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La obscenidad de hablar de dinero
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La obscenidad de hablar de dinero

Participar en un seminario literario... y que no te lo paguen. La escritora denuncia un caso concreto ocurrido en Zaragoza para hablar de un problema de fondo

Foto: La escritora Sara Mesa (EFE)
La escritora Sara Mesa (EFE)

La relación entre dinero y cultura siempre ha sido conflictiva. Después de todo, ¿quiénes se han creído que son los creadores, esos privilegiados, para pretender cobrar por su trabajo? Un imaginario falsamente romántico fundado en la imagen del artista que se desentiende del beneficio económico, del artista puro, ha ayudado a consolidar también la imagen complementaria: si la cultura va acompañada de dinero, es cultura corrupta.

Este tema surge con frecuencia en los encuentros informales de los trabajadores culturales. En pocas ocasiones, sin embargo, se recorre el camino entre la queja general y la denuncia concreta. Quizá la responsabilidad de la devaluación de la cultura sea entonces más colectiva de lo que queremos pensar. Cuando uno agacha la cabeza y se somete, o acepta las cláusulas de un contrato no escrito para no señalarse y evitar problemas futuros, contribuye al afianzamiento de esa idea perversa según la cual, entre ciertos sectores, hablar de dinero está muy, pero que muy feo.

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Todas estas reflexiones vienen a cuento a partir de un ‘pequeño’ conflicto –pequeño en cuanto a su alcance, pero enorme por su potencial simbólico-, que apenas ha trascendido en algún medio local, sin más consecuencias para la institución responsable. Se trata de la celebración del seminario ‘Crítica y contracrítica, comunicación cultural en España’, que fue organizado por la Dirección General de Cultura y Patrimonio del Gobierno de Aragón y que tuvo lugar los pasados 3 y 4 de mayo en el IAACC Pablo Serrano de Zaragoza, con la participación de una treintena de representantes de la cultura –editores, críticos y gestores culturales, narradores, poetas y cineastas, periodistas, profesores, etc.-, entre los que me cuento. Tras nueve meses de su celebración, casi la totalidad de los ponentes sigue sin cobrar por su trabajo. Esto es grave, sin duda, pero más grave aún resulta el desprecio con el que se ha tratado a aquellos –los menos- que se atrevieron a exigir explicaciones, mareándolos con continuas desinformaciones, promesas falsas, decisiones improvisadas y arbitrarias y ninguna asunción de responsabilidades por parte del director general de Cultura, Ignacio Escuín. Cabe indicar que el problema parece que va para largo. Nadie ha explicado la razón del impago ni se han dado aún fechas concretas –¡y ni siquiera aproximadas!- para su resolución.

¿Quiénes se han creído que son los creadores, esos privilegiados, para pretender cobrar por su trabajo?

La vergüenza, el miedo a ser acusados de impacientes o, de algo peor, de materialistas –ya que se espera que la cultura sea, por naturaleza, idealista-, hace que, en situaciones como esta, los afectados no pregunten qué está pasando con su dinero. Pero las administraciones públicas tienen sus plazos y, si no los cumplen, deberían al menos justificar debidamente el motivo, proporcionando información suficiente. De no hacerlo, hay lugar para la sospecha legítima. ¿Por qué no se ha pagado a quienes se convocó para la realización de este trabajo? ¿Se realizó aquel seminario sin estar debidamente presupuestado? ¿Basta con aparecer en las notas de prensa como promotores de un “evento de importancia nacional con figuras de primer nivel” para, una vez colgadas las medallas propagandísticas, desentenderse del resto de obligaciones?

