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La tentación milenarista: ¿el fin del mundo puede esperar?
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Antonio Diéguez

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La tentación milenarista: ¿el fin del mundo puede esperar?

¿Quién iba a suponer entonces que su generación iba a ser testigo del apocalipsis?

Foto: La activista contra el cambio climático Greta Thunberg
La activista contra el cambio climático Greta Thunberg

Si está usted en alguna de las más transitadas redes sociales ya sabrá que el mundo se acaba. En unos treinta años, más o menos. Los mayas se equivocaron, el final no era en el 2012. La nueva fecha clave es 2050, pero hay otras a su elección, dependiendo de su grado de pesimismo. Y desengáñese, no hay nada que pueda hacer. Ni siquiera las sonoras admoniciones de Greta Thunberg tienen ya fuerza para remediar nada. Llegan demasiado tarde. Viva lo mejor que sus recursos le dejen los años que le quedan por delante y prepárese para el final de los tiempos, que inopinadamente le va a tocar verlo. ¿Quién se lo iba a decir cuando era usted un zagal y jugaba con las chapas de las botellas, como un tesoro que manaba gratis de los bares del barrio, en un tiempo todavía por estrenar? ¿Quién iba a suponer entonces que su generación iba a ser testigo del apocalipsis?

Claro que también habrá visto en esas mismas redes que la tecnología va a obrar milagros en esos próximos treinta años. Que antes del 2050 habremos conseguido vencer todas las enfermedades y detener el envejecimiento: ¡nos habremos librado de la muerte, al menos de la no accidental! Si no le cae a usted una maceta en la cabeza o no se contagia con un virus asesino, podrá vivir mil años, quién sabe si más. Aunque lo mejor es no ser pacato. Piense más a lo grande. No se conforme con mantener un cuerpo biológico, que por sano y joven que esté será siempre una fuente de limitaciones y estará al albur de contingencias peligrosas, como la de las macetas y los virus.

"Viva lo mejor que sus recursos le dejen los años que le quedan por delante y prepárese para el final de los tiempos"

Dicen (lo dice Kurzweil, un importante ingeniero de Google, nada menos) que en torno al 2050 las máquinas superinteligentes habrán conseguido superar con creces a la inteligencia humana y tomarán el control de todo el planeta; cosa que no debe ponernos nerviosos, porque previamente nos habremos fundido con ellas y nos habremos convertido en 'cíborgs' superinteligentes, o habremos volcado por completo nuestra mente en un ordenador, que será la modalidad ultimísima de los ejercicios espirituales, porque así se dejará definitivamente atrás las tentaciones de la carne. De modo que la destrucción de la biosfera no será un obstáculo para nuestra “supervivencia”. Podremos por fin alojar nuestro yo, nuestra consciencia, nuestros recuerdos, nuestros anhelos, en una máquina, abandonar este planeta, que siempre nos fue un poco hostil, reconozcámoslo, y viajar por el espacio sideral a la búsqueda de nuevos mundos en los que dejar nuestro sello.

Menudo panorama, ¿no? Llegan tiempos vertiginosos. Se acabaron las medias tintas. O la muerte masiva, la destrucción de nuestra especie y la de decenas de miles de otras especies, o un Shangri-La tecnológico repleto de robots y de organoides trufados con microchips que nos dotarán –pues seremos ellos– de innumerables capacidades que aún no podemos ni soñar. No sabe uno a qué carta quedarse, así que por ahora solo queda abrir la boca y permanecer expectantes. En algún lugar nos están haciendo el futuro, aunque no sepamos aún cuál. Según parece, solo podemos tener la seguridad de que lo que suceda no depende ya de nosotros.

