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Alfredo Landa: en broma o en serio, pero carpetovetónico por defecto
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Alfredo Landa: en broma o en serio, pero carpetovetónico por defecto

La trascendencia de Alfredo Landa en el Espectáculo español es de tal envergadura que cuesta sintetizarla. Por una parte, a consecuencia de que su actividad abarca

La trascendencia de Alfredo Landa en el Espectáculo español es de tal envergadura que cuesta sintetizarla. Por una parte, a consecuencia de que su actividad abarca más de cincuenta años ininterrumpidos, sumando medios diversos (sobre todo, cine, primero, y televisión, después, pero sin olvidar sus inicios en el doblaje y sus incursiones teatrales). Por otra, debido a que alcanzó una celebridad tan grande que su nombre suponía todo un reclamo comercial, una garantía crematística, un auténtico gancho popular a lo largo de las décadas, categoría que comparten bien pocos intérpretes españoles de su generación (y de las anteriores, y de las posteriores). 

Bajito y cejijunto, de físico perfectamente común pero dicción nada corriente, en su discurrir profesional deben distinguirse tres etapas. La primera se extiende desde el comienzo hasta finales de los años sesenta, y le mantiene encadenando cometidos sin carácter protagonista, en cuanto a guión, pero sobresaliente, en imágenes; despuntan ya esa vis cómica que poco después le convertirá en una auténtica estrella, esa gran capacidad para conectar con el público y esa personal mixtura de naturalidad y profesionalidad, pero también se entreve una ternura soterrada, una loable sensibilidad para el registro agridulce, que apuntan películas como La niña de luto (Manuel Summers, 1964) y No disponible (Pedro Mario Herrero, 1969), bien que a escala popular calen más sus personajes en comedias como Atraco a las tres (José María Forqué, 1962), La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1965), la dinamita está servida (Fernando Merino, 1968) o Las leandras (Eugenio Martín, 1969), por ejemplo. Miguel Mihura escribió para él 'Ninette y un señor de Murcia', un éxito teatral abrumador

Es imprescindible destacar que durante esta década el mismísimo Miguel Mihura escribió para él la obra Ninette y un señor de Murcia, que Landa convirtió en un éxito teatral abrumador; curiosamente, en la adaptación al cine debió conformarse con un papel menor, y el protagonista corrió a cargo del realizador, el mítico Fernando Fernán Gómez

La segunda etapa arranca del insólito éxito de No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970), una coproducción con Italia que sin embargo alumbró un auténtico minigénero para el cine español, un estilo de comedia populista que explotaba con sagacidad la fiebre consumista y el hambre erótica del español medio del momento; Landa supuso el símbolo mismo de esta clase de humor fílmico, su alegórica bandera, hasta el punto de bautizar el filón, pues fue denominado la landada o el landismo

Caricatura de la contradicción cultural

Significó Landa entonces tanto un actor cuanto un género, pues, verificando un caso extraordinario dentro de la historia del cine español, lo cual se explica en virtud del talento cómico, y el desprecio de los riesgos de la sobreactuación, esgrimido por el intérprete para caricaturizar, nada menos, que a su público potencial: el españolito de a pie, que sobrevive en la contradicción cultural, histórica y económica, debatiéndose sobre todo en la imposible, pero deseable, superación, de un machismo, cuando menos, cutre.

La tercera y última etapa profesional de Landa comienza en la transición democrática, y le recoge en su madurez interpretativa, compaginando su previa faceta cómica –a menudo en caracterizaciones herederas del landismo– con una serie de incursiones en los dramas más diversos, según un sentido del riesgo con el que nadie podía contar; en esta línea, obtienen merecido éxito su interpretación del detective Areta para el díptico El Crack/El Crack 2 (José Luis Garci, 1981/83) y su protagonismo de Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), que le proporciona nada menos que el premio al mejor actor en el Festival de Cannes, algo inimaginable en aquel intérprete que tan poco tiempo antes corría tras las suecas en calzoncillos ante el despelote popular en los cines de barrio. La diplomacia y la modestia no eran su fuerte

Sin olvidar sendas comedias ambientadas en nuestra guerra civil, La vaquilla (Luis G. Berlanga, 1985) y Biba la banda (Ricardo Palacios, 1987), o la adaptación literaria El bosque animado (José Luis Cuerda, 1987), pues gustaron mucho. Después, fue acogiéndose principalmente a la televisión, y en este formato obtuvo otro de sus mayores éxitos, la encarnación de Sancho Panza en una serie donde Don Quijote esgrimió el ideal físico de Fernando Rey. Estaba ya tan forjado, tan contrastado en su personalidad el entrañable actor que fue inevitable preguntarse “¿Está haciendo de Sancho Panza o de Alfredo Landa?”.

Lógico y natural. Como triste resultó que su enfermedad le impidiera interpretar para José Luis Garci, por fin, aunque fuera en su otoño vital, ese papel del “señor de Murcia” que Mihura escribiera para él; Fernando Delgado debió sustituirle, para amargor tanto de Landa como de Garci, que fue quien más le reclamara en su etapa postrera. A propósito, conste que la autobiografía de Landa se vendió muy bien y levantó no pocas ampollas. 

Tanto lo uno como lo otro puede entenderse, y perfectamente. Yo le traté un tanto, pues trabajamos juntos en la antedicha Biba la banda, y la diplomacia desde luego no era su fuerte. Tampoco la modestia, por supuesto. Pero es que era Alfredo Landa, y eso había que comprenderlo, valorarlo y respetarlo. Nunca hubo en España otro actor de sus particularidades, que personificara al ser nacional más común en un espectro que cubriera desde el humor más despendolado al drama más desgarrador. Y un mérito así, en el espectáculo, resulta particularmente meritorio y admirable.

La trascendencia de Alfredo Landa en el Espectáculo español es de tal envergadura que cuesta sintetizarla. Por una parte, a consecuencia de que su actividad abarca más de cincuenta años ininterrumpidos, sumando medios diversos (sobre todo, cine, primero, y televisión, después, pero sin olvidar sus inicios en el doblaje y sus incursiones teatrales). Por otra, debido a que alcanzó una celebridad tan grande que su nombre suponía todo un reclamo comercial, una garantía crematística, un auténtico gancho popular a lo largo de las décadas, categoría que comparten bien pocos intérpretes españoles de su generación (y de las anteriores, y de las posteriores).