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Mala Fama
Por
Tu mejor pesadilla la filmó David Lynch
El director de 'Inland Empire' o 'Terciopelo azul' creó un mundo propio, a menudo incomprensible, pero siempre fascinante
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David Lynch se mostró ecuánime cuando le diagnosticaron un enfisema pulmonar. Dijo que este deterioro fatal en sus pulmones era culpa de tantas décadas fumando, pero que agradecía a los cigarrillos todos los momentos de placer que le habían dado. En su cine se fumaba mucho. El sonido de un cigarrillo al ser encendido en Carrera perdida ponía los pelos de punta; la brasa del pitillo en algunos planos, también. Todo el cine de David Lynch era placenteramente tóxico, como fumar sabiendo que no deberías.
En uno de sus últimos rodajes, perdió la cabeza con un auxiliar de producción. El auxiliar le dijo que ya no podían filmar más horas. Lynch empezó a farfullar que así no podía crearse cine, no podía descubrirse de qué era capaz una escena, ni “soñar” la película. Lynch hacía el cine verdadero, artesano, obsesivo. No hacía cine para complacer a nadie, sino para alcanzar el misterio.
El misterio estaba en la oscuridad, sea esa “oscuridad” lo que ustedes quieran. La oscuridad de los sueños, la oscuridad atávica, los deseos tenebrosos y secretos. Eso exploraba Lynch. En algunas películas, nadie entendía qué pasaba, pero no se podía apartar la vista ni un momento. Lynch tocaba un arpa de pesadillas, entraba en el territorio donde sueño, recuerdo y ficción se amalgaman y crepitan. Daba miedo todo el tiempo. Los enanos, las señoras arrugadas, los villanos con la cara pintada de blanco; las navajas y pistolas; una oreja seccionada que asoma entre briznas de hierba.
Se hizo popular con la serie Twin Peaks (1990), donde al final no se sabía quién mató a Laura Palmer. Los cinéfilos se preciaban de conocer al director por Terciopelo azul (1986), y se daban aires afirmando que la Palma de Oro que ganó en Cannes con Corazón salvaje (1990) se la tenían que haber dado por esa película anterior. En 1997, estrenó Carretera perdida, donde sonaba Marilyn Manson y las casas de madera ardían al revés; dos hombres cambiaban de cuerpo; había moteles escarlata y mafiosos furibundos, rubias perversas duplicadas; mucha oscuridad.
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Cuanto menos entendíamos una película de David Lynch, mejor era. Mulholland Drive (2001) nos volvía locos. Inland empire (2006) es el Ulysses del cine: una película sobre una película dentro de un sueño, y con polacos (o algo). Es tan fascinante amar lo que no entiendes. David Lynch filmaba pesadillas, y eran las tuyas.
A veces (en rigor, dos veces), hacía películas normales, comprensibles, masticadas. Una era El hombre elefante (1980), en blanco y negro y con deformidades; la otra, Una historia verdadera (1999), con un tractor. No se dejen engañar por Carlos Boyero, que dirá que esas son sus mejores películas. David Lynch quería a todo el mundo, y por eso hizo dos películas para todo el mundo, francas y tranquilas. Pero, sin sus películas oníricas y demenciales, nadie hablaría hoy de que se ha muerto.
Sus últimos años fueron raros; o sea, siguieron siendo raros. Pero ahora no eran rarezas cinematográficas, sino conferencias sobre “meditación trascendental” y “partes meteorológicos”. La meditación le interesaba mucho, parece, buscaba la paz y difundía una práctica que, en algunas de sus charlas, daba algo de yuyu. Como si hablara de una secta. Sus partes meteorológicos eran más simpáticos. Se asomaba a la ventana y nos decía el día que hacía, y aunque fuera en Los Ángeles, uno pensaba que en Madrid o Alicante también luciría ese sol que saludaba Lynch. En el fondo, filmando pesadillas y espantos, era una persona amable, buena, dulce, espiritual y calmada.
Su última aportación al cine fue una escena en The Fabelmans (2022), de Steven Spielberg. Era casi al final de la película. Lynch interpretaba a John Ford, un director con el que sólo le unían sus películas parsimoniosas (la del tractor y la del elefante) y su condición de genio absoluto. Es una escena muy graciosa, mimética. Si uno la ve muchas veces, John Ford no está. Es David Lynch riéndose de Steven Spielberg.
“Me gusta ver gente surgiendo de la oscuridad”, afirmó una vez. Esto quería decir que en su cine había muchas escenas en penumbra, y que le gustaba que el personaje fuera haciéndose presente poco a poco; si era fumando, mejor.
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Ahora David Lynch ha vuelto a la oscuridad (“Somos una rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas”, escribió Nabokov), donde nada creo yo que pueda sorprenderle, y menos asustarle. Lynch sacó de la oscuridad todo lo que tenía, seguramente más de lo que tenía. Hizo poesía con las tinieblas. Volver a la oscuridad es para él volver a casa.
David Lynch se mostró ecuánime cuando le diagnosticaron un enfisema pulmonar. Dijo que este deterioro fatal en sus pulmones era culpa de tantas décadas fumando, pero que agradecía a los cigarrillos todos los momentos de placer que le habían dado. En su cine se fumaba mucho. El sonido de un cigarrillo al ser encendido en Carrera perdida ponía los pelos de punta; la brasa del pitillo en algunos planos, también. Todo el cine de David Lynch era placenteramente tóxico, como fumar sabiendo que no deberías.