No pretendo frivolizar con este asunto, porque hay ciertamente amenazas muy graves ahí delante. Todas las grandes civilizaciones del pasado tuvieron su fin, y no hay nada que impida que la nuestra también lo tenga. La civilización occidental ha sido una de las más duraderas, junto con la egipcia, con el reino de Kush, con el reino de Askum, o con las varias dinastías chinas; pero no es eterna y, dado su carácter casi global, su caída implicaría a cientos de millones de personas, muchas de cuyas vidas serían segadas en poco tiempo. Aun así, no está aún escrito que el final esté al llegar, pese a los esfuerzos que parece que hacemos por alcanzarlo. Hay que tomarse en serio, mucho más en serio, el problema del cambio climático y el grave deterioro medioambiental, porque se trata de una realidad que va a afectar –está afectando ya– de forma drástica a amplias zonas del planeta, y se sabe que esta fue la razón principal del colapso de algunas civilizaciones del pasado.

Hay indicios de que se están cumpliendo algunas de las peores predicciones realizadas por los expertos y puede que la pretensión de detener el aumento de la temperatura en 1.5º o 2ºC sea ya causa perdida. Si seguimos sin tomar medidas verdaderamente efectivas, desaparecerán ciudades inundadas por la subida del nivel del mar, emigrarán de las zonas más cálidas centenares de millones de personas, se arruinará la agricultura en muchos lugares que ahora alimentan a amplias poblaciones y la situación social y política experimentará una desestabilización sin precedentes. Pero hay cosas que aún podemos hacer, y hay que hacerlas sin más demora. Quizás incluso tengamos la suerte de que mejores tecnologías que las actuales vengan en nuestro auxilio.

[Cambio climático: nuestro margen de maniobra se agota]

Pero hay que tomarse con cuidado también lo de que la tecnología nos tiene preparadas grandes utopías (o distopías) en las próximas décadas, que se cumplirán sin remedio. Olvídese de los robots dominando a la humanidad o de seres humanos inmortales y prepárese para los problemas reales, porque aquí también se avecinan muchos. Prepárese, por ejemplo, para tomar decisiones difíciles cuando las biotecnologías permitan hacer modificaciones con los seres humanos que ahora nos atemorizan, o cuando la Inteligencia Artificial (y sus dueños) controlen aspectos más íntimos de su existencia y pongan en peligro en muchos lugares las bases mismas de la democracia.

Prepárese para todo eso, pero las cosas están ya lo suficientemente mal como para aceptar sin réplica los discursos milenaristas que anuncian el inmediato fin del mundo con fingida gravedad. En el año 1000 aterrorizaron a la población europea y en el comienzo del siglo XXI hacen lo mismo cambiando solo el formato. El discurso milenarista es contraproducente porque conduce o bien a la incredulidad o bien a la parálisis (si quedan cuatro días, ¿para qué hacer nada?). Y no podemos permitirnos ahora ninguna de las dos cosas. No deja de ser sintomático que el mensaje ultraoptimista de Steven Pinker haya cosechado tantas críticas y, en cambio, los discursos milenaristas se reciban como la voz misma de la sabiduría, como la visión desengañada de los que, al modo de un Heidegger transhumano, han visto el mundo tecnológico desde lo alto. En suma, es posible que, si lo hacemos todo mal, el mundo se vaya a acabar en el 2050, pero es por ahora más probable que pasemos esa fecha y que para entonces su modo de vida actual sea ya una reliquia del pasado. Bien mirado, esto podría ser incluso una forma de lo que llamamos progreso. Depende de nosotros, de nuestras decisiones.

Si está usted en alguna de las más transitadas redes sociales ya sabrá que el mundo se acaba. En unos treinta años, más o menos. Los mayas se equivocaron, el final no era en el 2012. La nueva fecha clave es 2050, pero hay otras a su elección, dependiendo de su grado de pesimismo. Y desengáñese, no hay nada que pueda hacer. Ni siquiera las sonoras admoniciones de Greta Thunberg tienen ya fuerza para remediar nada. Llegan demasiado tarde. Viva lo mejor que sus recursos le dejen los años que le quedan por delante y prepárese para el final de los tiempos, que inopinadamente le va a tocar verlo. ¿Quién se lo iba a decir cuando era usted un zagal y jugaba con las chapas de las botellas, como un tesoro que manaba gratis de los bares del barrio, en un tiempo todavía por estrenar? ¿Quién iba a suponer entonces que su generación iba a ser testigo del apocalipsis?

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