio libro, con 'El orden del día' (Tusquets), de Éric Vuillard, he hecho exactamente lo contrario. Se trata de una novela de apenas 140 páginas premiada con el Goncourt en 2017 y muy traducida y hasta leída este año en España: va por su tercera edición.

placeholder 'El orden del día'. (Tusquets)
'El orden del día'. (Tusquets)

Así que me imaginé al bueno de Éric escribiendo un libro sobre el asentamiento del nazismo que empezara así: “Todo se ha escrito sobre el nazismo, ¿qué puedo yo aportar? Este es el libro más difícil de escribir del mundo, hay miles de testimonios de primera mano y miles de novelas y miles de películas. Ah, qué sufridera la mía.”

Luego este Éric imaginario saldría a cenar por el París más cuco, se miraría en algunos espejos, recibiría llamadas y visitas de ringorrango y atendería obligaciones como “mi traducción al inglés”, “esa charla que tengo que dar en Tokio” o “ese cóctel en la embajada noruega al que, ay, no puedo no asistir”. El libro iría creciendo alrededor del ombligo de este apuesto franchute que también hace cine y cuyas novelas nunca acaban el año sin algún premio.

Entonces, helas!, algún alma caritativa, el típico amigo feo y cínico con el que cuentan todos los hombres guapos e inteligentes, le diría, tras leer o conocer su manuscrito en marcha: “Éric, amor, ¡más nazismo y menos narcisismo!” Y Éric, sí, comprendería entonces qué 140 páginas eran las realmente valiosas.

Anschluss

La novela de Vuillard, en fin, es un portentoso trabajo de búsqueda y recogida de migajas históricas, todas ellas relacionadas con el 'anschluss', esto es, con la anexión pacífica de Austria. En breves capítulos, Vuillard reconstruye desde la ficción escenas y situaciones con un punto siempre de anecdótico, lo cual advierte de que nuestro buen hombre ha leído miles de páginas para entresacar de ellas casi las notas al pie: lo bizarro, lo curioso, lo sorprendente. Así, vemos a los dueños de las grandes empresas alemanas (Telefunken, Bayer, Opel...) reunirse para acordar su apoyo al partido liderado por Hitler; al ejército alemán dirigirse renqueante y desordenado (en contra de la visión habitual sobre la excelencia técnica germana) a la frontera austriaca; o al embajador alemán en Londres alargando descortésmente un almuerzo con Chamberlain para que no pueda atender enseguida las graves noticias que le llegan sobre este movimiento de tropas. Estamos asistiendo a cómo el nazismo se salió de madre.

Así, vemos a los dueños de las grandes empresas alemanas (Telefunken, Bayer, Opel...) reunirse para acordar su apoyo al partido liderado por Hitler

Con un tono que recuerda a Pierre Michon, entre lírico y académico, distanciado casi por simple pudor, y una prosa precisa, pero punteada de deliciosos tropos (“hurga en los bolsillos de los siglos”), Eric Vuillard ha escrito un libro que vende mucho porque el lector siente que aprende cosas (y aprende cosas, en efecto), pero lo ha escrito, con todo, sin renunciar en su venal evidencia (el nazismo siempre vende) a hacer una pieza inobjetablemente literaria. O sea, bastante buena.

Tiene Ricardo Piglia un curioso experimento en el cual se plantea cómo contarían Hemingway, Chejov y Borges la misma historia. Éste propondría un narrador primigenio (“Me contó Fulano que...”), aquél reduciría todo el cuento a una escena dialogada, y aquél otro dejaría fuera el desenlace o un suceso crucial del argumento. Yo practico estos días algo similar con las novelas que leo: si son autoficción, pienso en cómo se hubieran escrito antes de la plaga; si no son autoficción, me imagino al autor metiéndose dentro de su libro.

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