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¿Qué mentiras, linchamientos y tonterías nos esperan en 2020?
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Alberto Olmos

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¿Qué mentiras, linchamientos y tonterías nos esperan en 2020?

Que conocer la verdad sea difícil, acaso imposible, es asunto antiguo. Lo nuevo está en que buscar la verdad ya no merezca la pena

Foto: Woody Allen, en el Festival de Cannes en 2016. (EFE)
Woody Allen, en el Festival de Cannes en 2016. (EFE)

Quedamos ya solo cuatro o cinco que aún creemos en la verdad. Creer en la verdad supone que todo pensamiento propio necesita del acuerdo con lo real, de un vínculo con los hechos, los datos y las pruebas fehacientes. Así, los fedatarios nunca estamos seguros del todo de lo que decimos, nos mostramos abiertos a reconsiderar nuestra opinión y hasta a negarnos a nosotros mismos ante una nueva estadística o una nueva evidencia, precisamente porque toda vanidad o éxito discursivo nos parece miserable frente al tesorito moral de lo cierto. Para el resto, prácticamente todos ustedes, la realidad no existe y, por tanto, la verdad es facultativa.

Que conocer la verdad sea difícil, acaso imposible, es asunto antiguo. Lo nuevo está en que buscar la verdad ya no merezca la pena. Hay que dar muchas vueltas, picar piedra, pasar noches en vela y, al cabo, siempre miente alguien con más talento que usted exponiendo su verdad. Resulta fascinante reconocer aquí el triunfo de la literatura, en forma de ficción malévola, pues la cosa contemporánea no va de hechos, sino de relatos cautivadores. Todo esto lo explicó muy bien hace años Christian Salmon en 'Storytelling' (Península), con la ironía añadida de que saber ahora que nos mienten nos ha llevado a concluir que nos gusta mucho que nos mientan.

Resulta fascinante reconocer aquí el triunfo de la literatura, en forma de ficción malévola, pues la cosa contemporánea no va de hechos

Con todo, les propongo establecer un grado cero de realidad, un suceso en el cual la verdad es atrozmente verdadera, valga la insistencia. Tenemos a unos padres que una noche reciben una llamada de la policía para informarles de que su hija ha sido asesinada. Tenemos meses y finalmente años en los que la policía es incapaz de encontrar al asesino. Díganles a esos padres que no existe la verdad, que no hay realmente un hombre concreto que mató a su hija y se fue de rositas, como Rollo Tomassi en 'LA Confidential'.

En la bella y ya periclitada búsqueda de la verdad, no habrá nunca empeño mayor que el de esos padres que quieren saber quién mató a su hija. Contratarán sucesivos detectives, invertirán el dinero que no tienen, aprenderán ciencia forense y hasta incurrirán en pequeñas deducciones y pesquisas. Dígales, repito, que no existe la realidad, que la verdad es literatura, que Schrodinger tenía un gato, y que usted tiene dos.

De hecho, muchas veces se lo dicen. En la curiosa serie documental 'El asesino confeso' (Netflix), se nos cuenta la historia de cómo un 'sheriff' de Texas decidió reconfortar por vía fabuladora a cientos de padres y deudos de asesinados en todo Estados Unidos. Encontró a un probable asesino de una o dos personas y le convenció de que había matado en realidad a 300, a 600, a tantas como hubiera asesinado alguien hace mucho tiempo sin que lo atraparan. Era imposible, pero todo aquel que buscaba la verdad de la muerte de su hermano o de su amiga o de su hija creyó que Henry Lee Lucas era el asesino, y de pronto su vida fue un poco mejor. El éxito de la treta daba la razón a una verdad evangélica: que la gente quiere creer. Lo expresaba inmejorablemente aquella película sobre un predicador de Richard Brooks titulada 'El fuego y la palabra': puedes convencer a la gente de cualquier cosa si ese convencimiento le conviene.

El éxito de la treta de la serie 'El asesino confeso' daba la razón a una verdad evangélica: que la gente quiere creer

Del predicador ficticio y del 'sheriff' real, pero aún más dañino, existen hoy innumerables discípulos, sobre todo en televisión. ¿Qué más da la verdad si hacemos feliz a la parroquia?, parecen decirse todos esos políticos y tertulianos. En Bolivia ha habido un golpe de Estado y/o ha habido un amaño de elecciones: elija lo que más le convenga. Woody Allen abusó de su hija adoptiva y/o no abusó de su hija adoptiva: elija lo que más le convenga. Los árbitros ayudan al Barça y/o ayudan al Real Madrid: elija lo que más le convenga. El gato está vivo/muerto, está bien/mal; el gato, en suma, está y/o. Salvo para los cuatro o cinco que nos empeñamos en meternos en la caja del gato y comprobar sus constantes vitales. Da igual: salimos asegurando que DE VERDAD está muerto y nos toman por miembros del bando que ha decidido CREER que está muerto. Decir la verdad no sale a cuenta porque su puesta en escena resulta indistinguible de todas las demás puestas en escena: suceden fatalmente en un teatro de palabras.