Cuando, tras varios meses de silencio, algunos de los ponentes se quejaron, se les dio largas con mentiras descaradas, utilizando para ello a una trabajadora de la organización del evento. Cobrarían a final de ese mes, dijeron, y cuando esto no sucedió, pues nada, sería el siguiente o el siguiente. Ante el malestar creciente, hubo nuevas promesas por teléfono, promesas que jamás se pusieron por escrito y que –por supuesto- se incumplieron de nuevo. Se utilizó un lenguaje deliberadamente confuso –‘informe-propuesta’, ‘asignación de partida’, ‘tramitación firmada’, ‘orden presupuestaria’…-, como a menudo hace la burocracia para fortalecer su hermetismo. Se enviaron documentos oficiales solo cuando el caso se denunció en redes sociales, pero no a todo el mundo, solo a los más beligerantes y con el fin de aplacarlos. La opacidad del Gobierno de Aragón ha sido extrema, aunque aún más preocupante es su impunidad. ¿Nadie asume responsabilidades? Todo este degradante trato hacia los profesionales y la pésima gestión administrativa realizada, ¿no va a tener ningún coste, ni siquiera de imagen?

Cuando, tras varios meses de silencio, algunos de los ponentes se quejaron, se les dio largas con mentiras descaradas

“Es un principio de trabajo de la administración no contar en absoluto con la posibilidad de errores. Este principio se justifica por la extraordinaria organización del conjunto”. Esto lo exponía ya con clarividencia Franz Kafka en 'El castillo', y es tal cual. En la batalla entre el individuo y la administración, siempre tiene más posibilidades de vencer la segunda, en especial cuando se ve reforzada por la tibieza o el silencio de las mismas personas a las que perjudica. Referido a este caso concreto, he escuchado a uno de los ponentes afirmar que “bueno, no es para tanto” y que, después de todo, este tipo de atrasos “son normales”.

Otros personajes de la cultura que participaron –conocidos por sus combativos posicionamientos de izquierda, en algún caso- no han abierto la boca públicamente para denunciar este asunto, ni han apoyado a los que sí lo han hecho. En privado, gentes de la cultura de Zaragoza han reconocido que no es la primera vez que el director general de Cultura y Patrimonio hace esto. En privado, repito, rara vez en público. Cada cual ha de tener sin duda sus razones para callar, pero mucho me temo que no pocas tienen que ver con el amiguismo, la reciprocidad de favores, el temor a no ser convocados de nuevo por esta u otras administraciones, una conciencia débil sobre el valor del propio trabajo o la satisfacción de una vanidad profesional que se sacia únicamente con ver impreso tu nombre en un folleto, ser alojado en un hotel, compartir mesa –de acto y de mantel- con personas que podrían resultar útiles en el futuro o aparecer en las fotografías oficiales. ¿Y el dinero? Qué obscenidad. Quien pregunta por su dinero es alguien sin consideración y sin escrúpulos.

De nada sirve quejarnos de lo mal valorados y pagados que están los trabajos culturales si esta actitud no cambia desde la raíz del mal, es decir, desde dentro. Todo sería distinto, muy distinto, si cada vez que se nos ofrece un trabajo pero no se nos dice cuánto se pagará por ello, preguntáramos sin pudor al respecto. Si nos negáramos a trabajar gratuitamente o por una contraprestación económica humillante. Si no agradeciéramos tanto el interés abstracto por nuestro trabajo y pidiéramos, a cambio, que se concretara en sueldos dignos. Si perdiéramos el temor a hipotéticas represalias por denunciar las prácticas abusivas, los impagos o las actitudes desleales de instituciones o empresas. Si no le bailáramos el agua a los que se apoderan con hipocresía del discurso de defensa de la cultura. Si consideráramos, de verdad, que hablar de dinero no es vergonzoso ni indigno, sino necesario.

* Sara Mesa es escritora. Autora de libros como 'Cicatriz', 'Cara de pan', Silencio administrativo' y 'Mala letra'.

La relación entre dinero y cultura siempre ha sido conflictiva. Después de todo, ¿quiénes se han creído que son los creadores, esos privilegiados, para pretender cobrar por su trabajo? Un imaginario falsamente romántico fundado en la imagen del artista que se desentiende del beneficio económico, del artista puro, ha ayudado a consolidar también la imagen complementaria: si la cultura va acompañada de dinero, es cultura corrupta.

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