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Rap español: del barrio a la mansión sin hablar de nada
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Alberto Olmos

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Rap español: del barrio a la mansión sin hablar de nada

El fascinante hip-hop nacional lleva tres décadas prodigiosas, pero no todo es lo que parece

Foto: Natos y Waor, en el festival Cruïlla, este verano. (EFE)
Natos y Waor, en el festival Cruïlla, este verano. (EFE)

Antes, mucho antes de que nos pareciera normal que gente adulta respondiera a nombres como El Rubius o Dios Tuitero, y de que los blogs favorecieran la creación de 'nick names' infantiles y alambicados por los que se llamaban unos a otros los 'bloggers' cuando quedaban en un bar para conocerse, incluso antes de que (años 90) el correo electrónico nos hiciera a todos a su vez inventarnos identidades supuestamente ingeniosas y definitivas, los raperos ya estaban haciendo el ridículo bautismal más insensato. Frank T, MC Randy, Mucho Muchacho, Paco King. Si a usted no le interesa el rap, este es su artículo.

El rap en español lleva 30 años dando trabajo a gente que, si no, a lo mejor le estaba robando la casa. El rap en español es una máquina de producir machirulos, millonarios y videoclips. El rap en español, en fin, no sale por la radio, la tele o en prensa porque es tan abrasivo que no daría tiempo a indignarse suficientemente, cancelar y pasar a otra indignación. Los raperos no son políticamente incorrectos, son de Aluche.

Llevo todo el verano viendo vídeos de rap en YouTube; viéndolos muchas veces, además. Canciones de Ayax y Prok, Natos y Waor, Blake, Recycled J, Costa, Fernando Costa, Lopes, Delaossa o Bejo. Son los raperos de moda, de éxito, a los que suele invitar Broncano a su programa. También he visto un par de documentales, 'Dos platos y un micro' y 'Spanish players 2', así como 'Underground kings' (2020), el 'biopic' de Natos y Waor.

Lo fundamental del rap español es en qué medida puede impugnar aquella frase de C. Tangana según la cual los músicos que creen que están al margen de la industria y del sistema en realidad “solo están abajo”. La posición de C. Tangana, corroborada por su propio éxito, empuja a aprovecharse de la industria después de asumir que no se la puede vencer. La posición contraria (que representaría, de aquella manera, el trapero Yung Beef) es un háztelo-tú-mismo que evite el saqueo de tu talento por parte de una discográfica y el reblandecimiento temático que te piden los medios para hacerte un hueco, todo ello con una crítica por elevación al capitalismo tardío y a la globalización.

Empezar abajo

El rap, desde luego, empieza abajo. Tanto en la historia documentada de los inicios del rap en España como en los orígenes de esta nueva edad de oro que ahora vivimos, los raperos son, en resumen, chavales de barrio que encuentran en el rap una vocación. A finales de los años ochenta, espoleada por la presencia militar americana en Torrejón, prendió en Madrid el interés juvenil por las rimas y los ritmos. Esta subcultura urbana incluía el graffiti y el 'break-dance'. Por suerte, el 'break-dance' ha desaparecido, seguramente disuelto en la escalada.

Es emocionante imaginar, a partir de los testimonios que van asentándose de sus protagonistas, a unos quinceañeros españoles de finales de los años ochenta y principios de los noventa inaugurando en nuestro país toda una cultura, siendo pioneros en gorras y ropa ancha y tratando de hacer en idioma castellano lo que tan estupendamente sonaba ya en el inglés de Nueva York o Los Ángeles. Por poco más (traer el endecasílabo a la literatura española), Garcilaso ha pasado a la historia

Por poco más (traer el endecasílabo a la literatura española), Garcilaso pasó a la historia

Al comienzo, la palabra clave fue “maqueta”; ahora, el vehículo seminal del rapero es la 'batalla de gallos'. La manualidad de cierta adolescencia española de hace treinta años consistía en escribir unas rimas y grabarlas en una cinta TDK y luego acudir a la tienda a comprar decenas de cintas TDK donde multiplicar sus canciones y ponerlas a la venta por 500 pesetas. Se hacían portadas a mano, recortando fotos de revistas y fotocopiándolas. El mercado negro de maquetas fortalecía la escena del rap en España, e iba creando un iconostasio primitivo que el tiempo respaldaría con discos de estudio y giras por Latinoamérica.

