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Cuando hasta la nieve nos la tomamos personalmente
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Alberto Olmos

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Cuando hasta la nieve nos la tomamos personalmente

La gran nevada puso de manifiesto que el límite entre la catástrofe y la belleza es puro periodismo

Foto: Vista del Campus de Medicina de la Universidad Complutense sin alumnos y totalmente cubierta de nieve este lunes. (EFE)
Vista del Campus de Medicina de la Universidad Complutense sin alumnos y totalmente cubierta de nieve este lunes. (EFE)

La novedad de la nieve del otro día es que por primera vez en siglos sucedió en nuestra contra. Antes, siempre nevaba a favor. Ahora, experimentados en pandemias y culpabilizaciones, no podía ser que cayera nieve sin meterse con nadie. Cada copo que se balanceaba lo hacía con mala intención, para disciplinarnos. La nieve, o sea, tenía que enseñarnos algo, desnudar políticos y señalar vecinos, que no tenían pala, los muy imprudentes. Esta nieve problemática yo nunca la había visto, y he visto nevar en las peores ciudades del mundo. En Segovia. En mi pueblo. En Madrid mismo, hace unos 10 años. Nunca nevó para dar problemas, sino para quitarlos. La nieve era terapéutica y pasajera, se paraba un poco de sufrir y todo el mundo se sentía niño. Era la felicidad que nevara, cuando nevaba solo caía felicidad. Ahora hasta la nieve nos la tomamos personalmente.

Si ponías la tele o la radio hace unos días, resultaba que con la nieve la vida ya no merecía la pena. El gobernante no sabía desalojar carreteras, el vecino no sabía palear y el niño no sabía quedarse en casa. Todos íbamos a morir resbalándonos. Antes de la nieve, no había gente con problemas. Ahora, abundaba la desgracia entre el blanco inocente de la precipitación. Si te asomabas a la calle, sin embargo, había esperanza. Cada muñeco de nieve levantado en Madrid estos días era un revolucionario, bien que algo irrisorio. La revolución era la de la vida y la alegría, la de que nieva, coño. Yo a la gente que ha salido a hacer muñecos de nieve, sola o con sus hijos, estos días en España le levantaría una estatua justo al lado del muñeco que hicieron, para que, según se derrite su felicidad, quede en piedra que apostaron un día por la felicidad.

placeholder Dos muñecos de nieve, en la Gran Vía, en Madrid. (EFE)
Dos muñecos de nieve, en la Gran Vía, en Madrid. (EFE)

El columnismo ha entendido la nieve regular. Algunos han hecho el artículo lírico que tocaba, porque la nieve da un tema para escribir como la lluvia da un motivo para llorar. Otros, siempre de sobredosis de color, aprovecharon que nevaba para hacer la bola de nieve de la palabra, y arrojarla contra un alcalde o un ministro. Curiosamente, son los que escriben peor.

Que la nieve puede hasta matar a alguien se sabe de siempre. En los pueblos, al único que mata la nieve es al tonto del pueblo, y por eso Madrid parecía estos días lleno de todos los tontos de todos los pueblos, y con Twitter además. Su vida peligraba porque había una capa blanca de plumilla gélida sobre el tacto de las cosas. Qué escándalo, qué riesgo, qué frío estaba el pomo de su aburrimiento. Resbalar o no encontrar el coche resultaba intolerable. Qué rabia ese resbalar y matarse cuando puedes coger el coche y matarte contra un árbol, como las personas serias.

Qué rabia resbalar y matarse cuando puedes coger el coche y matarte contra un árbol

¿No será acaso también el hombre culpable de que nieve?, se preguntaban algunos en secreto, esperanzados con el añadido de un versículo a su evangelio. Nieva tanto a lo largo del tiempo que es increíble que aún no sepamos de quién es la culpa. Yo creo que para la próxima nevada gorda ya habremos encontrado al responsable, que seguramente serás tú por comerte demasiado deprisa un Colajet en 1989. Si algo sale mal, si la desgracia llega, si el desastre se consuma, alguien tiene que cargar con el muerto. No puede ser que la vida sea así. No puede ser que la vida sea que pasan cosas.

Cuando vivía en Japón, donde abundan los terremotos, uno movió un tren-bala y lo dejó fuera de la vía durante varias horas. Vi por televisión a los pasajeros tan tranquilos esperando el rescate. Nadie acusaba a nadie. “No podemos hacer otra cosa”, afirmaban con gran serenidad. En ciertas instancias de la vida, hay que ser más japonés.

También en Japón, en provincias, contemplé nevar varias veces, y me hallé en una ocasión en plena carretera, una comarcal que atravesaba un bosque de bambú. El bambú, con el peso de la nieve, se había inclinado majestuosamente hasta cerrar completamente el paso, de modo que había que darse la vuelta. Días después, el bambú recuperaba su altura y la carretera quedaba impecable. Eso es nevar, solo una broma. El bambú baja y sube, tu vida se para un poco, está bien que la vida se pare un poco.

Se ha generado la fábula de que hay una lucha a muerte entre hombre y naturaleza

Ahora, con el cambio climático y la pandemia, se ha generado la fabulación de que hay una lucha a muerte entre el hombre y la naturaleza, y hasta se piensa que el hombre va ganando la batalla, que ya ves tú. Tengo esta noticia para ustedes: vamos perdiendo. Claro que vamos perdiendo y claro que vamos a perder. Estamos a un meneo tectónico de dejar de ser tan importantes.

El resumen de todo es que ha nevado en Madrid. Y mientras nevaba el otro día sobre la ciudad, me asomé a la ventana con mi hija, que nunca había visto nevar a sus cuatro años, y me acordé de aquellas palabras de 'Peter Pan' (1953), la película de Disney: “Lo que aquí se cuenta ya ha sucedido antes, y volverá a suceder”. Había que explicarle la nieve a la niña, mientras 4.000 voceros del apocalipsis nos explicaban la sinrazón de vivir a los adultos. Mi hija esperaba de mí alguna verdad sobre la nieve, una pista sobre cómo es eso de que el cielo se desmigaje y descienda. Así que le dije: “Esto ya ha sucedido antes, hija. Y volverá a suceder”.

La novedad de la nieve del otro día es que por primera vez en siglos sucedió en nuestra contra. Antes, siempre nevaba a favor. Ahora, experimentados en pandemias y culpabilizaciones, no podía ser que cayera nieve sin meterse con nadie. Cada copo que se balanceaba lo hacía con mala intención, para disciplinarnos. La nieve, o sea, tenía que enseñarnos algo, desnudar políticos y señalar vecinos, que no tenían pala, los muy imprudentes. Esta nieve problemática yo nunca la había visto, y he visto nevar en las peores ciudades del mundo. En Segovia. En mi pueblo. En Madrid mismo, hace unos 10 años. Nunca nevó para dar problemas, sino para quitarlos. La nieve era terapéutica y pasajera, se paraba un poco de sufrir y todo el mundo se sentía niño. Era la felicidad que nevara, cuando nevaba solo caía felicidad. Ahora hasta la nieve nos la tomamos personalmente.

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