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¿Por qué no es rico el mendigo de mi barrio? (Cuento de Navidad)
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Alberto Olmos

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¿Por qué no es rico el mendigo de mi barrio? (Cuento de Navidad)

Una historia real sobre cómo la práctica de la bondad puede derivar en conflicto

Foto: El euro de la discordia. (iStock)
El euro de la discordia. (iStock)

Yo vivía en un barrio bonito donde había un mendigo en la glorieta. Lo veía a diario colocado en una esquina. Me daba que pensar. Pensaba por ejemplo por qué no era rico aquel hombre. La glorieta, con hotel, era muy transitada. A lo mejor veía el hombre pasar ante sus ojos mil personas al día. Echaba más horas pidiendo el mendigo que yo trabajando. Ocho horas sí que echaba el mendigo. Llegaba puntual, se iba a las siete, siempre a la carrera, para coger el autobús que le llevaba a La Peseta. Desde mi balcón veía yo eso: su carrera para coger un autobús en cuyo luminoso ponía La Peseta.

No era rico porque, de mil personas, a lo mejor le daban cuatro. Entonces el mendigo podía pasar ocho horas de pie para sacar cuatro euros. Novecientas noventa y seis personas ignoraban al mendigo, no tenían para él ni un eurillo. Si todas hubieran tenido un eurillo para el mendigo, el hombre habría ganado mil euros cada día, esto es, veintemil euros al mes, como un eurodiputado. Los fines de semana no pedía. Es bueno que los mendigos se cojan días libres.

Yo empecé a darle una mala tarde. Después de semanas siendo uno de los novecientos noventa y seis ciudadanos que no tenían ni un eurillo para el mendigo, le di ese eurillo. A fin de cuentas, ¿qué es un euro en la vida de nadie? Para el mendigo era mucho. Me lo agradeció vivamente. Gracias, amigo, me dijo, y me lo seguiría diciendo. Desde esa tarde, empecé a darle un euro de vez en cuando. Un día le pregunté su nombre. Me sentía yo bien buena persona. Le daba un euro a un tipo del que además conocía su nombre, no como las novecientas noventa y cinco personas que pasaban delante de él a diario sin notar siquiera su presencia. Calculé que el mendigo me costaba unos ocho euros al mes. Ser buena persona me salía como suscribirse a Netflix.

placeholder Un mendigo sufriendo una nevada en Roma. (Efe)
Un mendigo sufriendo una nevada en Roma. (Efe)

En estos primeros meses de mantener mendigos, tuve pensamientos extraños. Por ejemplo, saber que un día en concreto le iba a dar un euro al mendigo me hacía sentir un poco Hitler. Caminaba hacia él y él no sabía que le iba a dar un euro. Yo sí. Me parecía demasiada crueldad como para poder soportarla. Cada segundo que el mendigo me tenía ante sus ojos y yo no le daba el euro me resultaba sádico. Le daba el euro enseguida, lo antes posible.

La parte bonita de la historia la completaba mi familia. Mi novia también empezó a darle al mendigo. El mendigo saludaba a nuestra hija. Éramos una familia con mendigo. Hoy le di al mendigo, nos decíamos en casa, por contarnos el día. Luego empezó la parte fea de la historia.

La parte fea de la historia era que algunos días el mendigo parecía pedirnos el euro con demasiada insistencia. Como si se lo debiéramos. Nuestro capricho munificente empezó a tomar tintes de extorsión. Notábamos en la cara del hombre que no nos permitía no darle el euro esa tarde. Entonces mi novia llegaba a casa y me decía que el mendigo le había pedido y que ella le había dado el euro sin la compensación de sentirse buena persona. A veces uno le decía al otro que le había dado al mendigo para que el otro ya no le diera.