Las batalla de gallos, fuera del show sonrojante que paga RedBull, son encuentros en planicies barriales de chicos (siempre chicos) que se insultan en rima asonante y uno gana según la gente le vitoree más o menos. Como dice Natos (de Natos y Waor), las batallas de gallos no son el camino, del mismo modo que los concursos provinciales de relato no suelen servir para ser escritor. Pero son un comienzo.

placeholder Los raperos Le33 (d) y el argentino Stuart (i) improvisan durante una batalla de gallos. (EFE)
Los raperos Le33 (d) y el argentino Stuart (i) improvisan durante una batalla de gallos. (EFE)

Porque el chico de barrio, haciendo rap, no aprende en esencia a componer, rimar o recortar loops de discos de jazz; lo que aprende el chico de barrio es a hacer dinero. El rap no se entiende sin ese componente de emprendeduría y desclasamiento que lleva aparejado el éxito. Un rapero con éxito no es solo uno que gusta, tiene 'flow' y 2.000 chavalas que se saben sus letras; un rapero con éxito es alguien que ha sabido cómo pasar de la afición al negocio.

Acabar arriba

Curiosamente, el rap viene acotado por dos falsificaciones hipotéticas, sin las cuales no sería posible esta cultura. Una, al comienzo, es la autenticidad marginal del rapero, ese ser de verdad de Orcasitas, El Palo o La Jota. El rapero empieza diciendo que es de barrio, y contando historias de la calle menos recomendable de su ciudad. Y acaba diciendo que es rico, y exhibiendo Ferraris, mansiones y cadenas de oro. Eso es básicamente todo lo que se puede cantar en una canción de rap: soy de barrio, y ya no soy de barrio, con alusiones constantes a que otro no es de barrio o, ya rico, a que el otro no es tan rico como tú. Se pasa de buscar rimas para “Ballantines” y “policía” a buscarlas para “Gucci” y “cocaína”.

Se dice, un poco a bulto, que el rap es la narración de la vida en los barrios. Y, ciertamente, es así, en los malos raperos

Se dice, un poco a bulto, que el rap es la narración de la vida en los barrios. Y, ciertamente, es así, en los malos raperos y en las canciones peores de los buenos raperos. El rap bueno no va de nada (miren 'Raikkonen', de Natos, o 'Café solo', de Prok: la rima es virtuosa, fluida, ingeniosa, pero no denuncia ni señala ni exige ni pide que vaya el alcalde por el barrio), el rap bueno va siempre de uno mismo. La defensa del barrio no se hace explícitamente (por eso es tan mediocre Frank T, de hecho, entre otros muchos) sino de forma implícita: soy capaz de hacer letras adictivas viniendo de donde vengo. Ésa es la clave: el talento en medio de la falta de oportunidades. El rap de denuncia casi nunca funciona. Comparen Desahucio, de Ayax, con Roxanne, de su hermano gemelo Prok: escuchar la primera es como asistir a misa o a un pleno del ayuntamiento; escuchar la otra, sí, es espectáculo. “Te echan de tu casa si no te has llevao tus cosas”, canta el primero. “Dame bebé, eso se ve, vive/ dame de beber, dime/ dame un deber, eso se debe/ No lo ves, no des…”, canta Prok, una delicia. El propio Ayax tiene una canción donde afirma: “Te conocen por el mote, la mota o la moto./ Se podría hacer más simple, pero adoro este barroco”. El rap es una aproximación barroca (es decir, excesiva, algo monstruosa) al idioma. A diferencia de lo que piensa la mayoría de la gente, en el rap no es importante decir cosas, sino juntar palabras que digan cosas sobre qué pasa cuando se juntan palabras. O sea, algo muy parecido a la literatura en su expresión más alta, la poesía.

Por eso estoy aquí yo escuchando a esta gente, como es obvio.

En este punto, es fascinante la obra del rapero canario Bejo, capaz de escribir letras de dos o tres folios para cada una de sus composiciones y de no decir absolutamente nada nunca, sin que por ello pueda uno dejar de escuchar su parloteo onírico. “Intoxicado, oxidado./ No me acicalo, no voy a ningún lado./ Recordando el verano y tu culo mojado, anonadado./ Te perdí la pista, `taba despistado…”, rapea en Sílaba tónica RIP, una genialidad.