Charles Manson nunca mató a nadie

El año pasado, viendo la última película de Quentin Tarantino, conocí una verdad: que Charles Manson no había matado a nadie. Les confieso que hasta me cabreé. Llevaba toda mi vida creyendo que Manson era tan hijo de puta como para clavar un cuchillo en la tripa de una embarazada y escribir con su sangre mensajes en las paredes. Él no lo hizo, ni siquiera estuvo en la mansión de los Polanski. Sin embargo, yo creía que esa era la verdad, entre otras cosas por el argumento de Woody Allen contra la vida en el campo en Annie Hall: “Puede aparecer la familia Manson y descuartizarte”.

Con la película de Tarantino supe otra verdad: que lo de Manson no era una secta, sino una comuna 'hippie'. Nunca, en las más de dos décadas que ese referente pop escabrosísimo llevaba en mi catálogo cultural, oí a nadie vincular los asesinatos y el movimiento 'hippie'. Se decidió que no había que vincularlo; se decidió que alguien que nunca mató a nadie (o no a Sharon Tate) había matado. Se deciden tantas cosas por nuestro bien.

placeholder El Charles Manson de la película de Tarantino.
El Charles Manson de la película de Tarantino.

Se decide, por ejemplo, que el acueducto de Segovia tiene 2.000 años. No los tiene, es en su mayor parte una reconstrucción. Pero da lo mismo: seguirá diciéndose que tiene 2.000 años. Se decide que nuestra querida Greta Thunberg no ha vuelto a su hogar en primera clase de un tren alemán, sino sentada en el suelo del vagón por exceso de pasaje. Una foto muy estudiada acredita el cuento. Sus publicistas sabían que la mentira no se tendría en pie, pero también sabían que nunca importa mentir otro poco más. Al final, recordaremos a la heroica niña sentada en el suelo de un tren y no la aburrida verdad del listillo. Realmente, me admira la cantidad de imbéciles que creen que Greta Thunberg es el modelo de algo bueno.

Se decide también que un tal Zozulya es nazi. ¡Estupendo! No hay tantos nazis y ya teníamos ganas de poder linchar a uno. Es tan divertido linchar en nombre de valores democráticos; tan coherente. ¿Es nazi o no? ¿Sabe alguien siquiera dónde queda Ucrania?

Recuerden que todo esto sucede porque la verdad no existe, es cosa vieja, no mola nada. Sin embargo, les aviso de que muy probablemente sí hay alguien que sabe de la existencia de la verdad en casi cualquier suceso: justo el que miente. La verdad hay que preguntársela al que está mintiendo, porque, si mintiera a bulto, a lo tonto, por confundir, a lo mejor decía la verdad, y entonces no obtendría beneficio alguno, pues es ese es el sentido último de la mentira, sacar ventaja. Que se mienta tanto a mí me hace pensar que la verdad no está tan lejos, amigos.

Les aviso de que muy probablemente sí hay alguien que sabe de la existencia de la verdad en casi cualquier suceso: justo el que miente

¿Acosó sexualmente aquel abogado y por eso fue despedido de Podemos? ¿Sí o no? Elija. Pero no olvide que hay alguien que sí lo sabe. Y que miente porque lo sabe. ¿Se acostó la periodista de la película de Eastwood con un agente del FBI para sacarle información o no? Elija. ¿Violó Juan José Arreola a Elena Poniatovska? Elija su verdad. La que le venga mejor. La que le resulte más llevadera. Miéntase por el bien de su conciencia. Usted quiere situarse del lado de los justos. Fabricaremos mentiras maravillosas para que se sitúe usted del lado de los justos.

“La realidad no ofrece un relato y los hechos sin relato no son creíbles ni increíbles, son ininteligibles”, leemos en 'En Düsseldorf no hay ni puede haber leones' (Mrs. Danvers), de Nacho Abad. Esta novela merodea agudamente las piltrafas de la falsedad, y nos advierte: “Debemos poner límites al estilo. La belleza de la narración es a menudo incompatible con la expresión de la realidad. Todo lo que esté bien escrito debe hacernos sospechar”.

En fin, amigos, asuman que 2020 va a ser un festín de manipulaciones, linchamientos, mentiras y gilipolleces. Todas ellas bonitas, muy bien escritas. ¿La verdad? Déjenme recordarles a Erich von Stroheim. Contaba Billy Wilder que durante el rodaje de 'Cinco tumbas para el Cairo' el actor alemán se empeñó en ponerle carrete a una cámara de fotos. ¿Qué más daba si la cámara de fotos llevaba carrete o no? ¡Los espectadores nunca sabrían que lo llevaba! Erich von Stroheim se salió con la suya, le puso carrete a una cámara que solo aparecería en escena cerrada. Simplemente quería que para él las cosas fueran verdad.

Quedamos ya solo cuatro o cinco que aún creemos en la verdad. Creer en la verdad supone que todo pensamiento propio necesita del acuerdo con lo real, de un vínculo con los hechos, los datos y las pruebas fehacientes. Así, los fedatarios nunca estamos seguros del todo de lo que decimos, nos mostramos abiertos a reconsiderar nuestra opinión y hasta a negarnos a nosotros mismos ante una nueva estadística o una nueva evidencia, precisamente porque toda vanidad o éxito discursivo nos parece miserable frente al tesorito moral de lo cierto. Para el resto, prácticamente todos ustedes, la realidad no existe y, por tanto, la verdad es facultativa.

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