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Horror en el autobús: ¿quiere usted hacer el favor de callarse?
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Alberto Olmos

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Horror en el autobús: ¿quiere usted hacer el favor de callarse?

Ser obligado a escuchar puede resultar el mayor de los castigos

Foto: Autobús de la EMT en Madrid (EFE/Rodrigo Jiménez)
Autobús de la EMT en Madrid (EFE/Rodrigo Jiménez)

No fue nada, pero me tiene aún pensativo. Sucedió en el autobús urbano. Yo iba en uno de los asientos delanteros, con mi hija en el regazo. De pronto, una voz se enseñoreó del interior del vehículo. Se oía claramente su parloteo. Hablaba de alguien muerto, su padre, y de cómo había muerto. Había muerto muy bien. Y de cómo había vivido, asimismo razonablemente. Y la voz continuaba y ya ni atendía a mi hija, ni a la parada, sino que iba escuchando la intimidad fatal de otras personas, cuajada de detalles, reiteraciones, sentimientos íntimos, hospitales. Mi malestar iba creciendo, porque el hombre muerto no se acababa de morir, lo teníamos cada medio minuto agonizando en nuestro oído. “¿Se pueden callar? ¡Me importa un pimiento su vida!”

Sorpresa: no lo dije yo. Fue otra persona, el héroe. Una mujer. Tenía unos sesenta años, y la señora que hablaba sobre su padre muerto, más o menos igual. Me tuve que volver para contemplarlas porque estuvieron dos larguísimos minutos insultándose. “¡Que me importa un pimiento su vida! ¿No pueden hablar más bajo?” “Bueno, bueno, cómo se pone. ¿No puede una hablar de lo que quiera? Cómo está Madrid…” “Leñe, imagine que todos nos pusiéramos a hablar en alto de nuestras cosas. Sería insoportable.”

Todo el autobús se puso de parte de la relatora de defunciones, dejando a la filósofa arrinconada. Nadie la entendía

Qué gran mujer, sumamente incomprendida. Todo el autobús se puso de parte de la relatora de defunciones, dejando a la filósofa arrinconada. Nadie la entendía. Yo, de hecho, la entendía perfectamente, porque la voz de la mujer que contaba una muerte me estaba volviendo loco. Sin embargo, no sólo no fui capaz de pedirle a ésta que se callara, sino que tampoco apoyé públicamente a la Juana de Arco del silencio, a la musa de los buenos modales, que quedó como una pobre vieja amargada sobre un fondo de luces de Navidad y bombones anticipados.

Lo único en lo que estuve de su parte fue en bajarme en la siguiente parada, que no era la mía ni a buen seguro la suya, sólo por dejar de oír que Madrid, amén de todo lo demás, encima no nos deja ni contar que nos morimos.

Desasosiego

Es casi encantador que el simple hecho de oír hablar a alguien pueda desasosegarnos tanto. Habla bastante bien de la fuerza de la palabra. Una sola voz, un poco más alta o puntiaguda que el sonido ambiente, deposita en nuestra cabeza una historia o asunto que nos desagrada, y puede llegar a desesperarnos. Quizá morir no les parezca a ustedes un tema tan incorrecto para un autobús. Da igual. Puedo encontrar sin duda otro que les repugne: sexo anal, deposiciones, VOX es el mejor partido de España, Yolanda Díaz presidenta. Nadie sabe lo que va a tener que oír en medio de la multitud. Imaginen (después de elegir la opción menos de su gusto) tener que escuchar durante cinco o diez minutos, con toda claridad, un discurso que incida en su mayor fobia, que no va dirigido a usted pero que encuentra sitio en su conciencia por la conjunción de un espacio pequeño y una garganta indiscreta.

Uno pueda cerrar los ojos, taparse la nariz o sellar los labios, pero no taparse los oídos de forma efectiva durante un largo rato

Desde Lucrecio a Javier Marías, es muy comentado el fallo anatómico según el cual uno pueda cerrar los ojos, taparse la nariz o sellar los labios, pero no taparse los oídos de forma efectiva durante un largo rato. Por lo que sea (nuestra supervivencia), estamos obligados a escuchar o, al menos, a oír. Javier Marías ha escrito sus mejores páginas tanteando las expresiones inglesas “overhear” y “careless talk”; es decir, ahondando en escuchar sin querer y en tener cuidado con lo que se dice. “No debería uno contar nunca nada”, empieza una de sus novelas. En rigor, está comúnmente aceptado que el único ruido buconasal procedente de los demás ante el que debemos mostrar tolerancia es el que hace una pareja follando al otro lado de una pared. Todo lo demás es susceptible de queja, y hasta de denuncia por parte de la gente de bien.

“¡Me importa un pimiento su vida!” He ahí una declaración navideña admirable. Deberían hacerse 'Christmas' con ella. Deberíamos enviar a todos nuestros clientes ese Christmas: “¡Me importa un pimiento tu vida!”

Pero el dilema de altura que merodeó la señora del autobús al ser la única en mandar callar estuvo en otra frase: “Imagine que todos nos pusiéramos a hablar en alto de nuestra vida. Sería insoportable.” A su juicio, si todos contáramos en voz alta nuestros muertos, excrecencias, pasiones políticas y actos sexuales el guirigay resultante sería pestífero para la convivencia. Después de pensarlo mucho, me he dado cuenta de que no sería así: de nuevo, un único relato se impondría sobre el de todos los demás. El relato de aquel que hablara más alto.

De este modo, no es el tema, al cabo, el que molesta, aunque ayude mucho que el asunto que oímos nos resulte repulsivo; lo que molesta es que una persona nos obligue a oír su voz, en una especie de fascismo de las cuerdas vocales. Hablar bajito es uno de los mayores favores que podemos hacerles a los demás.

Y callarse, ni les cuento.

No fue nada, pero me tiene aún pensativo. Sucedió en el autobús urbano. Yo iba en uno de los asientos delanteros, con mi hija en el regazo. De pronto, una voz se enseñoreó del interior del vehículo. Se oía claramente su parloteo. Hablaba de alguien muerto, su padre, y de cómo había muerto. Había muerto muy bien. Y de cómo había vivido, asimismo razonablemente. Y la voz continuaba y ya ni atendía a mi hija, ni a la parada, sino que iba escuchando la intimidad fatal de otras personas, cuajada de detalles, reiteraciones, sentimientos íntimos, hospitales. Mi malestar iba creciendo, porque el hombre muerto no se acababa de morir, lo teníamos cada medio minuto agonizando en nuestro oído. “¿Se pueden callar? ¡Me importa un pimiento su vida!”

Autobús Javier Marías Vox