Nuestro capricho munificente empezó a tomar tintes de extorsión. Notábamos en la cara del hombre que no nos permitía no darle el euro

Quería aquel hombre regalarle siempre cosas a nuestra hija, y empezamos a disuadirla de que las tomara, porque eran dávidas cochambrosas que acrecentaban su derecho sobre nuestras propias dádivas, de un euro. Yo empecé a maliciar la evidencia de que ser mendigo tiene su técnica, su trampa, su secreto. A aquel señor ni siquiera habíamos acabado por caerle bien, sólo nos sacaba el dinero. Además, parecía obligarnos a darle el hecho de que lleváramos meses dándole, como si hubiéramos adquirido un compromiso que ya no podíamos romper.

Un día me pidió doce euros. Yo estaba sentado tomando un café en una terraza. Ya digo que trabajaba el menda menos que el mendigo. Vi a una señora observar la facilidad con la que el mendigo me iba a sacar los doce euros. Eran para medicinas. Doce euros exactos. Supe que iba a dáselos incluso antes de que me señalara la farmacia a la que dijo que iba a ir a comprar sus medicamentos. Me prometió que me los devolvería el lunes, porque iba a cobrar por haberle pintado la casa "a una doctora". Señaló entonces un centro de salud cercano. Una ventana concreta.

Me sentí mal durante días por darle doce euros al mendigo. Un poco idiota me sentí. Pero le tomé la palabra. Que me los iba a devolver. No iba a volver a darle un euro hasta que me devolviera los doce. Nunca lo hizo. Semanas después le di veinte.

placeholder Una mujer sin techo mendiga en el centro de Helsinki, en julio de 2008. (Reuters)
Una mujer sin techo mendiga en el centro de Helsinki, en julio de 2008. (Reuters)

No sé cómo pude darle veinte euros después de no recuperar mis doce. Me dio pena. Estaba cada día más demacrado. Llovía. Cuando llovía, de mil personas que pasaban, 0 le daban. Me lo había explicado él alguna vez. Que llueva es lo peor que le puede pasar a un mendigo.

La cosa se iba complicando. Mi novia renunció a darle. Volvía a casa y me comentaba la cara de enfado que le había puesto el mendigo. De odio. Yo hasta temía por ella y por mi hija, alguna violencia. Y cada vez que ponía un pie en la glorieta me estresaba. Trataba de pasar junto a él confundido con la gente, para que no me viera. Llegué incluso a dar la vuelta a toda la manzana para llegar a mi casa por el otro lado, y no cruzármelo. Tengo días de estar tan blando que cualquiera me podría sacar medio hígado. Y volví a mirar a la gente, a toda esa gente que pasaba delante del mendigo cada día y que nunca le daba ni diez céntimos. La crueldad tan perfecta que se necesita para algo así. La comodidad cotidiana de no ver siquiera a los mendigos. El alivio de no ayudar a un hombre al que luego le acabarás perdiendo el respeto.

Porque yo al mendigo le tuvo una vez mucho respeto.

Finalmente, nos mudamos. Entre las sensaciones variadas de la mudanza no dejamos de comentar la propia de librarnos de ese mendigo que nos controlaba las idas y venidas, los hijos, la calderilla. Teníamos la contradictoria y demoledora impresión de habernos equivocado de bondad. También la bondad se elige. ¿Cuál es la bondad correcta?

No lo sé.

Yo vivía en un barrio bonito donde había un mendigo en la glorieta. Lo veía a diario colocado en una esquina. Me daba que pensar. Pensaba por ejemplo por qué no era rico aquel hombre. La glorieta, con hotel, era muy transitada. A lo mejor veía el hombre pasar ante sus ojos mil personas al día. Echaba más horas pidiendo el mendigo que yo trabajando. Ocho horas sí que echaba el mendigo. Llegaba puntual, se iba a las siete, siempre a la carrera, para coger el autobús que le llevaba a La Peseta. Desde mi balcón veía yo eso: su carrera para coger un autobús en cuyo luminoso ponía La Peseta.

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