Tribuna
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La soledad de Al Pacino
Si alguien elige la soledad como forma de vida, al estilo Pacino, no merece reproche alguno. La soledad impuesta ya es otro asunto, y conlleva dolor y desamparo
Al Pacino creció en el South Bronx. Su familia humilde no podía dispensarle demasiados caprichos. Su padre les abandonó al poco de nacer, y su madre trabajaba durante el día. El único entretenimiento del pequeño Pacino era acompañar a su madre el cine por las tardes. Como no había niños de su edad en el apartamento, su única afición consistía en pensar en las películas que acababa de ver, imitar a sus personajes e imaginarse historias alternativas.
Acostumbrarse tanto a la soledad tiene sus consecuencias, como dice el mismo Pacino en sus memorias recién publicadas, ‘Sonny Boy’ (Cúpula). Bien lo sabe el personaje de Robert de Niro en Taxi Driver: “La soledad me ha seguido toda mi vida. A todos lados. En las tabernas, en los autos. Por las aceras, en las tiendas. Por todos lados. No hay manera de escapar de ella. Dios me hizo un hombre solitario”.
La soledad parece desechada y desechable en un mundo que reivindica la interacción social como valor casi primigenio. Decir que ‘no’ a un plan por el simple hecho de que prefieres tumbarte en el sofá de tu casa y cenar una pizza mientras ves la película que te apetece te convierte en un bicho raro. Hay que inventarse excusas de todo tipo: me encuentro mal, viene mi primo Fulano de Mérida y le tengo que atender, tengo un compromiso con mi pareja, mis padres cenan ese día en casa o te han mandado algo en el curro de última hora. En definitiva, los perros que se comen los deberes en la vida adulta.
Uno de mis mejores amigos tenía una estrategia casi infalible para salir a fumar en el periódico en la más absoluta y placentera soledad. Hacía como que una fuente le llamaba por teléfono y salía con el móvil pegado a la oreja al más puro estilo Woodward y Berstein. Era habitual encontrarte con él en la calle después del ‘numerito’ con las manos desocupadas de móviles, fumando apaciblemente y mirando a la nada. Cuando te veía, en su cara se dibujaba un coitus interruptus. Por fin, un día lo dijo sin más ambages: “Me gusta fumar solo, por favor. Cuando baje no me sigáis”.
La soledad es tan necesaria como la compañía. Y muchos se niegan a aceptarlo. Desde la más tierna infancia algunos entendemos a Al Pacino. Porque nos llamaban al timbre de casa para bajar a la calle a jugar -antes se hacía eso- y preferíamos quedarnos en casa, viendo películas, leyendo, jugando con nuestra propia imaginación que era libre. Y decíamos que mamá nos había castigado y santas pascuas.
Si alguien elige la soledad como forma de vida no merece reproche alguno. La soledad impuesta ya es otro asunto, que conlleva dolor y desamparo. La soledad tiene rostro de persona mayor. De abuela que toma un café y mira a un lado y otro buscando ese saludo, ese roce emocional con el otro, lejos de los ecos de su casa vacía. En estos momentos, el 20% de los españoles se siente solo, según el Barómetro de la soledad no deseada.
La soledad también tiene rostro de niño. De todos aquellos que sufren el bullying y adquieren una condición de mendicidad impuesta, de menesterosos que mendigan el cariño para el resto de su existencia, aunque sean las sobras de otro. Y aquí la soledad adquiere un gesto cruel, de yugo absolutista, que merece ser combatido. Casi un 10% de los alumnos sufre bullying en España, de acuerdo a los datos de Fundación ANAR.
Pacino fue un hombre solitario en Nueva York, porque las grandes metrópolis son las más propicias para ello. En los pueblos todo el mundo se conoce, pero en una gran ciudad puedes ser el personaje que quieras cada día. No eres el nieto de tía Puri. Para bien y para mal. Y miras a los ojos de mucha gente cuando caminas por la Quinta Avenida y te gustaría conocer a buena parte de ella. A aquella rubia de ojos azules o a ese tipo con pinta de espía.
Y, sin embargo, no lo haces, y sigues tu camino. Camino al trabajo, camino a casa, camino al súper, camino al día a día. Al menos, los solitarios como Pacino tienen a su alcance el poder de la imaginación para esquivar los males de la rutina. Para abrazar la soledad como ese refugio donde los malos no entran. Un parapeto desde el que también se puede contemplar la belleza de la vida. Sin ruido de fondo.
Al Pacino creció en el South Bronx. Su familia humilde no podía dispensarle demasiados caprichos. Su padre les abandonó al poco de nacer, y su madre trabajaba durante el día. El único entretenimiento del pequeño Pacino era acompañar a su madre el cine por las tardes. Como no había niños de su edad en el apartamento, su única afición consistía en pensar en las películas que acababa de ver, imitar a sus personajes e imaginarse historias alternativas.