Raperos chungos

Luego están los raperos chungos, como Costa, Lopes o El Jincho. O Jarfaiter. Estos hacen de fracasar una necesidad. Solo tienen sentido si su música no les da suficiente dinero y han de desarrollar alguna actividad más o menos ilegal de la que presumir precisamente a través de su música. Como dice Waor en Alcatraz: “Si vendes droga y lo cuentas en las canciones/ es que es mentira, o eres tonto, cojones.” Costa se precia de ser el primero que sacó una pistola de verdad en un videoclip español ('Hielo', 2005), cosa que el entiende así: “No quiero dar datos a algún fiscal hijo de puta, todo el mundo se ha quedado con lo de la pistola y la chica en tetas… pero nadie ha visto que en ese vídeo sale un kilo y medio de perico.”

Ser malote, como es obvio, no te hace mejor rapero. Seguramente te hace peor. Sin embargo, amén de drogas, chicas al peso (vean el sucísimo 'Labios tatuados', de Costa) y una constante celebración del alcohol, la violencia del rap incluye ataques de unos a otros, los llamados “beef” o “tiraderas”, siendo un clásico el de Kase O a Metro ('Mierda', 1998), y el más conocido hoy el de Delaossa a Lopes ('Judas', 2020), claramente inspirado en el anterior, tanto en el dramatismo creciente como en algún verso: “¿Qué coño te he hecho yo, payaso? ¿Acaso tengo yo la culpa de tu fracaso? (Kase O) “¿Qué coño te he hecho yo, payaso? ¿Acaso es mi culpa que los festis no te hagan caso?” (Delaossa)

Con todo, la historia de rap español más fascinante es la de Natos y Waor, que reconstruyen en su propio documental, 'Underground kings'. Estando fuera, al margen, han conseguido estar arriba, al contrario de lo que proponía C. Tangana en su famosa frase. Su gran hito fue llenar el Palacio de Vista Alegre (2018, 11.000 personas). Llegaron allí después de las batallas de gallos, las actuaciones en garitos o casas okupas a cambio de botellas de ron, o de 50 euros. Echaron cuentas y vieron que la sala ganaba mucho más. Empezaron a tomárselo en serio. Descubrieron que la imagen, y sobre todo los videoclips, eran fundamentales para que su música llegara al público (ahora prácticamente no tiene sentido que una canción no tenga videoclip). Contrataron a gente que sabía hacer todo lo que ellos no sabían hacer (ingeniero de sonido, productor, manager), y fueron creciendo siempre alejados de las compañías discográficas. El pasado abril publicaron 'Hijos de la ruina 3', su octavo álbum en diez años, junto al brillante rapero Recycled J. Apenas han cumplido los 30.

Y es fascinante porque, aunque todo ha cambiado mucho en el negocio de la música, algo en Natos y Waor es lo de siempre: chavales de barrio que, en contra de toda expectativa, descubren una pasión, dedican a ella su vida y se salvan. ¿De qué? Da igual de qué. Lo explicaba muy bien Mucho Muchacho, el primer gran rapero en español de la historia: “Mi vida ha sido esto todo el rato. Haciendo mil cosas y metiéndome en mil fregados, yo le debo todo al hip-hop. Me ha enseñado a hacer todo lo que sé hacer. Me ha enseñado a ser empresario, me ha enseñado a ser recepcionista, me ha enseñado a ser el chico de los paquetes, me ha enseñado a hacer rap, me ha enseñado a escribir, me ha [llevado] a que me interese la lectura… ¿Qué queda de eso? Queda todo”.

Antes, mucho antes de que nos pareciera normal que gente adulta respondiera a nombres como El Rubius o Dios Tuitero, y de que los blogs favorecieran la creación de 'nick names' infantiles y alambicados por los que se llamaban unos a otros los 'bloggers' cuando quedaban en un bar para conocerse, incluso antes de que (años 90) el correo electrónico nos hiciera a todos a su vez inventarnos identidades supuestamente ingeniosas y definitivas, los raperos ya estaban haciendo el ridículo bautismal más insensato. Frank T, MC Randy, Mucho Muchacho, Paco King. Si a usted no le interesa el rap, este es su artículo.

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